Incluso
en estos tiempos inciertos las palabras tienen un sentido y ejercen una influencia
en los demás. A veces sólo somos capaces de ver la cerrazón de quienes
mantienen sus ideas contra viento y marea, a pesar de que todas las pruebas y
las evidencias lo desmienten. Pero incluso en esos casos, los sujetos se
aferran a nuevos argumentos para dar más peso a sus opiniones, por muy absurdas
que sean.
Hay
otros casos en los que los opinadores, profesionales y aficionados, cuñados y
compañeros de barra, quieren ser tan exquisitos en sus matices que se pasan al
bando contrario. Son tantas las excepciones, las salvedades, los peros que
cobran más fuerza las opiniones del adversario. Y por último están los que en
el pasado han mostrado una solvencia intelectual, un prestigio incluso
académico que dilapidan con opiniones prestadas, con lugares comunes y lo peor,
inventan argumentarios para el enemigo. Así tenemos personajes tan del PSOE que
le hacen el juego al PP, cristianos que alientan las más bajas venganzas,
expertos en educación que procuran por todos los medios destrozarla. No son
mejores los bárbaros que las defienden, al contrario, pero sorprende verlos
luchar en el mismo bando.
No
acierto a comprender si es un proceso individual en el que convergen muchos, o
si es una característica que se adquiere con la edad, o es el signo de estos
tiempos. Hay un refrán bastante cínico que establecía la juventud como el
momento para ser revolucionario y la madurez como símbolo de la sensatez y el
interés por el dinero. Revolucionarios como semillas de futuros conservadores.
Con razón recomendaba don Juan de Mairena que los revolucionarios no renegaran
de aquellos polvos porque de ahí llegaron estos lodos, y que los conservadores
no protestaran tanto de las novedades, que son hijas de aquellos añorados polvos.
No sé
si, como señala con acidez en La desfachatez intelectual, es cuestión del poso
de la Transición y el establecimiento de una serie de figurones que tienen en
su armario los uniformes del ejército rojo y ahora proclaman su adhesión al
credo liberal.
También
imagino que es cuestión personal de muchos que no tienen apego a ningún cargo
ni prebenda porque no la tienen, ni son tan mayores como para añorar los
tiempos mozos. A veces son imaginativos en sus explicaciones, pero, mucho me
temo, son simples ecos de lo que las tertulias, los artículos de opinión, el zeitgeist les dicta. Pero el caso es que
les llega al corazón y les parece razonable.
Pongamos
por ejemplo la conversión a la OTAN que sufrieron muchos socialistas cuando el
PSOE llegó al poder, con la cantidad de antimilitaristas que poblaban sus
filas. Una transformación parecida les hizo mudar la piel de la
socialdemocracia, que consagraba al Estado el papel de regulador de la
economía, de reductor de desigualdades, al orgulloso púlpito de la recompensa
al trabajo y al esfuerzo digna del Weber más estoicamente protestante. Cada uno
tiene lo que se merece y los que no quieren acaban en los poblados de chabolas,
no progresan, se condenan a sí mismos, se aprovechan del Estado, de las ayudas
y de las ONGs. No podemos permitirnos tales parásitos, mientras justificamos la
contabilidad creativa, la evasión de impuestos y el aprovechamiento general de
quienes tienen mucho de los recursos del Estado.
Un
campo también muy peligroso es el que, a menudo para hacerse los graciosos, o
los rebeldes, los librepensantes, los gamberros, acaban dando argumentos al
machismo más rancio. Series de televisión que provocadoramente degradan a la
mujer, chistes en los que se perpetúan los roles y la violencia hacia ella se
acompañan de académicos que se preocupan más de la redundancia del lenguaje
inclusivo que de los peligros de la violencia machista. Muy rápidos andan ellos
para recriminar el uso de modismos como “ciudadanos y ciudadanas”, y muy lentos
para excomulgar términos como feminazi
(concepto contradictorio donde los haya, porque los acólitos de Hitler recluían
a la mujer al cuidado de los hijos –kínder–, la cocina –küche– y la iglesia –kirche–).
Gloriosos
demócratas imponen sus ideas a través de leyes mordaza y se ven respaldados por
muchos filósofos de taberna de acuerdo con que a los policías hay que
respaldarlos y las leyes están para cumplirlas. Salvadores de la libertad
individual que reclaman sacrificios a todos en aras del bien supremo del país, “a
la realización de esa tarea habrán de plegarse inexorablemente los intereses de
los individuos, de los grupos y de las clases”[1].
Llegan también los revolucionarios que añoran el pasado y a los que cualquier
innovación les parece poco menos que un sacrilegio.
¿Y por
qué no hablar de los defensores de la educación pública que no hacen más que
denigrarla? Con sus palabras, con su dejadez, llevando a sus niños a centros
privados, echando sólo tierra encima sin valorar el trabajo que se hace en las
circunstancias en las que se hace. Estoy en contra del corporativismo, pero tan
cierto es una cosa censurable como la otra encomiable.
Todos
ellos discuten con pasión, repiten las instrucciones que no creen haber
recibido. ¿En qué se nota? En que, a veces, utilizan unas deducciones en el
lugar que no les corresponde. Denuncian las causas de unos males que pertenecen
a otros.
El
problema es que gracias a la fuerza de ciertos intransigentes, apoyados por
estos numerosos seres contradictorios, se convierte en hegemonía lo que no
debería ser más que la pataleta propia de minorías radicalizadas, desplazando
el término medio hacia posiciones absurdas de partida. Absurdos como judíos
nazis, afroamericanos del Ku-Kux-Klan, miembros de la clase trabajadora que
justifican la política de las multinacionales, emigrantes que votan a Donald
Trump, demócratas radicales que convierten el partido en un aparato de guerra
para ganar las elecciones, católicos a favor de la pena de muerte.
Si
creemos en la bondad de las personas y la belleza del mundo, no nos empeñemos
en resaltar lo horrendo de los psicópatas. Es normal tener algo de
contradictorio uno mismo, ser incoherente entra dentro de lo sano. Temibles son
aquellos justos que se creen con una misión de la que no cuestionan ni el fin
ni los medios. No digo tampoco que silenciemos las críticas internas para dar
una imagen de homogeneidad frente al rival, sobre todo si abanderamos el
derecho a la diferencia y a disentir de la mayoría, pero habrá que saber con
quién se habla y de qué manera para que no acabemos ayudando a justificar
asesinatos, deportaciones, pobreza y nos pongamos nosotros mismos la soga al
cuello.
[1] Aunque no lo parezca, es el
punto primero de los 24 puntos de Falange Española, la de José Antonio Primo de
Rivera
No hay comentarios:
Publicar un comentario