martes, 2 de febrero de 2021

Reseña de Ana Martínez Castillo: ‘De lo terrible’. Chamán ante el fuego. 2020

Puentes de papel: ANA MARTÍNEZ CASTILLO. DE LO TERRIBLE

Ana Martínez Castillo es autora de poemas y relatos, pero principalmente poeta. Especialmente notables Bajo la sombra del árbol en llamas (La isla de Siltolá, 2016), La danza de la vieja (La isla de Siltolá, 2017) y Me vestirán con cenizas (Versátiles, 2019). Una colección de relatos, Reliquias (Eolas, 2019), además de un libro infantil, Cómo cocinar princesas (NubeOcho, 2017). Coordina editorialmente InLimbo Ediciones, joven editorial con un  prometedor catálogo de poesía y relatos. El ánimo sombrío y la utilización de los malos presagios, de la sensación vívida de la muerte son una constante en la poesía y los relatos de Ana Martínez Castillo. En este caso, como en el anterior se basaba en un letmotiv de Alejandra Pizarnik, parte de una de las citas más conocidas de las Elegías del Duino de Rilke que da título al poemario, divido en dos partes y numerando los poemas de atrás adelante en una cuenta atrás. Como en otras ocasiones, se decanta por los poemas en prosa.

La estética de lo sublime, aquella que transforma en dolorosa la experiencia de la belleza tiene el reverso romántico de convertir en belleza el abismo, la muerte, el sufrimiento y el dolor. En la primera parte,  La gran música, la autora se va adentrando mediante una cuenta atrás en su universo particular donde flotan, no el mar de niebla, sino un huracán de cenizas que irrumpe en el poema porque ya es así en la vida: “Podéis desordenar estas palabras si queréis, pero aquí y ahora, está el cielo y la mano y la turbia oquedad de la boca” (Cuarenta). La sensación vital de dolor y angustia interpela al ser humano que negocia con la nada, con el daimon perverso que exige regalos y dádivas: “Pupilas enormes de ofrendas (…) Apenas la vida nos fatiga, pero nos hace más hermosos la muerte, infranqueables, como piedras en los límites” (Treinta y nueve).

La presencia de la “Categórica muerte secreta” (Treinta y ocho) es constante, asfixiante, precisa y terrible en cuanto a portadora de belleza: “Tú –necesariamente tú– has de ser la niña triste muerta, has de ser la finitud que cae, que brinda, que gotea, la joven adicta que se colma de huéspedes las venas” (Treinta y siete); “Encontraremos el término preciso (…) Y seremos entonces el perro, la arena, el surco o el abismo, la belleza terrible que nos derrumba” (Treinta y cinco); “Es la ciudad una palabra, un segmento de la noche, y son sonidos blandas los pasos en sus calles, y son tributos, eventualidades, breves arañazos de aquellos que caminan masticando cosas bellas” (Treinta y dos).

La insistencia en las cenizas sugiere una revocación del eterno retorno vital, la transición de la vida a la ceniza esquiva en cierta forma la regeneración, el que la vida pueda alimentarse de la muerte en un ciclo. Las cenizas son la negación de ese proceso que es vital en suma. Aunque las cenizas puedan ser abono, los cuerpos no retornan a la tierra, no se infiltran en nueva vida, vuelan por el aire y se depositan como testigos más que como humus: “El humo quiso que pareceríamos sencillas” (Treinta y uno). Otra manera de decirlo es entender el proceso como una huida: “Huimos porque era la vida una promesa, porque añorábamos el musgo y el gusano y los huesos y el jadeo, porque entorpecía nuestros planes lo tangible y era lo real una estúpida madre muerta” (Treinta y cuatro).

La autora quiere emplear la escritura como ofrenda, en la que participan como receptores la muerte y la propia poeta: “escribe así, de forma automática y absurda, terrible, ambigua, escribe así todos los días” (Veintinueve); “Han vuelto las palabras, tímidas, únicas, abrazando como abrazar los rincones, palabra a las sombras como un viejo que espera, como un viejo que espía el cuerpo de las jóvenes” (Veintiocho). La muerte y la imposibilidad de decir, el recurso a lo incoherente, a lo onírico para esperar lo real, esa es la esencia de un conjuro: “Nadie lo sabe. Nadie sabe que fui misterio, piedra redonda, transformación, ridícula muerte secreta, caricia enana, locura vacía y bovina, tan hueca –nadie lo sabe– que me contagió en seguida con su farsa” (Veintitrés). Conjuro que, secretamente, sueña con escapar de la tragedia:

“Y así nació.

