La
actualidad trabaja tan deprisa que es difícil poner orden en las ideas que uno
acaba por tener sobre los temas. Me parece formidable la capacidad de los
tertulianos de pontificar con tantísima convicción sobre tantísimos asuntos. Yo
soy más lento en las digestiones. Y cuando acabo por aclararme sobre un aspecto
de la realidad, aparecen miles de problemas mucho más urgentes. Por esto y por
otras razones más personales acabo ahora reflexionando sobre el proceso
alrededor de la independencia de Cataluña, o de Escocia.
Reconozco
que no soy ajeno al debate nacionalista. Pienso que una administración
descentralizada parece una solución aceptable. La cuestión es el espíritu de
nación, de pueblo, de un nosotros frente a un ellos. También tengo que reconocer
que me costó trabajo encajar el nacionalismo dentro de unas líneas básicas de
tendencias políticas para explicar en clase a alumnos de instituto. Desde la
transición parece que el nacionalismo cuenta con el beneplácito de un sector
progre, por lo que parecería que el nacionalismo es patrimonio de la izquierda.
Pero los partidos básicos del nacionalismo (por ejemplo, PNV o CiU) han sido de
un conservadurismo claro. También estaban por ahí otros como el PSA, Esquerra o
la llamada izquierda abertzale y cierta tradición leninista que entroncaba con
el derecho de las nacionalidades. Para terminar de embrollar la cuestión
teníamos a un sector de la derecha que proclama a boca llena que los pueblos no
son sujetos de derecho, sólo las personas –físicas o jurídicas, para liarla
más. Y muchos de estos movimientos abogan por superar la distinción
izquierda/derecha. Recordemos a Cambó cuando se preguntaba, “¿monarquía? ¿república?
¡Cataluña!”. Si, por decirlo grosso modo,
la derecha hace hincapié en la libertad y la izquierda en la igualdad, ¿de qué
pie cojean los nacionalistas? ¿Quién sale beneficiado del nacionalismo?
Dejando
momentáneamente a un lado la cuestión emocional, hay que reconocer que abrir la
brecha catalanes/españoles hace obviar una mucho más esencial, la brecha de
clase. Cuando se hace explícito el balance fiscal, algunos catalanes se
enfurecen porque su tierra aporta más de lo que recibe. Dejando aparte la
imposibilidad ontológica de que todos los territorios recibieran más de lo que
aportasen –eso sólo sucede en las aulas de bachillerato, donde todos los
alumnos dicen estar por encima de la media-; digo, dejando aparte esto, si
Cataluña aporta más al PIB no es por capricho, sino porque ahí viven las más
grandes fortunas, o al menos, la renta media más alta. Por decir algo. Me
pregunto algunas veces si un obrero de una planta de automóviles de Sabadell es
muy diferente de su primo que quedó en Extremadura, si nos iguala más la condición
socioeconómica que la lingüística. En demasiadas ocasiones tengo la impresión
de que la cháchara nacionalista quiere, entre otras cosas, servir a varios
amos, y uno de ellos es la burguesía de negocios más o menos declarados, que la
utiliza para distraer las solidaridades de clase. El enemigo es el jornalero
andaluz que chupa del bote y no el ilustre, aunque ya no tan honorable, que
patrocina desde su banca los negocios de los grandes industriales y para colmo
recibe herencias insospechadas y tendentes al olvido.
La
diferencia entre el nacionalismo españolista, como le llaman, y el periférico,
como también le llaman, sería simplemente de distancia social al resorte del
poder. Si tienes contactos con Madrid y te solucionan los problemas del
ministerio, no te pide el cuerpo ser catalanista. Si sólo llega tu agenda a
Barcelona, te envuelves en la senyera.
Sí, lo sé, soy de un simplismo que asusto.
De
todas formas muy necio habría que ser para negar el sentimiento auténtico de
pertenencia a una nación. Ese no-sé-qué que nos hace vibrar cuando gana tu
selección, ves tu bandera estando fuera de tu patria, se te eriza la piel con
el himno. Luis Castro Nogueira insistía en los factores bio-psico-sociales que
permiten ese tipo de comunión mística que pasa del yo al nosotros. No podemos
achacarlo todo a una falsa conciencia, a un engaño colectivo, a una
manipulación de masas. No todo son movimientos sociales, nos enseñó. Obviamente
debe existir un mecanismo genético para hacernos susceptibles a esa tendencia.
