Esta
semana el filósofo Fernando Broncano, entre muchos otros, ha puesto su mirada
sobre el pequeño Nicolás para interrogarse sobre la identidad narrativa. En su
exposición cita al sociólogo Pierre Bourdieu hablando sobre la distinción.
Intentaré resumir por qué me interesa ahondar en la relación del Pequeño
Nicolás y la teorización de Bourdieu sobre la distinción.
El gran
Bourdieu dedicó gran parte de sus esfuerzos a explicar cómo las condiciones
sociales en las que una persona se criaba influían, casi determinaban, los más
diversos pormenores de su vida y aficiones. Es sabido que a la clase alta le
gusta la ópera y a la clase trabajadora, el fútbol. Unos disfrutan de clubs de
campo y otros de tabernas y tascas. Si preguntamos a la clase obrera sobre la
música clásica, manifestarán su admiración por el canon de Pachelbel mientras
que las upper classes declinarán esta
pieza por considerarla demasiado popular. Es la distinción. Aquellas cosas, que
no se enseñan en la escuela, ni siquiera son enseñadas conscientemente, pero
que son aprendidas, casi por ósmosis en cada clase y la identifica. Los
procesos de socialización inducen a disfrutar de las alitas de pollo o de la
tortilla deconstruida. El gusto, demostró Bourdieu, está determinado
socialmente.
Por
supuesto que hay que contar con los procesos bio-psico-sociológicos que hacen
posible esa influencia de tus iguales. El homo
suadens del que hablamos hace unas semanas. Pero donde quiero ir a parar es
que las clases altas blindan el acceso a los intrusos. Cuentan, dice Bourdieu,
con un capital económico (empresas, acciones, puestos directivos), pero también
con un capital cultural (educación superior, manejo de los ritos y costumbres)
y un capital social. El capital social consiste en esos contactos, más o menos
difusos, que te permiten acceder a ciertas instancias, vedadas para el común de
los mortales. Estas costumbres, este saber comportarse, están interiorizadas en
lo que Bourdieu denomina habitus. No
sólo es cuestión de dinero, por eso los nuevos ricos no son aceptados. Sí es
verdad que proporcionan argumentos inmejorables para las comedias (Rústicos en Dinerolandia, o la serie Nuestros adorables Vecinos), pero no
funcionan en la práctica. Hay cierto savoir
faire, lo que normalmente se llama clase,
que sólo unos pocos tienen. Estos tipos de capital son intercambiables, el
capital cultural permite acceder a ciertos puestos, lo que se traduce en
ingresos y capital económico. El capital económico, a su vez, permite acceder a
universidades exclusivas y ponen en contacto a los vástagos de esta clase
social con puestos de becario en grandes empresas donde seguirán sus carreras
profesionales. Si alguno cae en desgracia, siempre podrá recuperarse gracia a
las amistades, que facilitarán un crédito en el banco, o un puesto subalterno
en una empresa.
Para
hacer valer esta clase, evidentemente, hay cuestiones objetivas, ciertos
blasones culturales, como la educación en un conservatorio, un colegio privado
de prestigio, un máster en los US, las vacaciones en Baqueira, los usos en el
vestir o en el decir. Es la socialización la que permite que los “o sea,
¿sabes?” conozcan a otros “o sea, ¿sabes?” y se casen entre ellos para tener a
pequeños “o sea, ¿sabes?”. La clase alta no sólo es alta porque tenga su
capital, sino porque evita por todos los medios que cualquier otro puede
acceder. Si tiene dinero, le faltará el acento, si aprende modales, le faltarán
diplomas, etcétera.[1]
El caso
del Pequeño Nicolás desafía esta lógica. Si es verdad que Fran, como parece que
le llamaban en su barrio, no poseía ningún blasón cultural, no tenía capital
social de partida, y andaba escaso de capital económico, ¿cómo llegó a codearse
con tanto desparpajo entre las clases más altas?
