martes, 30 de septiembre de 2025

Reseña de Juan Herrero Diéguez: ‘Cartografía de nadie’. Rialp. Adonáis. 202

 Cartografía de Nadie

Cartografía de nadie de Juan Herrero Diéguez mereció el premio Adonáis en 2024. El vallisoletano compagina su trabajo como profesor de Lengua Castellana y Literatura en un instituto de Getafe (Madrid) con los estudios de Filosofía en la UNED. Lleva publicados los poemarios Un verano en la orilla del teatro (Aguilar de Campoo, Ayuntamiento, 2019), galardonado con el XV Premio Águila de Poesía, y A pesar de la lluvia (Madrid, Ediciones Complutense, 2021), que obtuvo el Premio Complutense de Literatura. El interés primordial de esta Cartografía de nadie es la evocación de lo mítico a través de lo cotidiano. Su voz se nutre de Homero, al que homenajea con cada uno de los veinticuatro cantos de este volumen, pero se ancla en lo que de eterno tiene lo que pasa en la calle, la pérdida, la memoria, el tiempo, la identidad… Es, a la vez, radicalmente moderno a fuerza de sentirse dentro de una tradición desde Gil de Biedma a Louise Glück. En su inicial Poética, leemos su postulado literario: “Hablar sobre los mapas desde los extremos / y seguir en la ruta por placer / que da salirse un rato del proyecto”. Juan Herrero Diéguez se plantea una poética de los márgenes, de los bordes, que atraviesa, como Odiseo, deteniéndose, perdiéndose, haciendo rizoma a través de un desplazamiento más que geográfico, emocional y existencial.

Se plantea una voz del yo sin llegar a fijarlo del todo, es el recurso al Nadie. Nadie es cualquiera, como cualquiera de nosotros tiene un padre o unos hermanos, o teme a la muerte: “Mi padre es lo que veo cuando hablo de mi casa, / la pelota que no ha tocado el suelo / y el miedo que le tengo yo a la muerte” (Telemaquia). Más que una identidad huidiza por líquida posmoderna, Herrero Diéguez apela a lo trascendental que se escapa a cualquier teorización por escrito: “Pero entretanto sigo masticando verdades / y oyendo el mundo arder. Fumando solo /…/ machacando la cocina, mientras trato de recibir la historia de una vida en la vida de quienes no conozco” (Quienes escriben la historia). Por ejemplo, pone en boca de Nausícaa esa misma duda: “Me he resignado a no saber quién es / ni qué se esconde bajo tus palabras” (Nausícaa describe al tiempo el amor y la poesía). El cuestionamiento de la identidad que necesita un enraizamiento, de ahí la necesidad paradójica de una cartografía, para hacer frente a las mutaciones del tiempo: “Nunca entendí tus miedos; yo que solo quería / detener la erosión del tiempo a cambio / de fiestas y de cines de verano, de desayunos juntos” (Calipso en una playa de espejismos).

En su versión del mito Ulises ante el rey de los feacios, el héroe no es el astuto aventurero de la épica, sino un padre que llora a escondidas en el baño. Esta humanización radical, que apenas tiene en común con los novísimos su incardinación con la tradición culta, de los arquetipos clásicos recorre todo el libro y se convierte en uno de sus logros más profundos: “No debes avergonzarte / pues mi padre / se escondía también dentro del baño / para llorar cuando éramos pequeños /…/ cuando le vi llorar, no me miraba; / no lo cargué en los hombres y nos fuimos /…/ Jamás le vi tan fuerte como entonces // Dejando que sus lágrimas borrasen / los últimos confines del mundo” (Ulises ante el rey de los feacios).

Quizás pudiéramos convenir que se trata de mitos reciclados que se enfrentan a la deconstrucción de la épica del yo. Cartografía de nadie se teje sobre una apropiación lírica del imaginario homérico. Ulises, Penélope, Nausícaa, Orfeo, Calipso, Tiresias: todos reaparecen como figuras a través de las cuales el yo poético se interroga, se enfrenta a sus miedos, reconoce su vulnerabilidad o busca refugio en la memoria. La épica se despoja aquí de grandilocuencia y se transforma en una exploración íntima del fracaso, el deseo, la pérdida o la identidad sexual: “Ya no recuerda que esta fue su casa, / pero sí que recuerda que es el sitio / adonde regresar una vez más” (Lotofagia). Bien es cierto que también el poemario tiene una nexo con el giro lingüístico de la epistemología: “Las mentiras abrasan la verdad de los párpados / con la cadencia de una sintonía” (En el ojo la punta encendida).

