En la convención del Partido Popular Europeo de Dublín,
delante de mandatarios como Angela Merkel o Mariano Rajoy, apareció el cantante
de U2, Bono. En su intervención pedía
más apoyo para España en las instituciones europeas a la vez que daba un
pequeño tirón de orejas al presidente español a cuenta de los recortes. La
pregunta que muchos se hacen es, ¿qué tiene que ver este señor con la política
europea? Bono ha sido siempre un carismático líder de una banda de rock, que
además ha estado involucrado tradicionalmente en cuestiones políticas, sociales
y ecológicas. Se ha entrevistado con líderes mundiales de diferentes materias y
ha hecho campaña a favor de numerosísimas causas. Es, desde luego, una persona
comprometida. Quizás comprometida hasta la caricatura. Pero, ¿qué le hace
merecedor de nuestra atención? Su carisma y su fama, ¿le dan conocimiento, le
otorgan criterio, le confieren sabiduría? Una cosa es que ser una persona
célebre pueda ayudar a dar visibilidad a una causa y otra, un tanto distinta,
que por el mismo hecho de ser una persona famosa, disfrutes de una credibilidad
y una autoridad que no te has ganado.
No estoy queriendo decir con esto zapatero, a tus zapatos, y
que los artistas de cine no puedan opinar sobre otra cosa que su oficio; que
los cantantes sólo hablen de canciones y que los novelistas se ciñan al
argumento de sus narraciones. Mucho más lejos de mi intención reducir el
espacio de la opinión pública a los expertos académicos, a los intelectuales
orgánicos o sin organizar. Lo que cuestiono es la auctoritas de las celebridades.
Los pensadores clásicos distinguían el poder (potestas), de la violencia (imperium) de la fuerza del conocimiento,
a la que llamaban auctoritas. Incluso
hoy decimos de cierto catedrático de medicina que es una autoridad en la
materia, aunque vivamos en el mundo de los expertos y de la comunicación
audiovisual que no da tiempo a reflexiones pausadas hijas de la experiencia de
la vida. La autoridad es la fuerza que da saber de algo, e impregna de
sabiduría las explicaciones que se ofrecen, da un halo de credibilidad a lo que
no se demuestra explícitamente en el discurso. En estos días inciertos,
aparecer en los medios confiere autoridad. Acabamos por asumir que el discurso
de actores, cantantes de rock, tonadilleras, presentadores de televisión… tiene
más fuerza, más veracidad, más realidad, que si nos lo ofrecieran sesudas
explicaciones, pruebas constatables, deducciones irrefutables.
Esto, por supuesto, es utilizado como propaganda. Los
distintos partidos políticos hacen alarde de estos artistas que les apoyan,
sabedores de que la empatía con una canción pegadiza, una película impactante o
una sonrisa irónica, van a arrastrar, o al menos inclinar, a un electorado
indeciso, y, sobre todo, van a ayudar a cerrar filas a los votantes
convencidos. El caso nos sorprendería si no estuviéramos tan acostumbrados.
Muchos cantantes acostumbran en el extranjero a participar
en coloquios y tertulias, tienen asumido su participación en campañas de
concienciación en diversas causas. Y no sólo los combativos Paul Weller (The Jam, The Style Council), o Billy Bragg, muchos otros aparecen en los
medios como intelectuales todoterreno: Bono, Neil Hannon de The Divine Comedy; Morrissey de The Smiths; Bob Geldof… Ahora bien, el
papel que tienen los cantantes en el ámbito británico es asumido en nuestro
país mayormente por actores. La época de los cantautores pasó en los ochenta.
Si bien es verdad que siempre han estado ahí Ana Belén y Víctor Manuel, Joan
Manuel Serrat, Pedro Guerra o Ismael Serrano…, el tirón lo tienen los Bardem,
Guillermo Toledo, Juan Echanove, Alberto Sanjuán…
Su momento de gloria fue cuando encabezaron la reacción ante
la Guerra del Golfo. Daba entonces la impresión de que por el hecho de ser
caras conocidas, su mensaje era más real, que tenían razón. Y la reacción del
gobierno de Aznar, los seguidores del Partido Popular, los comentaristas de
derecha y los medios más reaccionarios acabaron por darles la razón. Criticaban
–y siguen criticándoles- que sólo acuden a manifestaciones cuando las medidas
las toma el Partido Popular y que callan cuando gobierna el PSOE. Es injusto.
