Los viejos magos, los de toda la vida, los de antes de la
megalomanía televisiva, concretaban sus actuaciones con unos pases mágicos y
con unas palabras mágicas, el abracadabra
que concedía los deseos del conjuro. Esas y sólo esas, pronunciadas con la
seguridad, el tono y la dicción exactas. En cualquier otro caso, las palabras
eran sólo eso, palabras, de las que se lleva el viento y no son capaces de
construir nada, ni hacer desaparecer nada, ni cambiar el color de una carta. No
podían conseguir que un alguien se enamorara de otro alguien.
Sin embargo, a poco que nos
paremos, comprobaremos que las palabras, todas las palabras, tienen un poder
mágico. En la hechicería, el conjuro es el acto por el que se sanciona y se
inicia la magia. Es la firma que da validez, que enciende y permite. Las
palabras mágicas son rituales, símbolo del mago. John Austin supo escuchar
otros conjuros, no realizados por hechiceros, sino por jueces, sacerdotes,
pendencieros, amantes… que condenaban a prisión, celebraban un matrimonio,
amenazaban de muerte. Los amantes no lo son hasta que se han declarado. Austin sabía cómo hacer cosas con palabras. Sólo con
pronunciar unos fonemas prometemos, nos disculpamos, perdonamos. Quizás sea
cierto que, en ocasiones, no sólo son las palabras por sí mismas, sino que
tienen que ser verdaderos brujos, notarios, alcaldes o reyes y tienen que
apoyarse en documentos oficiales con papel de pago al Estado.
Las
palabras, de todas formas, y esto lo saben los poetas, son instrumentos que
conmueven al corazón. Y no vale con decir casi lo mismo, y esto lo saben los
traductores. Las palabras deben ser las adecuadas para que sean efectivas.
También lo saben los humoristas. La misma idea necesita de los términos
milimétricamente pesados para que surtan efecto y aparezca esa maravilla de la
naturaleza que es la risa.
Las
palabras consuelan, dan calor. Como un abrazo, como un gesto, como un guiño.
Las palabras a distancia, dibujadas en un papel, surten el mismo encantamiento.
Ni siquiera necesitamos imaginar el rostro amado para escuchar su voz al oído.
Claro que el tono de voz que las pronuncia acaricia mejor y da más calor, pero
la imaginación resuena, invoca como esas brumas que se acumulan encima de los
calderos mágicos.
Las
palabras nos permiten comunicarnos con los muertos, con los seres lejanos,
acercarnos al corazón de las personas, y deslumbrarnos con la sabiduría de
otras. Nos asomamos al abismo oscuro de muchas almas y gozamos ebrios de
felicidad con las ocurrencias de quienes llevan viviendo entre las sombras
varios siglos y a varios miles de kilómetros de distancia.
Las palabras hieren y son capaces
de taladrar cualquier escudo, cualquier armadura que podamos tener preparadas.
Y se quedan, envenenadas, en el interior, bajo la piel, esperando supurar y que
no se desperdicie ni una sola gota de mortal líquido. Palabras que, dichas a un
amigo, son muestra de cariño y confianza, se transfiguran en sombras de orcos
al acecho de los puentes. Un matiz, apenas perceptible, desencadena la gran
batalla final. Ojalá las discusiones fueran como la danza, una sucesión de
movimientos sonoros que se encadenan y surcan los aires con el tempo y la belleza.
Nos defendemos de las palabras
con otras palabras. Entonces no suena música, ni siquiera marchas militares,
sino una algarabía de ruido y bilis que ensordece la mente y las conciencias. Hay
palabras como piedras, que se lanzan certeramente para hacer daño. Eso son
palabras mayores, que reclaman la autoridad absoluta. Los proyectiles vienen
envueltos en atributos sexuales y en recuerdos a los antepasados, y duelen,
enervan y disparan la ira de quienes las escuchan. El supremo poder de la
palabra.
Y nada más efectivo que la rima.
El soniquete de las palabras otorga sabiduría y efectividad a un conjuro y a un
contraconjuro. No se puede hacer magia si no hay rima. Es la cualidad de las
palabras por ser palabras, por ser sonido, no sólo concepto.
Decía José Luis Pardo que la
intimidad era lo que las palabras llevan de contrabando, todo el universo que
se oculta sibilinamente en la mente del que habla y en la conciencia del que
escucha más que los propios sonidos. Sabe que las palabras, como las cosas, no
son siempre lo que parecen. Y como los arcones y las chisteras de los magos,
siempre tienen compartimientos ocultos. Sólo los amantes y los amigos tienen la
llave secreta.
Bonito titulo . Tú sí que eres un mago de las palabras.
ResponderEliminarGracias por brindarnos la maravillosa oportunidad de leerte.