Así, por ejemplo, en Tiresias tras Stonewall Inn, el poeta cruza el mito de la profecía con el activismo: Tiresias, figura de lo ambiguo, aparece aquí como símbolo del dolor y la celebración de una identidad marginal, asociada a los disturbios de Stonewall, hito de la liberación LGTBQ+:  “Yo soy el que disfruta / del murmullo / del agua sobre el dorso de algún amor en ruinas, / también lo que recibe la lluvia con los brazos / abiertos como campos de amapolas” (Tiresias tras Stonewall Inn). Esta relectura contemporánea de los mitos no es forzada ni alegórica, sino profundamente integrada en la experiencia personal del hablante. En Orfeo en el Elíseo, también de la segunda parte, El otro lado, el descenso al inframundo no es ya un viaje fantástico, sino una metáfora del reencuentro con un amor perdido, una evocación de la memoria como espacio de resistencia frente al olvido. En esta y otras piezas, la materia mitológica se entrelaza con las emociones cotidianas sin solución de continuidad, logrando un equilibrio entre lo arcaico y lo inmediato: “Me acuerdo de hasta cómo ibas vestida / cuando por fin me decidí a pedirte / que salieras conmigo, tanto tiempo después. /…/ He oído en estos años cómo crecen / ortigas por las jambas de las puertas: // Por eso fui a buscarte al inframundo” (Orfeo en el Elíseo).

Uno de los ejes temáticos más conmovedores del libro es la figura del padre. En varios poemas, se construye un retrato íntimo de la relación padre-hijo desde la ternura, el duelo, la incomprensión y el legado. En el ya mencionado Telemaquia condensa magistralmente la transferencia emocional y simbólica entre generaciones. El padre es también quien llora en secreto, quien carga con una masculinidad herida pero fuerte (Ulises ante el rey de los feacios), y cuya presencia, ausente o silenciada, marca la memoria del hogar. La casa, en este libro, no es solo un lugar físico, sino un espacio mental, afectivo, casi fantasmagórico: un refugio y una herida, una promesa de regreso y un recuerdo doloroso. Esta tensión queda muy bien expresada en Lotofagia. El hogar es también el espacio donde se desarrollan las primeras pérdidas, los primeros gestos de amor, los pactos tácitos que conforman una familia: “¿Y cómo decir ceniza cosida a la culpa? / ¿Y cómo tejer en el tiempo el dolor con los ojos?” (Vosotros ahí). El tiempo infantil se cuela en imágenes de desayunos, cines de verano, fiestas y juegos. Pero lejos de la nostalgia complaciente, el poeta plantea una interrogación constante sobre el paso del tiempo y sus efectos en los vínculos:  “Regreso a aquel lugar donde agarrabas un dedo de mi mano / para emprender el viaje a nuestros miedos /…/ Aguardo las señales que te traigan de vuelta / mientras me voy hundiendo entre las fotos / de otro tiempo, tus libros /…/ /Mamá frente al televisor”.

Otra línea emocional poderosa en el libro es la del amor perdido o no consumado. En poemas como “Calipso en una playa de espejismos” y gran parte de El otro lado, la relación amorosa se explora desde la distancia, el malentendido o la resignación. Hay un deseo de “detener la erosión del tiempo” mediante gestos sencillos, y también una aceptación amarga de lo que no pudo ser. No se trata de renunciar al amor, sino de reconocer sus límites, sus transformaciones, su peso en la vida adulta. En este sentido, el poemario adopta una madurez poco frecuente en autores jóvenes, y que no deriva en cinismo, sino en aceptación y lucidez: “Me equivoqué de ruta / muchas veces y en lo que más quería” (Cuando he tomado por victoria).