Fue en la gala de los Goya cuando José Luis Borau, entonces presidente de la
Academia de Cine, en su discurso terminó alzando las manos blancas contra la
barbarie de ETA.
Eran tiempos en los que daba la impresión que si no tiraban
ellos del carro, no se tomaba conciencia de los problemas de la inmigración,
del Sáhara, de la miseria, del Tercer Mundo… Mucha gente de cine ha estado
implicada directamente en estas causas. Javier Bardem o Fernando León de Aranoa
están incuestionablemente acreditados para hablar sobre temas sobre los que han
trabajado, no sólo como cineastas, sino como activistas a ras de suelo.
Esta situación, unida a la ausencia de visibilidad de otro
tipo de intelectuales en los medios españoles –aquí se prefiere a gritadores de
tertulia-, les ha conferido la autoridad. Pero, ¿tiene sentido que escuchemos a
Terele Pávez, estupenda actriz, hablando de política? ¿Tiene Concha Velasco un
discurso válido que analice la situación social del país? ¿Puede Almodóvar
ofrecer soluciones a los problemas económicos? Francamente, creo que existe la
misma posibilidad de encontrar respuestas en una cafetería con los amigos. Su
palabra no tendrá más valor. Podrá tener más repercusión, pero la razón
tendremos que comprobarlas después de analizar con ojo crítico su discurso, no
antes.
No debemos endiosar a estos artistas. Podremos reconocer su
trabajo, y podremos admirarnos cuando los escuchemos hablar con lucidez sobre
tal o cual asunto. Podremos incluso seguirlos con atención porque sus ideas son
interesantes, porque acostumbren a ser sinceros y críticos. Entonces, y sólo
entonces confiaremos en ellos, como confiamos en ese amigo nuestro que siempre
parece ir más allá cuando se habla de cualquier tema.
Creo que Jordi Évole ha caído en esa trampa. Su propuesta “Operación Palace” me pareció
absolutamente genial y no ha dejado de sorprenderme las críticas que ha
recibido. De la derecha no me extrañan, pero he oído y leído en redes sociales
y en prensa críticas muy duras desde el otro lado. Al principio, las redes
sociales no sabían qué opinar. Luego le acusaron de haber desperdiciado la
oportunidad de hacer el documental definitivo sobre el golpe de estado del 23F, de trivializar el asunto, de
bromear con algo muy serio. Con esto último no estoy de acuerdo. Una de las
críticas más feroces al fascismo la hizo Chaplin cuando creó El Gran Dictador.
Pero sobre todo, creo que Jordi Évole estaba en su derecho
de hacer el programa que le diera la gana. No es un catedrático de historia o
de políticas que anuncie la obra definitiva sobre el 23F, es un entertainer
que anunciaba desde las promo, que
iba a “contar una mentira para decir una verdad”. Se debía estar al tanto de
que era una ficción, “para contar una verdad”. Y como Orson Welles en La Guerra de los Mundos, lo iba
anunciando. No podemos acusarle de engañar al público. Un mecanismo parecido
–ficción sobre realidad- es el que utilizó Javier Cercas para hablar también
del Golpe de Estado. ¿Por qué habría de exigírsele a Jordi Évole un tratamiento
serio? ¿Es que se ha convertido en el adalid de la crítica y la denuncia? El
estupendísimo trabajo que ha ido haciendo en Salvados lo ha convertido en un referente, pero hay quienes parece
que han querido ver en él un gurú y se han sentido traicionados. No creo que
haya sido culpa del programa, más bien de las expectativas de algunos
seguidores.
De todas formas, sigue siendo más que preocupante que los
programas informativos más serios sean los que hacen humor, como el propio Salvados o El Intermedio.
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