Supongo que la cosa va por barrios y que cada uno tiene sus cadaundades, que la psicología individual otorga caprichosamente las querencias y las virtudes, aunque no deja de ser notable que tantas psicologías coincidan en el tiempo. Igual son los microondas que han transformado generaciones enteras de cableados neuronales, pero, como me gasté una pasta y un montón de horas estudiando sociología, me gustaría pensar que hay, aunque sea mínimamente, unos factores sociales que tiran de la soga hacia un sitio o hacia otro.
Y el caso es que me pregunto por ese afán de sentirnos únicos en el universo. Es evidente que, si no hay dos copos de nieve iguales, mucha menos posibilidad habrá de que dos personas sean idénticas. ¿Qué le vamos a hacer? Lo llamativo es esa tendencia, necesidad casi, de que nos reconozcan como seres distintos, naciones distintas, especies distintas.
Con esta pretensión ansiosa dejamos de lado los beneficios de la estandarización, de que podamos usar los pantalones de un hermano mayor o retomar la lectura de una biblioteca que nos pueda venir bien a nuestros gustos e inquietudes. No son necesarias adaptaciones ortopédicas para llegar a los pedales del coche y podemos sustituir una balda por otra idéntica. Ser iguales, o por lo menos, parecidos nos hace la vida más fácil. Encontramos ropa de nuestra talla, películas de nuestro interés, medicinas que no tienen efectos idiopáticos.
Además, no deja de ser muy gratificante encontrar a otros semejantes que disfrutan con tus aficiones. Es tan excepcional que tendemos a blindar los contactos mediante la institucionalización de asociaciones, clubs o reuniones informales todos los viernes en la cafetería de siempre. Nos alcanza el júbilo al tropezarnos con un fan de nuestro grupo desconocido favorito. Le recitamos el tracklist de su último lanzamiento de carrerilla. Repasamos los cambios de batería en la formación y los detalles casi invisibles de las portadas de los cedés y de los vídeos. Los macrofestivales que congregan a grandes masas enfervorecidas en una danza extática, llegando a la catarsis no sólo es un arcano recuerdo a Dionisos, es la propia naturaleza orgiástica del ser humano.
Ser como los demás tiene sus indudables ventajas. Nos permite sentirnos identificados con los demás y meternos en una novela o en una película como si fuésemos los protagonistas. Nos indignamos con las injusticias que afectan a los demás precisamente porque intuimos que somos como ellos. ¿A qué viene el afán de sentirse único?
Desde el punto de vista económico tanto da que seamos iguales y se puedan reducir costes con la producción a escala como segmentar el mercado y que sea imposible encontrar dos coches de la misma marca y modelo que sean exactamente iguales. Uno tendrá cinco puertas y el otro, tres. Uno lucirá llantas de aleación y el oro presumirá de un sistema único de localización por GPS. Lo que se va en la personalización se compensa con el cobro de los extras. Y siempre cabe la estrategia de vender un modelo idéntico a muchos otros y promocionarlo como desigual.
La consecución de derechos y la exigencia de reparaciones se basa en la consideración de la igualdad. Frente a esas demandas siempre funcionó el “divide y vencerás”. ¿Por qué, entonces, nos obstinamos en sentirnos únicos en el universo?
No es una cuestión de reconocimiento, tipo dinámica amo/esclavo que decía Hegel. Podemos recocernos como Los Iguales y hacer frente común. Pero, incluso en esas ocasiones, nos definimos como iguales porque somos únicos comparados con los Otros. Y, la mayor parte de las veces, para considerarlos rivales y enemigos.
También decimos que los extremos se atraen y así nos conformamos sintiéndonos diferentes, pero dotándonos de la capacidad de unión ante los contrarios. La sociedad queda a salvo si cada átomo es complementario a los demás. Complementario, pero con un ADN diferenciado y diferenciable.
Queremos sentirnos únicos. Un poco por ser el centro del universo, que, por definición, es único y no trino. Y un poco también porque nos sentimos únicos e incomprendidos. Nos empeñamos en evidenciar las barreras al entendimiento. Soberanos de la piel hacia dentro, del gabinete privado hacia el salón, en nuestra torre de marfil sorprendidos y contrariados que los demás sean tan insensibles que no nos comprenden. No se ponen en nuestro lugar. Deberíamos querer ser únicos como alguien que hace una proeza, aunque la proeza sea simplemente ser único. Como las matrioskas que desvelan un interior vacío.
Y, aun así, ¿por qué desear hacer una proeza? ¿Para ser admirable? Para tener una distinción, para tomar distancia, para alejarse de los demás. Paradójicamente, esa distancia solo se evidencia y es efectiva si estamos lo suficientemente cerca de los demás para ser comparados. Los más ricos se comparan entre ellos, no tiene sentido hacerlo con vagabundos, lo que sería una obviedad. Hay que marcar distancia con los que podrían ser como tú. Y tú, contando con las mismas cartas, eres mejor y llegas más lejos.
Y por eso nos empeñamos en mostrarnos en nuestra peculiaridad, damos toda clase de detalles de nuestra identidad única y específica. No ahorramos en detalles para que no quepa ninguna duda. Somos capaces de apreciar el más minúsculo lunar, la desviación más insignificante en la curvatura de las cejas o el labio superior para reivindicar que no somos iguales a nuestros padres o nuestros hermanos. Más únicos que nuestra huella digital.
Precisamente en los tiempos de los robos de identidad, de suplantación de personalidad y de falsos perfiles en redes sociales es cuando más valoramos ser una persona única en el universo, combinación esencial de todas las características que los demás pueden tener, pero no en la misma proporción. Regalamos descripciones minuciosas de nuestro exterior, las acompañamos con fotografías en todas las poses y en todos los lugares, y listas detalladas de cada estado de ánimo, de cada rasgo de carácter, de cada reacción emocional y de cada gusto y compra. Definirse, conocerse a uno mismo, puede ser válido, aunque sea una manera de tallarse a uno mismo, es un procedimiento de sujeción, pero, ¿por qué contarlo a los demás?
Lo triste, lo realmente triste es que cuanto más nos esforzamos en demostrarle al mundo nuestra peculiaridad y nuestra especificidad. Más demostramos a las grandes compañías que somos parecidos. Es la mina de oro para quienes sepan interpretar eso que hemos llamado big data. Hemos pasado de ser el artífice de uno mismo a ser el artista de uno mismo (como Oscar Wilde), a ser empresario o, más allá, ser el representante de uno mismo.
Con el café para todos sucede lo que Dash, el pequeño de la película de Pixar, Los Increíbles: si todo el mundo es especial, ese otra manera de decir que nadie lo es. Solos, incomprendidos y decepcionados de ser iguales a los demás, con lo bien que viviríamos viendo en los demás el espejo de nosotros mismos. Por eso siempre me acuerdo de una de las canciones más emocionantes del joven Lou Reed con The Velvet Underground se titulaba I'll be your mirror. No se me ocurre declaración de amor más bonita.
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