Herrero Diéguez no rehúye los tonos sombríos. En muchos poemas se escucha el zumbido del desencanto: con el mundo, con uno mismo, con el lenguaje incluso a través de imágenes poderosas de resistencia íntima frente al ruido y la violencia. “el mar se ha convertido en una fosa / de ilusiones anónimas que dejan / en su lugar un ramo de noticias / y una espuma de orquídeas sobre el agua” (Y como el viento se lleva el humo). Este pesimismo no es desesperado, sino lúcido. En “Vocación de fracaso”, por ejemplo, se ironiza sobre el poder de las sirenas contemporáneas: “Las sirenas también llevan corbata, / reparten sus tarjetas personales / y se anuncian radiantes en su linkedin/…/ En la mitología las sirenas cantan lo que quisieran oír. // Pero el secreto está en no hacerles caso” (Vocación de fracaso). Y se propone una ética de la desobediencia. Hay aquí una crítica al mundo laboral, a la lógica del éxito y al mercantilismo del deseo. La poesía de Herrero Diéguez se alza así como un acto de resistencia suave pero firme: contra la uniformidad, contra el olvido, contra el desarraigo emocional. En lugar de ofrecer respuestas, el autor abre preguntas, fisuras, pliegues en los discursos dominantes. Esa es, quizá, la verdadera “cartografía” que propone: un mapa afectivo de lo incierto.

La última sección del libro, El regreso, marca una inflexión. El viaje no ha sido hacia fuera, sino hacia dentro. Volver es reconocerse distinto, no para instalarse en la melancolía, sino para mirar el pasado con otra luz. Poemas como “Argos” (“Me espero en el porche igual que siempre, / como si el tiempo solo acariciase / tu pelo y no llegara a envejecernos”) o “Capital de provincias” articulan ese retorno desde la emoción contenida, desde la constatación de que “No vuelvo para darle pábulo a la nostalgia /…/ Solo cambian los ojos que las miran / y la niebla, que bajan más temprano”.

En Cicatrices, una línea resume con precisión este reconocimiento: “Te reconocen por tus cicatrices. / Sobre todo, por esas que no se pueden ver”. El poeta ha viajado por dentro y por fuera, por la memoria y por los mitos, por los afectos y por los fracasos, y ha regresado con un conocimiento más hondo de sí mismo y de su tiempo: “Vuelves a casa con los puños / llenos de arena, / el tacto lleno de canciones / y te conviertes en estatua / de sal manchada de septiembre” (Verano 1943). No se trata de una iluminación súbita, sino de una comprensión tejida en versos, pausadamente: “El viajero sonríe porque piensa / que al mirar hacia atrás / se disuelve en la vida que no va / y guarda las razones debajo de la lengua” (Atención: línea discontinua solo indica eje carretera).

En Penélope y Celeste el autor retoma el legado de Gil de Biedma y firma quizás uno de sus poemas más audaces, un diálogo entre la tradición clásica y la voz confesional del poeta barcelonés. La propuesta de un amor tranquilo, fingido, incluso resignado, es a la vez paródica y profundamente emotiva: “Luego llegó la soledad a hacerme / compañía la tarde / en las que  me inventaba alguna excusa / con que ganar un día para mí /…/ Te propongo este trato, piénsalo por lo menos: / puede quedarte en casa los años que nos queden / y engañarlos a todos, / igual que tantas otros matrimonios /…/ Prometo que no haré nunca preguntas /…/ Esteremos tranquilos, / sin belleza, sin fuerza, sin deseo[i], / cada cual con su vida / y dirás que hemos muerto los dos juntos / después de amarnos mucho”.

En términos formales, la poesía de Herrero Diéguez es contenida, medida, pero intensamente emocional. No recurre a artificios ni a excesos retóricos. Su lenguaje es claro, accesible, pero no por ello simple. Los versos fluyen con naturalidad, sostenidos por una cadencia que evoca la oralidad sin caer en la prosa, en un homenaje actualizado a los rapsodas. El poeta sabe crear imágenes memorables, a menudo con un solo verso: “ceniza cosida a la culpa”, “una espuma de orquídeas sobre el agua”, “con los puños / llenos de arena”. Estos destellos visuales, cargados de resonancia emocional, son parte de su estilo sobrio pero penetrante. La intertextualidad no es ostentosa, no es mero artificio, pretenciosidad o pedantería, sino íntimamente tejida. Las referencias a la tradición clásica, a la poesía moderna o a la cultura pop, conviven sin fricción, dando cuenta de una voz capaz de dialogar con lo diverso sin perder su autenticidad. Cartografía de nadie es un heredero de la estirpe del Adonais que parece mantiene íntegra su fuerza. Con una voz propia, madura y emocionalmente compleja, Juan Herrero Diéguez construye un libro que dialoga con los mitos, la memoria y el deseo sin renunciar a la lucidez crítica. Esta cartografía no busca orientar, sino desorientar con belleza; no delimita territorios, sino que invita a habitarlos desde la vulnerabilidad y la palabra.