Las leyes de la imitación fueron ya intuidas por el gran sociólogo Gabriel
Tarde y han sido aplicadas a este y otros muchos contextos por el equipo de los
hermanos Castro Nogueira y Miguel Ángel Toro. Evolutivamente los seres humanos
adquirimos ventaja a través del aprendizaje assessor
(de aconsejar), que nos hace susceptibles de recibir como recompensa la
aprobación o reprobación de nuestros semejantes. Así formamos burbujas de sinneontes (los que respiran juntos),
respirando el mismo aire, a veces viciado, a veces gas de la risa, a veces
explosivo.
La
cuestión aquí es analizar, ya que tenemos claro que nuestro cableado neuronal lo
acepta, cómo se desarrollan estos movimientos de solidaridad e identificación intra-grupales.
Debería ser importante señalar que estos movimientos surgen en un momento
histórico determinado y cómo la dialéctica entre el Estado-nación sirve tanto
para unificar como para disgregar a partir de referencias un tanto casuales a
diferentes elementos que sirven de identificación. En algunos casos será la
lengua, en otros, la religión, en otros, parece como si fueran probando hasta
que dan con un elemento que ilusiona a los lugareños. El resentimiento también
suele aparecer aparejado con un orgullo a veces soberbio sobre el terruño.
Me
sigue pareciendo notable que se vaya creando una solidaridad entre los hombres
a partir del amor a un territorio, cómo los paisajes van creando paisanos y
acaban por crear un país. Y sorprende cuán rápidamente se pasa de hacer algo
por amor a la patria (dulce et decorum
est pro patria mori, decían antiguamente) a hacerlo por mor del que dirige
a la patria. El nacionalismo requiere grandes dosis de heroísmo y de mártires. No
podemos, pues, considerar el nacionalismo como un simple delirio –aunque gozoso
a veces–, porque además, detrás del delirio se esconde la razón –de Estado,
para más señas–.
También
es común al nacionalismo simplificar la propia definición de uno mismo,
singularizarte en un solo aspecto de tu vida, el que hace referencia a dónde
has nacido. Yo vivo en el lugar donde nací, porque además nací en mi casa, pero
me siento más identificado con músicas de miles de kilómetros (REM cantando “Stand
in the place where you are…”), me emociono con historias lejanas (Rayuela, por ejemplo), o escritas en
otras lenguas (Madame Bovary me viene
a la cabeza no sé por qué). Admiro el cine iraní, y lo digo sin querer parecer
un hipster y para nada me llama el
terruño para disfrutar de la mayoría de las sevillanas. Me dicen que hablo un
andaluz cerrado, porque no puedo hablar de otra forma (y eso que me he sacado
un B2 en inglés). No me avergüenzo de algo de lo que no soy responsable, pero
tampoco puedo sacar pecho de orgullo porque en mi pueblo nacieran dos
excelentes poetas. Quizás me sienta un extranjero en todos lados.
En
realidad, lo que hacemos es crear nuestra propia tribu, o aprovechar las que ya
existen. Unos la definen por su lengua, por sus paisajes, por su rh, otros,
simplemente, hacemos nuestra tribu más grande.
Excelente artículo, Javier. Muy curiosa la idea de atribuir el orgullo patrio a componentes genéticos.
ResponderEliminarGracias, Daniel
EliminarEs que a los sociólogos nos entra la manía de explicarlo todo en términos sociológicos, y a veces se nos olvida que somos animales. Nautra y cultura son como la base y la altura de un rectángulo. La base (la conducta, o en este caso el sentimiento nacionalista), son resultado de la interacción de ambas. No podríamos imponer culturalmente algo que biológicamente no pudiéramos asumir.
ResponderEliminarPero que maravilla de artículo, que bien encabezado y que forma de redirigirlo.- Un delicia, merece mas de una lectura.
ResponderEliminarGracias de nuevo Rosa por tus comentarios. Con lectores así da gusto.
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