La
magnífica película Kirikú y la Bruja,
dirigida por Michel Ocelot, está basada en leyendas del África oriental. Está protagonizada
por un niño muy inteligente que nació en una aldea atemorizada por una Bruja
que convierte a los hombres en fetiches. Preguntaba el valiente Kirikú a su
sabia madre por qué la bruja era mala. Ella le hizo notar que otras personas
también son malas. El pequeño Kirikú insistió. Es más mala. La madre le
corrige. No, tiene más poder.
Son
palabras con mucha sabiduría las que se escuchan en una película de dibujos
animados. La enseñanza que subyace es que todos somos iguales en bondad y
maldad, lo que nos hace más peligrosos y dañinos es la posición que ocupamos.
Más poder, más capacidad de hacer el mal. Cualquiera, con ese poder, sería
igualmente perverso.
Todos
tienen un precio. Una sentencia como esta parece reflejar el alma humana como
pocas. Hasta la muerte tenía su precio. Sin embargo, las cosas más evidentes
son las que más desazón me producen. Instintivamente no lo creo, no creo que
todos se vendan, que todos hagamos las cosas buscando un interés. Creo que
quienes dicen que todos tienen un precio son quienes sí lo tienen.
Por el
contrario, yo creo que el hombre es a la vez bueno y malo, algo divino y algo
perverso. La sociedad concreta en la que vivimos, las culturas que nos han
conformado a lo largo de nuestra historia pueden hacernos peores o pueden
hacernos mejores, sacar, como dijo Lincoln y recogió Steven Pinker, the better angels of our nature, los
mejores ángeles de nuestra naturaleza. De la cultura depende que saquemos uno u
otro.
En la
cultura clásica podemos recordar a Pico della Mirandola y su Discurso sobre la dignidad del hombre. En
este discurso el gran humanista imaginaba lo que Dios dijo a Adán:
"No te he dado una forma, ni una función
específica, a ti, Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees.
La naturaleza de las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi deseo. Pero tú
no tendrás límites. Tú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu
libre albedrío. Te colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más
fácil dominar tus alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la
tierra, ni del cielo. De tal manera, que podrás transformarte a ti mismo en lo que
desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia como si fueras una
bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma,
entre los más altos espíritus, aquellos que son divinos.”
Pico
della Mirandola puso su bellísimo y conmovedor acento en la elección del
Hombre, quizás entendiendo que cada hombre es el Hombre. Olvidaba quizás
(¡ay!), que hay hombres –y circunstancias–
que obligan –inclinant, non
trahunt– a otros hombres. Obligan a ser malos (como los nazis obligaban a
los propios judíos a ser sus carceleros y a decidir quiénes se dirigirían a los
campos de concentración), a tener un precio (los capitalistas que valoran a las
personas por lo que se les paga), confundiendo, como el necio, valor con
precio. Por eso pueden decir sin que se les caiga la cara de vergüenza que los
que no trabajan no sirven para nada.
Habrá
hombres beatíficos siempre, igual que habrá genéticamente perversos e
interesados, pero la mayoría, me temo, somos los tibios a los que expulsan de
la boca de dios. Nos encierran a pensar que somos malos, egoístas,
derrochadores, contaminadores, que sólo hacemos las cosas por dinero, o
buscando un interés.
En la
antropología cotidiana que lucha por imperar, todos somos egoístas, todos
buscamos nuestro propio beneficio. Unos identifican ese beneficio con las
riquezas y se lanzan a conseguirlas confundiendo el medio para satisfacer las
necesidades con el fin. El hombre puede ser, en el mejor de los casos, un
egoísta inteligente que intenta llevarse bien y colaborar con los demás para
evitar males mayores.
Pero
no, hay momentos en los que somos buenos, personalmente pienso que son lo más,
y otros momentos mostrarnos una mezquindad ruin. Muchísimos ejemplos he puesto
en estas páginas, desde los hinchas de un equipo a los seguidores de una
imagen, a los voluntarios en desastres o a los que practican un hobby en su
casa sin que prácticamente nadie lo sepa.
Hay una
versión más perversa aún. Cuando se quiere negar la bondad de las personas y
negar su capacidad para vivir juntos se insiste en que cada acción, por muy
altruista que parezca, redunda en una satisfacción propia. No hacemos, pues,
las cosas por los demás, las hacemos para sentirnos bien. En el fondo. todos
somos egoístas, lo que pasa es que los Pujol tienen más poder, los dueños de
las grandes corporaciones tienen más poder, los israelíes tienen un ejército
con más poder.
Y no, Michael
Seidman, no Friedrich Hayek, no, Steven Pinker, no somos así de egoístas. Nos
enfrentan unos con otros, nos separan, azuzan nuestras triviales diferencias,
abonan el narcisismo para enterrar muy dentro nuestra bondad y así parecer, así
hacernos parecer que somos igual de rapaces que ellos, igual de contaminadores,
igual de corruptos, como si esa fuera nuestra verdadera naturaleza. No, es la
suya, la de los sobres, la corrupción y las mentiras. Igualan el humo de un
coche con el de una fábrica, una chapuza de 50 euros que se cobra sin IVA con
un soborno de cinco millones. Y no, no es lo mismo un empujón por la calle que
un asesinato premeditado de millones de personas.
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