 



[i] En cursiva los versos originales de Gil de Biedma

lunes, 15 de septiembre de 2025

Reseña de Laura Redondo y Marisol Santiago: ‘La seducción de Venus’. Ondina Ediciones. 2025

 La seducción de Venus", Marisol Santiago y Laura Redondo


En La seducción de Venus (Ondina Ediciones, 2025), Laura Redondo y Marisol Santiago reconstruyen a cuatro manos el mito del deseo a través de una voz coral que funde la tradición clásica con la carne contemporánea. Su escritura es un rito, un despojamiento donde el cuerpo se convierte en altar y la palabra en ofrenda. No se trata de un libro que celebre el erotismo desde la complacencia, sino desde la tensión constante entre el gozo y la pérdida, entre la piel que se ofrece y la conciencia que arde. Desde el prólogo de Emecé Condado hasta el epílogo de Luis Solís Mendoza, el texto trenza una cartografía de lo erótico como conocimiento, como forma de pensar con el cuerpo. Así lo sugiere uno de los primeros poemas: “No hay una sola zona de mi cuerpo que no beban tus pupilas (…) ¿Qué es el deseo? El deseo es este mismo instante” (Pregunta retórica). Esa pregunta, disfrazada de respuesta, condensa la lógica que atraviesa todo el libro: el deseo no es una carencia, sino una presencia absoluta, una forma de existir que se consuma en el instante mismo de su aparición.

Las autoras no buscan narrar el amor, sino su fractura; no describen la entrega, sino la combustión. “Ardí para ti con mi piel de otoño / a la luz de un crepúsculo tardío” (Lúdicas virtudes). Esta imagen del cuerpo estacional, perecedero, remite a la conciencia de que todo gozo implica un riesgo, una forma de morir. La llama del placer, en este universo poético, siempre quema dos veces: cuando se enciende y cuando se apaga. Y más adelante, continúan: “He hallado mi hogar entre tus manos, / entre los dedos guarecida mi figura /…/ En tu voz, he hallado el vínculo / y en tu cuerpo, el mío enraizado” (Mi hogar); “Me posee un éxtasis de sirena urbanita. / Me dejo amar” (Nada en el mar).

Uno de los grandes aciertos del libro reside en su tono ritual, que conjuga lo sagrado y lo profano con naturalidad. En Descalza, la hablante lírica invoca: “Descalza en el templo de Venus, / invoco a aquella alma”. Esa desnudez no es sólo física, sino espiritual: la renuncia al pudor y al discurso moral abre un espacio donde el erotismo se confunde con la plegaria. En esa frontera, lo erótico se revela como una forma de conocimiento extremo, un saber que nace de la transgresión y del riesgo, del deseo que busca tocar lo que no debe. En versos como “Cesa su ritual, sube la barbilla y ríe, triunfante: / –Acércate, bobo. No te quedes ahí mirando” (Davinia), el erotismo se configura como una escena de poder. La mujer no espera ser deseada: convoca, ordena, rompe el guion tradicional del cortejo. La risa triunfante clausura el ritual masculino del dominio y abre una liturgia distinta, donde el deseo se ejerce como soberanía. El cuerpo femenino deja de ser objeto pasivo para volverse lenguaje, signo de afirmación y desafío. Retoma la imaginería del Edén, pero sin culpa: “Y mi sed, ¿qué la calma / si no es el delicioso néctar / de tu fruta prohibida, / seno de mi grata dicha?” (Instinto). El fruto prohibido no representa la caída, sino la plenitud del saber corporal.  Es una plegaria que reivindica el pecado más que la redención: “Díganme, señores míos, / ¿por qué temen tanto pecar?” (Hamartia); “Por ser lo prohibido, me tentaba; / cuanto más negaba el deseo, este más me mordía” (Lo prohibido). En esta poética, el goce no es pecado sino vía de comprensión: el cuerpo como único espacio donde se revela la verdad del ser. De ahí la insistencia en los sentidos: beber, saborear, tocar. El placer es conocimiento, pero un conocimiento que desborda los límites del pensamiento racional. Tras el éxtasis, llega la caída: el deseo, al consumirse, deja vacío y desolación: “El infierno era ahora mi hogar y el frío de mis huesos, tan solo un mal recuerdo…” (Cansancio) marca el momento posterior a la combustión. Pero incluso en ese descenso hay belleza: el infierno es el precio de haber vivido con intensidad. El erotismo no promete felicidad, sino lucidez.

