En una de esas imágenes que
circulan por las redes sociales han montado una fotografía de Karl Marx
diciendo, “¿Crisis, qué crisis? Se llama CA-PI-TA-LIS-MO”. En el fondo tiene
razón, este sistema no funciona. No funciona. Nos venden que la ley de la oferta
y la demanda es la mejor manera de redistribuir bienes y servicios y que los
precios se consiguen equilibrar de una manera casi mágica en su punto óptimo.
Nos dicen que cualquier intervención –del Estado, de los sindicatos- desvía de
su recto camino el funcionamiento económico.
No me estoy refiriendo a las
desvergonzadas teorías que hablan de que los ricos deben hacerse más ricos para
que el dinero, como si fuera agua, se derrame hacia abajo a los menos
desvaforecidos. Tampoco me refiero a esos “sinvergüenzas” de medio pelo que se
enriquecen obscenamente como el que retrata Scorsese en El lobo de Wall Street. No quiero tampoco ser el apocalíptico
marxista tipo abuelo Cebolleta. Más que una reflexión teórica completa, de
análisis pormenorizado de las tendencias económicas, sociales y políticas,
quiero hacer patente algo que debería ser muy evidente, pero no lo es.
El capitalismo como sistema no
funciona, empobrece a las personas socialmente más vulnerables y en general
envilece moralmente. Voy a poner sólo dos ejemplos que me vienen a la mente con
asiduidad: la industria farmacéutica y el sector eléctrico español. En teoría
las necesidades humanas son cubiertas por la actividad económica. Esta
actividad se pone en marcha cuando cualquiera olfatea la posibilidad de ganar
dinero satisfaciéndolas. Su motivación, nos repiten, no es ser filántropos,
sino ser ricos. Son, somos egoístas inteligentes. Si alguien necesita pan,
vendemos pan; si alguien quiere tabaco, vendemos tabaco; si alguien necesita
asesoramiento, vendemos asesoramiento. En realidad parece que da igual si somos
los que montamos la empresa o somos los trabajadores, nos necesitamos
mutuamente, los del lado de la demanda (compradores, usuarios, pacientes) y los
de la oferta (empresarios, patronos, obreros, trabajadores todos). Si esto
fuera realmente así no veríamos muchísimas necesidades vitales sin cubrir.
La industria farmacéutica
dedica una cantidad ingente de investigación y financiación a nuevos
medicamentos anti-edad, anti-obesidad, anti-colesterol y deja sin investigar
cosas mucho más urgentes. Alguno podría pensar que hablo de las enfermedades
raras, que afectan a muy pocas personas y que en términos globales no tienen
una incidencia grave –en términos globales, porque en términos personales, hablamos
de vida o muerte-. Pero no hablo sólo de esas enfermedades, hablo de una vacuna
contra la malaria, que mata todos los años a veinte millones de niños. ¿Por qué
no se investiga? Porque no es rentable, siempre saldrá mucho más negocio de
vender adelgazantes al primer mundo que vacuna contra la malaria a unos países
que a duras penas podrían pagarlos.
Los tratamientos retrovirales
para el sida son también prueba de que el sistema no funciona. El medicamento
está disponible, su fabricación no es excesivamente cara, pero el sistema de
patentes impide que pueda llegar a miles de africanos. No tienen dinero para
comprar, aunque sí que lo tienen para pagar armas en conflictos armados creados
artificialmente.
De acuerdo, la industria
farmacéutica no es una ONG, busca sus beneficios para conseguir financiación de
sus inversores. Y entonces yo me pregunto si esto debería ser así. Si no
deberíamos arrebatar de las garras de estos imperios este negocio.
El tamiflu fue el medicamento que nos iba a librar de la epidemia de
la gripe A. Curiosamente uno de los mayores accionistas era Donald Rumsfeld,
exsecretario de Estado de los Estados Unidos. Los países compraron millones de
dosis e incluso hubo críticas porque no se había adquirido suficiente para toda
la población. Ahora ese medicamento se está caducando en los almacenes. Se
demuestra, se debería demostrar que la industria –farmacéutica en este caso-
influye poderosamente en los gobiernos, no sólo por la actividad de los lobbies de presión, también por
conveniencia personal directa.
De esa conveniencia también
sabemos en España cuando hablamos de las eléctricas. Aznar, González y muchos
otros exministros y cargos públicos han entrado en los consejos de
administración de las distintas compañías. Y como estamos comprobando, la
reforma, las reformas del sistema energético no hacen sino enriquecerlas más y
más.
Teóricamente el precio de un
producto depende de su demanda, es decir, cuanta más gente quiera ese producto
más subirá el precio. Sin embargo, con la crisis el gasto de energía ha ido
bajando a niveles de casi una década mientras que el precio de la energía va
subiendo y subiendo. Para colmo, la última va a subir el tramo de potencia para
que paguemos más aunque consumamos menos ¿Cómo es esto posible?
De nuevo en la teoría, la mejor
manera de acercar a productores y consumidores es una subasta. Y así
efectivamente se compra la energía en España, con subastas. Sin embargo, la
mecánica es tan compleja, que difícilmente nos podremos hacer una idea de cómo
funciona. En conclusión sólo sacamos que la electricidad aumenta en cada
ocasión. La de principios de años fue escandalosa. Tan escandalosa que el
gobierno ha tenido que maquillarla.
No es cuestión de analizar la
factura energética, ni los mecanismos que han conseguido que tengamos que pagar
la deuda, ni los castigos a las renovables, lo que pongo en cuestión es la
falsedad de un sistema económico que iba a redistribuir a través del mecanismo
del mercado. Un mercado que se basa en el precio. En el mercado eléctrico nunca
sabremos cuánto vale crear la energía, a cuánto sale el kilovatio/hora. Esa no
es la cuestión, como no lo era con el medicamento, la cuestión es cómo se
consigue vender.
Estos son sólo dos ejemplos,
cualquier sitio donde miremos encontraremos esta manera de funcionar. Los
medicamentos, la energía, la leche, las armas, los ordenadores, la sanidad…
todo el sistema consiste en gastar y gastar cuanto sea posible, recibiendo lo
menos posible a cambio. La excusa es la libertad de comercio, de contratación y
producción, vendiéndonos que es la mejor manera y cualquier manipulación que
intentemos realizar sólo empeoraría la situación. Asociaciones de consumidores,
regulación estatal, sindicatos, opinión pública sólo entorpecen el glorioso
funcionamiento del mercado.
El precio no tiene nada que ver
con la fabricación del producto sino con cuánto estamos dispuestos a pagar, o
mejor, a cuánto nos pueden obligar a comprar. Este es un sistema mafioso que
obliga a comprar, que crea las necesidades, que crea los cauces, que crea los
mecanismos, violentos si es necesario, para no perder nunca.
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