domingo, 10 de abril de 2016

Armas al enemigo



Incluso en estos tiempos inciertos las palabras tienen un sentido y ejercen una influencia en los demás. A veces sólo somos capaces de ver la cerrazón de quienes mantienen sus ideas contra viento y marea, a pesar de que todas las pruebas y las evidencias lo desmienten. Pero incluso en esos casos, los sujetos se aferran a nuevos argumentos para dar más peso a sus opiniones, por muy absurdas que sean.
Hay otros casos en los que los opinadores, profesionales y aficionados, cuñados y compañeros de barra, quieren ser tan exquisitos en sus matices que se pasan al bando contrario. Son tantas las excepciones, las salvedades, los peros que cobran más fuerza las opiniones del adversario. Y por último están los que en el pasado han mostrado una solvencia intelectual, un prestigio incluso académico que dilapidan con opiniones prestadas, con lugares comunes y lo peor, inventan argumentarios para el enemigo. Así tenemos personajes tan del PSOE que le hacen el juego al PP, cristianos que alientan las más bajas venganzas, expertos en educación que procuran por todos los medios destrozarla. No son mejores los bárbaros que las defienden, al contrario, pero sorprende verlos luchar en el mismo bando.
No acierto a comprender si es un proceso individual en el que convergen muchos, o si es una característica que se adquiere con la edad, o es el signo de estos tiempos. Hay un refrán bastante cínico que establecía la juventud como el momento para ser revolucionario y la madurez como símbolo de la sensatez y el interés por el dinero. Revolucionarios como semillas de futuros conservadores. Con razón recomendaba don Juan de Mairena que los revolucionarios no renegaran de aquellos polvos porque de ahí llegaron estos lodos, y que los conservadores no protestaran tanto de las novedades, que son hijas de aquellos añorados polvos.
No sé si, como señala con acidez en La desfachatez intelectual, es cuestión del poso de la Transición y el establecimiento de una serie de figurones que tienen en su armario los uniformes del ejército rojo y ahora proclaman su adhesión al credo liberal.
También imagino que es cuestión personal de muchos que no tienen apego a ningún cargo ni prebenda porque no la tienen, ni son tan mayores como para añorar los tiempos mozos. A veces son imaginativos en sus explicaciones, pero, mucho me temo, son simples ecos de lo que las tertulias, los artículos de opinión, el zeitgeist les dicta. Pero el caso es que les llega al corazón y les parece razonable.
Pongamos por ejemplo la conversión a la OTAN que sufrieron muchos socialistas cuando el PSOE llegó al poder, con la cantidad de antimilitaristas que poblaban sus filas. Una transformación parecida les hizo mudar la piel de la socialdemocracia, que consagraba al Estado el papel de regulador de la economía, de reductor de desigualdades, al orgulloso púlpito de la recompensa al trabajo y al esfuerzo digna del Weber más estoicamente protestante. Cada uno tiene lo que se merece y los que no quieren acaban en los poblados de chabolas, no progresan, se condenan a sí mismos, se aprovechan del Estado, de las ayudas y de las ONGs. No podemos permitirnos tales parásitos, mientras justificamos la contabilidad creativa, la evasión de impuestos y el aprovechamiento general de quienes tienen mucho de los recursos del Estado.
Un campo también muy peligroso es el que, a menudo para hacerse los graciosos, o los rebeldes, los librepensantes, los gamberros, acaban dando argumentos al machismo más rancio. Series de televisión que provocadoramente degradan a la mujer, chistes en los que se perpetúan los roles y la violencia hacia ella se acompañan de académicos que se preocupan más de la redundancia del lenguaje inclusivo que de los peligros de la violencia machista. Muy rápidos andan ellos para recriminar el uso de modismos como “ciudadanos y ciudadanas”, y muy lentos para excomulgar términos como feminazi (concepto contradictorio donde los haya, porque los acólitos de Hitler recluían a la mujer al cuidado de los hijos –kínder–, la cocina –küche– y la iglesia –kirche–).
Gloriosos demócratas imponen sus ideas a través de leyes mordaza y se ven respaldados por muchos filósofos de taberna de acuerdo con que a los policías hay que respaldarlos y las leyes están para cumplirlas. Salvadores de la libertad individual que reclaman sacrificios a todos en aras del bien supremo del país, “a la realización de esa tarea habrán de plegarse inexorablemente los intereses de los individuos, de los grupos y de las clases”[1]. Llegan también los revolucionarios que añoran el pasado y a los que cualquier innovación les parece poco menos que un sacrilegio.
¿Y por qué no hablar de los defensores de la educación pública que no hacen más que denigrarla? Con sus palabras, con su dejadez, llevando a sus niños a centros privados, echando sólo tierra encima sin valorar el trabajo que se hace en las circunstancias en las que se hace. Estoy en contra del corporativismo, pero tan cierto es una cosa censurable como la otra encomiable.
Todos ellos discuten con pasión, repiten las instrucciones que no creen haber recibido. ¿En qué se nota? En que, a veces, utilizan unas deducciones en el lugar que no les corresponde. Denuncian las causas de unos males que pertenecen a otros.
El problema es que gracias a la fuerza de ciertos intransigentes, apoyados por estos numerosos seres contradictorios, se convierte en hegemonía lo que no debería ser más que la pataleta propia de minorías radicalizadas, desplazando el término medio hacia posiciones absurdas de partida. Absurdos como judíos nazis, afroamericanos del Ku-Kux-Klan, miembros de la clase trabajadora que justifican la política de las multinacionales, emigrantes que votan a Donald Trump, demócratas radicales que convierten el partido en un aparato de guerra para ganar las elecciones, católicos a favor de la pena de muerte.
Si creemos en la bondad de las personas y la belleza del mundo, no nos empeñemos en resaltar lo horrendo de los psicópatas. Es normal tener algo de contradictorio uno mismo, ser incoherente entra dentro de lo sano. Temibles son aquellos justos que se creen con una misión de la que no cuestionan ni el fin ni los medios. No digo tampoco que silenciemos las críticas internas para dar una imagen de homogeneidad frente al rival, sobre todo si abanderamos el derecho a la diferencia y a disentir de la mayoría, pero habrá que saber con quién se habla y de qué manera para que no acabemos ayudando a justificar asesinatos, deportaciones, pobreza y nos pongamos nosotros mismos la soga al cuello.


[1] Aunque no lo parezca, es el punto primero de los 24 puntos de Falange Española, la de José Antonio Primo de Rivera

No hay comentarios:

Publicar un comentario