El libro se puebla de diosas, ninfas y heroínas reescritas desde la modernidad: Safo, Medusa, Venus, Eros, Psique. Todas se despojan de su condición mítica para hablar desde la vulnerabilidad de la mujer actual: “Orgullosa de las cicatrices que la vida / tatuó sobre mi piel, / de no inspirar poemas, / de ser solo yo: / sencilla y directa” (La reflexión de Medusa). En esa reversión simbólica, las autoras proponen un erotismo emancipador: la mujer no es objeto de deseo, sino sujeto del placer, portadora del fuego que antes la consumía. El poema “Acude a mí, hermana mía…” (Safo de Metilene) reescribe el mito lésbico de Safo desde una voz solidaria, no transgresora sino liberadora. El deseo entre mujeres aparece aquí como gesto de reconocimiento y comunión: la unión no se funda en la posesión, sino en el espejo compartido. El erotismo se amplía: no es solo sexualidad, sino complicidad vital. Desecha este deseo la falta de entrega total, la superficie, el engaño, la impostura: “Arrodillado buscas mi perdón. / Vestido de cinismo / tratas de conmoverme” (Orgullosa cobardía); “Abandona a ese amante de segunda / y coquetea con tus encantos” (Carta de Erotica a su amiga Pornosia). La presencia de lo mitológico no actúa como ornamento, sino como espejo. En Eros y Psique se afirma: ““Abrasados por una pasión que no cede al tiempo / ni cesa con el gozo, sino que aviva / cada vez más el rigor de nuestros cuerpos; / ávidos de éxtasis. Repletos de vida”. Esa vida es precisamente la que el deseo pone en juego, una energía que se agota en su propia intensidad. La pasión no libera: quema, hiere, revela. Pero en esa herida está la verdad más pura de lo humano. El diálogo con los mitos griegos (“Beban nuestro desdén / y entre nuestras piernas solo hallen / simple polvo de estrellas fugaces”, Zeus ingrato) transforma a las diosas en figuras insurgentes. Ya no son víctimas ni musas, sino cuerpos celestes que devuelven la mirada al Olimpo patriarcal. En “solo en los placeres de Venus creo / y en su templo refugiada me encuentro” (El templo de Venus), el erotismo adquiere una dimensión casi religiosa: el goce es fe, y la carne, templo.

Cuando afirman que “Vuestra piel guarda mis secretos; / vuestro cuerpo, mis pecados; / en vuestra boca anidan mis deseos, / ósculos de pasión desbordados” se condensa la dimensión sacrificial del erotismo. Amar es entregarse al otro hasta perderse en su carne, y esa fusión implica también contaminarse, compartir la culpa y la pureza: “Amado astro lejano, / quién pudiera alcanzarte, / ser uno, ardiendo juntos” (Sol). En “Solo entonces pude amarte / siendo otro tú, en otra parte” (Fantasía), el yo poético reconoce que la verdadera unión solo ocurre en la disolución de la identidad: amar es dejar de ser. El erotismo, entonces, no une los cuerpos: los aniquila en su diferencia.

El texto se mueve entre dos pulsiones complementarias: el anhelo y la pérdida. En En tu búsqueda, el yo poético declara: “Tal fue la pasión, tan tuya era mi alma, / que escapé de mí para ir en tu búsqueda / y no hallé más que otros cuerpos sin vida, / descoloridos, fríos y ausentes”. Aquí el erotismo se presenta como un viaje hacia el vacío, una tentativa de comunión que solo se cumple en la experiencia del límite. Lo erótico, entendido así, no es el encuentro con el otro, sino la disolución del yo. La unión deseada nunca es pacífica: requiere atravesar la herida, sacrificar la identidad. “Me aterra la soledad acompañada / ir al cine los domingos porque toca, / quedarnos en casa / para poner la lavadora” (Soledad acompañada) introduce un contrapunto esencial. Aquí el deseo se opone a la domesticación de la vida cotidiana. El erotismo no se agota en el sexo, sino que se presenta como una forma de insurrección contra la repetición vacía. Frente al tedio de la costumbre, el deseo es ruptura: el instante en que la existencia se vuelve intensa, significativa. Ese mismo gesto de entrega y desposesión se repite en Rendida a ti:

