Con la certeza de Rilke de que la belleza es el inicio de lo
terrible arranca el cuarto poemario publicado por Sara Castelar Lorca. Nacida
en Hannover, granadina pero residente en Sevilla, combina su labor de escritura
con los talleres de poesía, la crítica y la delicada editorial Karima. Después
de El Pulso (2010), Verso a tierra (2010) y La hora sumergida
(2012), Sara Castelar se interna en un volumen con evidente unidad temática y
compositiva. Unidad que no monotonía porque, si algo destaca en su poesía, es
la imaginación. Imaginación, principalmente porque multitud de imágenes se suceden
entre sus versos. Imaginación por esa cualidad de sorpresa que desprende su
escritura.
A diferencia de El pulso, por ejemplo, donde los poemas se
articulaban en longitudes más amplias, aquí aparecen poemas de diferente
formato, predominando la menor extensión sin llegar a ser micropoemas. Haciendo
gala de una libertad compositiva alterna ritmos y longitudes, capaz de ir
retomando las metáforas para completar, que no agotar, los recursos expresivos
de éstas. Sin llegar al maremágnum críptico de muchos surrealistas, Sara
Castelar va saltando de campos semánticos logrando una expresividad sensorial e
intuitiva. El objetivo no es construir en el poema un artefacto a desentrañar,
sino atacar directamente al corazón sin pasar por el filtro de la razón, el aluvión
de imágenes y metáforas (como en el IV poema de la primera parte) transmiten
una experiencia sensible muy poderosa, más que buscar su simbolismo, lo
onírico, que también subyace, está al servicio de la transmisión de ese estado
de ánimo que requiere el poema.
“Para que nadie anuncie el abandono
de la campana inversa que sostiene tu verbo
y seamos la carne de lo oculto.
Para que los perdidos rocen lo indeleble
de aquello que no pesa
y cabe,
como el aire,
en el pequeño espacio de tu mano,
ya cuenco
ya semilla.
Para que los ciegos nombren los colores del canto
y fluya la memoria;
el racimo.
Para que nunca,
para que el hombre caiga de los clavos
y los cuerpos suenen en el germinar del mundo,
para que tú,
para que la pureza exista;
que mis ojos no enturbien el poema” (Warning)
Influencias confesas de poetas místicos y meditativos como J.
A. Valente, Rilke, San Juan de la Cruz, Octavio Paz, Gonzalo Rojas y también
Italo Calvino. Sara Castelar juega con la ausencia de puntuación y mayúsculas,
que juega a su favor en esa invitación al mundo onírico del que se sirve para
transmitir su emociones.
El libro está dividido en tres partes, la primera, “El
corazón y los helechos” está compuesta por nueve poemas numerados. El ámbito
poético se localiza entre las horas del día, la mañana, la noche, allí se
cobijan el dolor, las lágrimas, el frío y el invierno. Los helechos son una
imagen potente, son una de las plantas más antiguas que sobreviven y su ciclo
reproductivo es bastante complejo:
“El lugar salvaje donde brotan
el corazón y los helechos” (III)
La segunda parte, “Aire”, alarga su aliento en versos más
largos y poemas más largos que aparecen nombrados individualmente con su
título: A vece sucede que vivimos. Hay algunos más crípticos como El
circo.
En la última parte, “Alter-Ego” se aprecia la sombra habitual
de García Lorca así como influencias del rock, como Jim Morrison (imposible no
asociarlo a Los jinetes erráticos) o Morrysey, de The Smiths (“Tu
lágrima, qué hermosa sepultura de la fragilidad”). Destacamos las 14 Cartas
de amor a un suicida, poema largo divido en fragmentos de una intensidad
dramática importante.
No se puede evitar cierto romanticismo (“Siervo corazón que
venera su jaula”, VIII) así como la trascendencia que cierra a menudo los poemas
en sus últimos versos (“El amor es un niño, en la extensión terrible / de lo
tierno y su perenne golpe”, VIII) Sara Castelar hace gala en estos pequeños
poemas de una gran intensidad expresiva y emotiva, un mundo poético propio que
se desarrolla coherentemente a través de los poemas del volumen.
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