Hay que ver lo
que nos gusta escandalizarnos. Lo gracioso es que no por las mismas cosas. Unos
prefieren torcer el gesto ante un desnudo, un flequillo y un peinado
estrafalario o dos varones besándose por la calle; otros, sin embargo, se
encrespan viendo las pantominas de periodistas del corazón, una actriz en traje
de noche rodeada de hombres bien pertrechados para el frío o la retirada de una
obra de arte de una galería. No es cuestión baladí. El hecho mismo de
indignarse es, incluso para Adam Smith, fundamental para la convivencia humana.
Indignarse es ponerse en el lugar del otro y sentir lo que la víctima siente, sentirnos
menos dignos como personas por lo que hace alguien. Un proceso reactivo muy
provechoso para el desarrollo de la justicia. Ahora bien, como sucede con el
fuego, nos puede calentar, podemos destruir o nos podemos perecer carbonizados
por él.
En estos tiempos inciertos –hacía
tiempo que no utilizaba esta expresión– combinamos una despreocupación
nihilista, muy posmoderna, por un gran abanico de temas mientras que nos
empeñamos en insistir en temas que nos parecen intolerables. La historia de las
ideas debería tener en cuenta no sólo de lo que se habla sino también cuáles
son los temas que dejan de parecernos interesantes para la discusión porque los
damos por inamovibles en la naturaleza humana y el curso de los
acontecimientos. Mientras que unos dan por sentado que las guerras y la
violencia van a existir siempre, mostrando así un pensamiento realista,
materialista y nada utópico, se empeñan en transformar la conciencia de los
ilusos que pretenden un mundo mejor, como si no fuera menos utópico pretender
convencer a todos de las ideas propias (estoy pensando en el último Gustavo
Bueno, por ejemplo).
Se ha llegado a un punto en el que
muchas de las noticias nos parecen tan irreales como intrascendentes. Las
guerras en el exterior, los movimientos políticos internos, las leyes que se
nos avecinan las vamos tomando como quien asiste a un programa de televisión
tedioso y eterno. Por eso no nos preocupa demasiado que la verdad que nos
cuentan sea tan verdad como nos la cuentan. En el fondo pensamos que todo puede
ser mentira. La ventaja de las medias verdades, de las manipulaciones, de las fake
news es que son mucho más comprensibles que la verdad, siempre poliédrica.
Si comulgamos con el mensaje, salta el resorte de la indignación por sintonía.
Si nos atacan, salta el resorte de la indignación como reacción. En muy pocas
ocasiones nos tomamos la molestia de contrastar –mucho más asequible que
comprobar– los hechos. Basta con un simple googleado
para saber que la mayoría de las indignaciones son bulos malintencionados, y la
otra mayoría demagogia. Entre tanto ruido y tantas voces, se camuflan
verdaderos motivos para la indignación. Porque para ocultar algo vale tanto
hacerlo desaparecer como cubrirlo y desfigurarlo.
La reacción en los tiempos digitales
no se hace esperar. Es muy fácil pulsar una pestaña para compartir tu
indignación. Por primera vez podemos sincronizarnos a escala mundial para
mostrar un desacuerdo. Y, como se decía en Spiderman, un gran poder implica una
gran responsabilidad. Estoy de acuerdo con Juan Soto Ivars cuando distingue la
censura de la poscensura. El verbo se las trae porque censurar puede significar
tanto mostrar nuestra desaprobación y afearle el gesto a alguien como la
decisión administrativa de prohibir, multar o castigar. Vamos a dejar el
término para este último sentido. Censura es que retiren una obra de Arco
aduciendo que en España no hay presos políticos. (Tampoco hay unicornios y no
vamos a prohibir las camisetas que dicen que los unicornios son reales.)
Por eso es ridículo hablar de
censura feminista. El feminismo no tiene las herramientas que permitieran meter
en la cárcel a alguien por expresar sus ideas machistas. La censura no es que
te critiquen tus ideas, es que te encarcelen por difundirlas. Sí que puede
organizar campañas de desprestigio, de visibilización de conductas y de
personajes que las realizan. #MeToo es un ejemplo muy válido en este
sentido. Denunciar públicamente los abusos sufridos en el pasado no es una
censura puesto que no afecta a la administración de justicia. Cabría
preguntarse si no sería más contundente presentar las correspondientes
denuncias en un juzgado si no concurrieran circunstancias que lo hacen poco
efectivo. La dificultad de probar los abusos unido a la posible prescripción
añade un peso más a los abusos, por lo que se recurre a la reprobación pública
como único medio de justicia.
Entra aquí el peligro de la
poscensura, que quizás sería más adecuado denominarla como linchamiento
mediático. Personajes, como Woody Allen, que fueron denunciados y absueltos por
un tribunal formal, vuelven a ser atacados a través de mensajes masivos en las
redes sociales que acaban trascendiendo a los medios convencionales y teniendo
repercusiones efectivas en el desarrollo de sus vidas cotidianas y actividades
profesionales.
Este panorama es novedoso aun cuando
el linchamiento mediático no lo es. La cuestión es que antes de la llegada de
las redes sociales, la información estaba monopolizada y era unidireccional. El
caso Dreyfus en la Francia de finales del siglo XIX es paradigmático. Un judío
acusado de espionaje sufre una campaña de desprestigio unánime hasta la llegada
del celebérrimo artículo de Émile Zola, Yo acuso, destapando el
antisemitismo de la condena injusta. El linchamiento y la defensa se había
realizado en la esfera de la prensa, sin que la opinión pública pudiera
responder en los mismos términos. En la actualidad podemos mandar mensajes
masivos de apoyo o repulsión en cuestión de horas. Justine Sacco tuiteó una
broma con connotaciones racistas antes de subir a un avión de viaje a Sudáfrica
que se hizo viral y terminaron por despedirla de su trabajo antes de bajarse
del avión. No es el único caso que, desgraciadamente, hay sobre las
consecuencias desproporcionadas de los linchamientos digitales.
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