El
lenguaje es un arma poderosa, nos sirve para entendernos y para
malinterpretarnos, para decir la verdad y para mentir, como bien decía el gran
Umberto Eco. A menudo he reflexionado sobre esta vieja hembra engañadora que, como la flecha de Aristóteles y la
paloma de Kant, entorpece a la vez que permite a los hombres comunicarse. La
relación entre el lenguaje y el pensamiento también está probada aunque no
lleguemos a aceptar en su integridad la hipótesis Sapir-Wolf que viene a decir
aquello de Wittgenstein de que los límites de mi lenguaje son los límites de mi
mundo.
Y algo
de razón tendrá esta sentencia cuando tantos gobiernos y tantas Iglesias han
intentado controlar lo que se dice para detener lo que se piensa. La libertad
de pensamiento siempre va pareja a la libertad de expresión porque, a menos que
se comunique, el pensamiento sigue siendo invisible a los ojos del Inquisidor. La
censura oficial ha demostrado ser un instrumento de gobierno muy efectivo,
sobre todo a largo plazo, cuando ya se ha asentado la costumbre y pocos
consideran rentable desafiar a los aparatos del Estado. Además tiene otra
ventaja. Cuanto más férreamente se ejerce, en más arbitraria se convierte,
prohibiendo expresiones ridículamente provocativas. Y ahí radica su éxito, los
disidentes se obstinan en desobedecer en esas pequeñas transgresiones olvidando
el motivo principal de la lucha. Pequeñas victorias para una total sumisión.
Orwell,
en su profético 1984, nos describió
con suma minuciosidad lo efectivo de esta gestión totalitaria del lenguaje. A
través de la reducción de vocabulario, del uso ambiguo de las palabras, de la
mentira descarada se conseguía doblegar a toda la humanidad bajo la atenta
mirada del Gran Hermano. Su distopía pretendía ser una denuncia del régimen
stalinista y se ha convertido también en la descripción de la realidad de gran
parte de las llamadas democracias occidentales.
Muchos
quieren ver en lo “políticamente correcto” una extensión de ese afán
totalitario de controlar la irreductible libertad del individuo. Criticar la
estupidez de los términos políticamente aceptables o reprochar la inutilidad de
las redundancias de género es casi ya un lugar común, un tópico entre los
opinadores, tanto de tribunas mediáticas como de barras de bar. Pues permítanme
ahora defender la utilidad de lo “políticamente correcto”.
No me
lleva un afán moralista, ni censor, más bien se trata, según mi juicio, de
situar las expresiones en el contexto más adecuado. Así se pueden evitar
ofensas, se es prudente en las afirmaciones y, creo que es importante, se
valora la individualidad de los demás y la propia. Gracias al cuidado que se ha
puesto en el lenguaje podemos ser capaces de distinguir las características de
un grupo humano más allá del estereotipo. No todos los andaluces somos flojos,
ni todos los gaditanos, afeminados. Creo que eso nos gusta.
Por
supuesto que no todo se consigue a través del lenguaje. No sirve de nada hablar
sin estereotipos si los personajes de las series de televisión reproducen sin
pudor ninguno las características que desterramos del lenguaje. También es
cierto que la estupidez humana no conoce límites y está perfectamente repartida
en todos los colectivos. Por eso podemos toparnos con estiramientos de lo
políticamente correcto hasta lo ridículo y absurdo. También encontramos
barbaridades cuando no usamos ese lenguaje, y eso es más grave.
El New Yorker se quejaba mediante una
viñeta de la tiranía de lo políticamente correcto que les impedía bromear sobre
cualquier colectivo o tema. La viñeta estaba en blanco. Sí, a mí también me
hace gracia, pero también me hace preguntarme sobre la necesidad de bromear o
hacer escarnio sobre un colectivo.
Quizás
lo veamos mejor si tomamos perspectiva. No sé si recuerdan los chistes sobre
gangosos. Fueron bastante populares y ahora están completamente pasados de
moda, dan vergüenza ajena escucharlos. Lo mismo pasa con la publicidad de no
hace tanto tiempo. En los múltiples programas que rescatan los archivos de la
televisión de antaño queda patente lo mucho que ha cambiado la sensibilidad
ante la discriminación por sexo, por etnia o por clase social.
No es
que esté todo ganado ni que sea atribuible a la extensión de lo políticamente
correcto, pero es indudable que el campo del lenguaje tiene una importancia
capital. Evidentemente, si las leyes y su aplicación continúan los antiguos
vicios no servirá de mucho, pero hay que atender a todos los frentes. Y luego
está la cuestión de los eufemismos encadenados. Una palabra tabú es sustituida
por otra para que pierda sus connotaciones, pero, a su vez, la nueva acaba por
contagiarse de las mismas evocaciones. Y así, sucesivamente.
En el
fondo no son cuestiones tan modernas –o posmodernas–. Por ejemplo, el lenguaje
inclusivo que tanto irrita a los académicos seguro que fue usado en la
presentación de sus discursos: “Señoras y señores…” En este caso parece que no
molesta la enumeración repetitiva de cargos y tratamientos, desde majestad,
ilustrísimos o señores. La distinción del género en sustantivos que no lo
tenían tampoco es nueva. Sin ser lingüista, constato que han debido de existir
varios momentos distintos en el tiempo para aplicar denominaciones. Si de emperador decimos emperatriz y de actor, actriz, ¿por qué no decimos conductriz? Probablemente porque el
genio de la lengua, que diría Alex Grijelmo, ha actuado en momentos distintos.
Unos sustantivos tienen femenino desde antes y otros son más recientes.
Todavía
podemos acordarnos de los recelos ante “médica” o “jueza” y ya están totalmente
aceptados, incluso se vitorea a la jueza que se atreve a imputar a según qué políticos.
Eran tiempos en los que lo primero que se nos venía a la mente cuando se
hablaba de la alcaldesa era la cónyuge del regidor. Afortunadamente es el signo
de los tiempos. Lenguaje y cambio social van de la mano, aunque no siempre
coordinados.
Creo
que la escalada en la petición de lo políticamente respetuoso va en consonancia
con la asunción de derechos y en la conciencia del peligro que tenemos en las
sociedades modernas. Hay mayor control en los medicamentos, en la conducción, con
los infantes, en las medidas de seguridad en el trabajo –que, por cierto,
también irritan sobremanera a los trabajadores–. Estoy tentado de afirmar que
es otra forma de biopoder, como diría
Foucault, y no sólo fruto del relativismo cultural.
Tenemos
tendencia a protestar cuando un colectivo étnico se queja del tratamiento que
se le da en los medios o en el cine con la misma intensidad con la que
protestamos nosotros si somos los afectados. Nos parecen muy puntillosos los
musulmanes que salen airados porque creen que se denigra al Profeta y
compartimos vídeos de voceadores pidiendo respeto al desfile del orgullo gay y
que los homosexuales no se burlen de los símbolos religiosos. Alguno saldrá
ahora con que los musulmanes son peores porque hacen atentados y los videobloggers católicos sólo rajan por
la red, pero no es esa la cuestión de lo políticamente correcto, es otro
asunto. Es la tolerancia que todos deberíamos tener. Cuando estamos en minoría
pedimos corrección en el lenguaje, cuando somos mayoría nos incomodan estas zarandajas.
Magnífico, eso es todo.
ResponderEliminarGracias, Rosa. Siempre tan amable
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