De
nuevo volvemos sobre el tema de la felicidad. Me sorprende, ahora que me toca
repasar con los alumnos las diferencias entre la Revolución Americana y la
Revolución Francesa, la aparición entre los americanos del derecho a la
búsqueda de la felicidad. Evidentemente no puede aparecer el derecho a ser feliz,
porque eso no depende de uno mismo, sino, en gran parte, de las circunstancias.
Resultaría chocante que Mariano Rajoy o Pablo Iglesias prometieran en sus
mítines que van a luchar porque todos tengamos derecho a la búsqueda de la
felicidad.
Dejemos
de lado que esa búsqueda era entendida, mayormente, como una especie de carrera
por asegurarse un sustento, unas condiciones de vida, en fin, los escalones
iniciales de la famosa pirámide de Maslow, que, bien sabemos, se consiguen con
dinero. No discutiremos de nuevo esta cuestión, porque hay una pregunta más
básica, ¿qué es la felicidad?
Tengo
en mente el estudio, patrocinado por cierta marca de bebidas refrescantes que
ahora anda a la gresca con los ERES ilegales y que se niega a readmitir a los despedidos,
y dirigido por el mediático profesor de economía que nos hizo creer que era uno
de los hombres más sabios del país. En ese estudio se concluían dos cosas, en
primer lugar que para ser feliz no basta con tener dinero, ni un buen trabajo,
ni amigos, ni sueños o aspiraciones, ni todas esas cosas que creemos
imprescindibles, es que, además, tenemos que tener el dinero suficiente, el
trabajo en el que tengamos la sensación de control, buenos amigos que nos
apoyen y nos dejen nuestro espacio, etcétera, etcétera. O sea, que si no te
falta nada y todo es de calidad, entonces serás feliz. Pues no, resulta que la
felicidad no está en conseguir lo que ansiamos, sino en la antesala de conseguir
lo que queremos. No está en el beso sino en el instante previo al beso.
Creo,
además, que hay una confusión en los conceptos, llamamos felicidad a cualquier
cosa. Somos capaces de desgranar en multitud de términos, con cientos de
matices: tristeza, melancolía, rabia, indignación, desasosiego, inquietud, ira,
dolor… Y es normal, es imprescindible saber expresar cuál es nuestro pesar para
comunicar a los demás cómo pueden ayudarnos en momentos duros, evitar una
indigestión o un hombro para llorar amores perdidos.
Con los
estados de bienestar hay una menor concreción, pero también está la felicidad,
la alegría, la euforia… Los filósofos griegos dedicaron mucho tiempo a saber
diferenciar unos de otros, porque si bien está muy claro que hay que evitar el
dolor, dependerá de nuestro objetivo la utilización de unos mecanismos u otros,
elegir un camino o quedarse quieto.
Por
ejemplo, si nuestro objetivo es competir en una disciplina olímpica, tendremos
que asegurarnos una importante cantidad de dolor, imprescindible en los
entrenamientos para conseguir la forma física necesaria. Si pretendemos, en
cambio, evitar cualquier perturbación, ni siquiera haremos el intento de ver
por televisión dichos juegos olímpicos, para que no se acelere nuestro pulso
con la emoción o nos hunda en la decepción un mal resultado.
La
felicidad es distinta si aspiramos a la alegría que si necesitamos serenidad.
Los jóvenes parecen más tendentes a identificar la felicidad con la alegría,
por eso pueden tolerar dosis muy altas de tensión con tal de conseguir la
adrenalina. Serán felices practicando deportes de riesgo, tirándose por un
puente o atravesando la campiña a toda velocidad.
Quienes
identifiquen la felicidad como el opuesto al aburrimiento y al tedio, podrán
disfrutar de paraísos artificiales, aunque luego lleguen acompañados de
resacas, de mal cuerpo y náuseas, de pérdida de neuronas y de riesgos más serios
a largo plazo. Sin embargo, entender la felicidad como la serenidad ante los
contratiempos de la vida pondrá el objetivo vital en entrenarse lo mejor
posible para que nada nos perturbe. Ni lo bueno ni lo malo alterarán nuestro
ánimo, como el tristemente famoso poema de Kipling “Si” (lo siento, desde que
Aznar dijo que era su poema favorito no hago otra cosa que encontrarle fallos).
Si la
felicidad es la euforia no se comprende la felicidad como serenidad. Y la
identificación con uno u otro extremo se aprende, se pone de moda… Y todo lo
que se pone de moda, al menos para mí, es sospechoso. Por supuesto que hay
personas más tranquilas que son felices con el dolce far niente, viviendo en la plenitud de una tumbona al
fresquito en verano y al solecito en invierno. Y hay quienes no pueden soportar
en una silla ni dos minutos y medio. Para cada uno la felicidad está en un
lugar distinto. Por eso hay diversidad de destinos en los operadores
turísticos.
Quizás
sólo sea porque la sociedad actual sólo valora la juventud, pero la felicidad
que nos venden está en el dinamismo, el cambio, la euforia. No es la imagen de
un viejecito andando tranquilo por un sendero para dirigirse a la comida
familiar. La felicidad es el goce individual, lo que nos habla también del
concepto de ser humano que constituye el canon. A partir de la juventud, todo
son minutos de descuento.
Nos
venden felicidad al comprar un dulce, al participar en un concurso, al adquirir
una vivienda o una sartén. Hay un anuncio que vende un coche cuya mejor
cualidad es la seguridad. Y para ejemplificarlo ponen a una niña pequeña
riéndose en una avioneta haciendo piruetas. La seguridad, que podría pertenecer
a la esfera de la felicidad/serenidad, no puede mostrarse más que con la
felicidad/alegría. La razón la veo clara, la felicidad como resistencia a la
adversidad no necesita de nada, al contrario, es la cualidad de ser feliz sin
nada, como los cínicos, que podían comer carne cruda y si podían evitar el
cuenco, mejor, menos ataduras. Y vender cosas necesita una felicidad del
disfrute, de nuevas sensaciones, de nuevos juegos, de innovación continua. Las
ataduras son para que no dependamos de los demás en nuestra resistencia a la
opresión, el resto está en manos del mercado. La felicidad vende. Para ser
felices hay que comprar.
Por
cierto, la niña tiene una risa nerviosa. No me pondría yo en su lugar.
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