“Asumo que he perdido la batalla. No me humillo, y en mi boca abrazo la penitencia y también el pecado. Lamo mis heridas tras la derrota, saboreo tu veneno que fluye, tibio y espeso a través de mi garganta. Saboreo hasta la última gota de mi castigo, sin culpa, y contemplo a mi dios; perdón y orgullo en su rosto de piedra” (Rendida a ti)

El placer aparece aquí inseparable del castigo, y la voluptuosidad se confunde con la culpa. Pero esta culpa ya no tiene raíz religiosa; es un eco de la conciencia, la certeza de que el deseo siempre desborda los límites del lenguaje y de la razón. El erotismo, para Laura Redondo y Marisol Santiago, es una forma de exilio: nos arranca del mundo de lo útil y nos arroja a lo inútil, a lo inefable. En estas piezas, las autoras despliegan un mapa de la experiencia erótica en sus múltiples registros: lo corporal, lo espiritual, lo mítico y lo cotidiano. Cada texto es una tentativa por nombrar el punto exacto donde el deseo deja de ser mero impulso y se convierte en revelación. En “Y abierto el verso que no acaba, / pues jamás se extingue mi deseo / y es pasión lo que tus dedos marcan / en las turgentes formas de mis senos” (Métrica del cuerpo), el poema funde el lenguaje y la carne. Es metáfora del deseo interminable; los senos, el soporte de la escritura. Lo erótico se transforma aquí en acto poético: el cuerpo es texto, y el texto, cuerpo. La pasión se inscribe literalmente en la piel. La misma lógica de intensidad extrema aparece en “Clavada en mi desnudez / tu hombría, / un grito silencioso de lava…” (Pulsión), donde el placer se vive como erupción, como violencia gozosa. El erotismo no es ternura: es exceso, riesgo, posibilidad de desintegración.

Versos como “Con garras de olvido susurra su nombre / y hace el amor con su ausencia” (Voluntad) o “Ha aprendido mi alma / a sonreírte, como solo sonríe / quien no conoce del dolor / más que su nombre” (El lazo) convierten el deseo en fantasma. Lo erótico no depende de la presencia física del otro: la memoria y la imaginación prolongan el fuego. Amar es también inventar al ausente. Se plantea una duda central: “¿Qué será del placer / si solo la pulsión inicial parece evocarlo?” (Carta de Pornosia a su amiga Erotia), es decir, ¿puede el deseo sobrevivir al propio deseo? La obra entera parece girar en torno a esa pregunta. Lo erótico, en este universo, no se resuelve; se mantiene como tensión perpetua entre hambre y saciedad, presencia y pérdida: “Amante invisible, / mi piel eriza, roce sutil” (Brisa).

La mujer se asume como encarnación del deseo: “Ningún manto cubre el nácar de mi piel… Venus soy, a mis pies el amor se rinde” (Davinia, Venus libre). Ya no pide permiso, ya no teme pecar: el cuerpo es su verdad. El erotismo alcanza aquí su forma más alta: no como servidumbre, sino como afirmación del ser. La seducción de Venus construye una poética del erotismo como revelación y riesgo, donde el deseo no es simple placer, sino un modo de comprender —y de incendiar— la existencia: “Resucitadas mis más fervientes pasiones, / en un nuevo despertar mis deseos más oscuros” (Mi vuelo). El cuerpo, en estos versos, no es un límite, sino un umbral: un lugar donde el amor, la muerte y la libertad se confunden: “Deja libres mis manos, que vuelen a tu cuerpo, / permite que mis labios se recreen con tu nombre” (Libre).

El cierre del libro, con Laura, propone una salida afirmativa: “Valerosa trovadora, / rompamos el mito. / Cantemos juntas, desnudas de envidia, / una oda a la mujer libre”. Tras la travesía del fuego y la pérdida, emerge la afirmación del ser, la reconciliación entre cuerpo y palabra. La libertad no se alcanza negando el deseo, sino abrazándolo con lucidez. La seducción de Venus aprovecha una poética de la transgresión y la conciencia. Redondo y Santiago exploran la zona donde el placer y la muerte se tocan, donde el cuerpo se convierte en lenguaje y el lenguaje en cuerpo. El erotismo, en su escritura, es una forma de conocimiento extremo: una ceremonia que desvela la condición trágica —y también luminosa— del deseo humano.