La
respuesta inmediata es recurrir a la españolísima figura del pícaro. Esa
persona que es capaz, por su descaro, por sus habilidades de embaucador, por un
talento descomunal de integrarse y mimetizarse debe ser un pícaro digno sucesor
de don Pablos, o de Lázaro de Tormes. Sinceramente, no lo creo, sospecho que
hay algo más.
Pero
dejemos las suspicacias y demos por buena la versión oficial. Según parece,
este chico, con cara de chico, iba acercándose de manera subrepticia pero con
naturalidad a los centros de poder. Se hacía pasar por sobrino de tal, por
miembro de cual fundación o por representante de las juventudes de tal partido.
Nadie se preguntaba nada quizás por la fascinación que conjuran los que
aparecen seguros de sí mismos, o por la simple presunción de que si estaba ahí
sería porque debía estarlo.
Por lo
visto había negociado tratos y conseguido pingües comisiones, incluso su centro
de operaciones estaba cedido por Kyril de Bulgaria. Accedía a escolta policial,
a pases e invitaciones a grandes eventos. Y lo propio de la época, conseguía
fotografías con todo el mundo que importa, grandes empresarios y hombres de
negocio, altos cargos de la política nacional y autonómica del Partido Popular.
Se cuenta incluso que negoció con el pseudo sindicato Manos Limpias, para que
retiraran la querella contra la ex infanta.
Quizás
Bourdieu tiene razón, y por eso el Pequeño Nicolás ha sido descubierto. La
clase alta al final ha detectado al intruso y lo ha expulsado. Pero lo que más
me inquieta es que haya durado, que no hubiera sido inmediatamente rechazado
cuando supuestamente intentaba infiltrarse. Ni su falta de capital simbólico ni
económico ha sido puesta en evidencia. ¿Qué quiere decir esto? Quizás es que el capital cultural de la clase
alta consiste en estos tejemanejes, que su habitus
es la corrupción. Quizás quiere decir que la clase alta no tiene clase, que no
han sido capaces de distinguir a un farsante porque ellos mismos parecen serlo.
Eso explicaría el impacto mediático de una Carmen Lomana, más cerca del
universo choni de lo que su
vestimenta y modales deja parecer.
Lo que
realmente me inquieta es que a nadie, a NADIE, pareció preocuparle que este
chaval anduviera pidiendo dinero por favores. Es un “conseguidor”, escucho por
ahí. ¿Qué clase de mundo es el de las clases pudientes en la que todo funciona
por favores? En el fondo, como llevo diciendo desde hace tiempo, El Padrino y la mafia son los cánones de
la sociedad actual. Aunque ahora nadie parezca acordarse del Pequeño Nicolás, a
nadie pareció en su momento raro, ni parece ahora raro, porque nadie lo comenta,
que se ofrezca abiertamente un contacto, una ayudita en un negocio, una
intercesión benévola ante una administración. Todos viven en un mundo corrupto,
en el que las cosas se consiguen según quién seas y a quién conozcas.
Teóricamente
el sistema es eficiente porque asigna a cada uno su posición según su talento y
esfuerzo, pero lo que en realidad parece funcionar es el soborno, el compadreo,
el chantaje y las influencias ilícitas. Y, aunque estén llenos de mierda hasta
las orejas, son ellos los que aparecen como triunfadores, como inteligentes,
despiertos, emprendedores, sabios, felices y, aunque tengan que recurrir a la cirugía,
ellos son la beautiful people. Con el
Pequeño Nicolás no sólo se ha autorretratado el chico, se han autorretratado
todos. Y no han salido precisamente guapos.
[1] Que las clases altas corten el
paso a intrusos explicaría el ascenso y caída de figurines como Mario Conde o
José María Ruiz Mateos –y eso que no partían precisamente desde cero- en el
mundo de la Banca española, controlada por unas pocas familias con nombre y
apellidos a veces bastante ilustrativos. También explicaría la estupefacción de
ambos ante su fracaso.
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