Y así, sin más, empequeñecida, rectilínea y cercana, dedicamos nuestra vida a quererla” (Veintiuno)

Pizarnik y las cenizas se encuentran en la segunda sección, Átopos. Es curioso que emplee esta expresión, ‘sin lugar’, evitando la consabida ‘u-topos’. La presencia de la muerte es un no lugar, no un país en la nada, la muerte no depende de una geografía: “El padre enfermo que muere loco, abiertos los ojos a mitad del grito, mandíbula negra hasta la raíz del hueso, hasta la raíz del hueso” (Veinte);“No sé si serás tú quien acercará el calor, quien traerá la epidemia, quien hará volar los papeles en las oficinas del centro” (Dieciocho). Y desde ese no-lugar, “Y yo aquí, ninguna, pequeña, grisáceo indicio diminuto, yo lo veré pasar, a los otros, a los que son, a los que siguen” (Dieciséis). Un deseo de huida se muestra como la única salida dentro de la cordura (“Quisiera decir que el cierro, que la luz a los semillas, la palabra precisa que enturbia el sueño. Quisiera darte una pista falsa”, Quince). Con elegancia, Ana Martínez Castillo evita la emotividad desmedida y el recrearse en los aspectos tétricos, prefiere la elegancia de la emoción contenida, la presencia constante pero no con estruendo, “No sabían nada de las cenicientas grietas del invierno. Ella siempre estaba ahí, suave y certero. Estaba sus manos, y con eso era suficiente” (Catorce). Un tono neutro que, paradójicamente, ayuda a acentuar la tragedia y la angustia, la sensación de falta, la certeza de que no hay salida, “Vivía latiendo y quizás esa tarde solo fuera una pausa, un paréntesis seco de goteo y baba” (Trece). La autora hace uso de procedimientos narrativos en los que la cámara se muestra fría, objetiva, casi nouveau roman, sin asomarse a la subjetividad del personaje. Es la manera más efectiva, huir del efectismo para sentir la frialdad que se promete: “Vino ella a recordaros, a sacaros fotos, vino a poner en orden los papeles (…). Vino a recordaros y entablar secos los ladrillos, secas las ventanas, secos los niños que nacían, secas las ubres y la lengua, seca y vacía la luz del alba” (Doce).

“Morir como mueren las niñas, con dulce venas sucias (…) Respirar apenas ensuciándote las manos, y arrepentirte por haber tomado el veneno, y arrepentirte por pensar que nunca pasaría, y morir como mueren las viejas sedientas y tristes, en secreto hambriento de encías toscas en silencio” (Once)

Los planteamientos estéticos –y éticos– como condicionantes voluntarios de la estructura y realización de los poemas. Por ejemplo: “Evitar la torpeza de ser sincera en el poema” (Tres) y, sobre todo, el recurso a las sensaciones que acompañan al argumento, que son tremendamente expresivas, toda una sinestesia queda, suave: “Dejó el tiempo enmudecido, lo metió en una caja de alabastro, para que la tuviésemos guardada, escondida, para que fuera nuestro siempre” (Nueve);“El olor a tierra se define a los tejados y chirría como chirrían los pájaros, y cruje como crujen las bocas” (Ocho); “Libar el veneno, acercarse el veneno a los labios, hacen de este segundo un principio” (Siete).

La presencia de la enfermedad, paradigma del sufrimiento, late con fuerza entre las imágenes de estos poemas: “Puede que tengamos alguna enfermedad, una que nos abrigue y nos seremos, que nos muerda por dentro, una enfermedad de óxido y alumbre, una muerte que gotee, que sea acuosa e íntima, la muerte escurridiza de los peces” (Cinco). El sentido del dolor y el miedo, la incertidumbre hacia lo que sabemos con certeza que acaecerá se conjugan solicitando un aplazamiento, un momento de clama, “Quiero un remanso tibio donde morir soñado pájaros y escaleras, donde contar despacio las arrugas de mi cara, los pliegues de mis manos” (Cuatro). Y no es por la persona, por el poeta, es por la niña, la hija que puede bailar con la vieja, el legado, la continuación de la rueda de sufrimiento. Perdimos en la vida y haremos que la vida de los otros se pierda cuando desaparezcamos, por eso, suplica, “Dile a mi hija, cuando muerta, que pasé mucho tiempo desenterrando mi voz, construyendo diminutos peces de voz, imposible ramillete de voz, pero dile –a mi hija dile– que en la vida, lo único que de verdad hice fue quererla, sobre todo quererla” (Dos).

“Y así se acaba todo.

Con la palabra precisa entre los dientes de la dama de cal. Con la líquida negligencia del canto. Presentimiento y moscas” (Uno)

 

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