Este poeta
nacido en Brihuega (Guadalajara, 1961) ya tiene en su haber once libros de
poesía y nos presenta una antología personal de los últimos quince años, que se
corresponden con sus siete últimos. Comienza con un extenso prólogo de José
Manuel Suárez que analiza pormenorizadamente la trayectoria poética de Jesús
Aparicio. El autor ha querido mostrarnos una panorámica más o menos equilibrada
y personal de sus poemas, en lugar de preferir agruparlos temáticamente, ha
elegido presentarlos según el volumen incluido. En este aspecto incide el
prologuista, “Aparicio no hace libros (…). Sus libros son una colección de poemas”,
no busca la coartada de una estructura que complete artificialmente el sentido de los poemas explicitando una
pista para su interpretación. Los poemas deben hablar por sí mismos, con la
dificultad que ello conlleva y en la que Jesús Aparicio insiste en varias
ocasiones, empezando por el poema que sirve de prólogo. Los tonos, los temas se
van repitiendo en una poética consistente y reconocible.
La
sencillez aparente de la poesía de Jesús Aparicio consiste en partir de un
paisaje, de un objeto, de un recuerdo como punto de partida a partir del cual
las palabras toman la voz y proponen. Como José Manuel Suárez explica en el
prólogo, “Las cosas nos dejan ver, nos hacen ser” (p. 17), nos empujan a vivir:
“Le esquivan como versos a un poeta / que no acierta a nombrar qué le da vida /
la sal que está en los labios desde siempre. / No se dejan cazar las mariposas”
[Caza de mariposas (poética)].
Muestra de variedad, por ejemplo, un haiku, (En un rincón japonés) y, especialmente en el último de los libros
antologados, Arqueología de un milagro,
donde parece abrirse a otras técnicas (Mi
sueño leve), mientras que mantiene otras estructuras más clásicas.
Consigue,
después de una sólida trayectoria, tener una voz personal, lo que le permite,
por contraste, citar, homenajear, arrimarse a otros poetas, como Lorca (“En el
centro del agua”), Machado (Resurrección),
Manrique (El peine), San Juan de la Cruz (“Tú fuiste corza esquiva…”), Juan
Ramón (“El final nos traerá una noche triste”), Salinas (en Luz y pájaro, trueca el “Todo más claro”
por “Nada más claro”), el Neruda de las Odas
elementales (Elegía a una manzana)[1].
El
paisaje poético en el que se desarrollan sus poemas es un mundo clásico,
antiguo, rural, en ciertos momentos bucólico (Una tarde única). Los temas, el paso del tiempo y la muerte, y,
sobre todo, insiste en la reflexión sobre el poder de las palabras, tanto en la
ciencia (Obsesionados con la medida y el
número, “La vida al fin se explica / desde la magia” de Pañuelo y palabra) como en la misma
creación poética. Sobre el papel nos
habla de la dificultad de escribir, del sufrimiento que acarrea: “mi campo de
batalla”, nos confirma su desconfianza hacia el lenguaje: “No es verdad que
hablando se entienda la gente”. El silencio como punto de partida y de llegada.
Los dos caminos, nada que ver con
Robert Frost, la elección de la escritura como destino para los que no tienen
otro destino.
De
vez en cuando aparecen poemas de temática espiritual y religiosa (Tiempo de dolor), aunque no se hayan
recopilado poemas explícitamente creyentes, en muchos de sus versos cabe la
duda (No estaba Dios). Más depurados
los últimos libros, describen una actitud más estoico, con un punto zen y
místico sufí: “El día es corto y único, / que no les falte el pan a las
hormigas” (Poema de una voz);
“Momentos que no pueden escribirse, /donde damos por bueno lo perdido” (Cuanto se niega a ser escrito); “Sólo te
pertenece / lo que puedes salvar / tras un naufragio. // Y no sabes nadar” (Tu capital), “Un fruto en nuestros
labios se deshace, / nos une a Dios en la naturaleza” (Al margen de Francisco de Asís); “La inmortalidad en el horizonte,
/ en la cima de la esencia de esa flor / con que te engaña el ser mutado en
roca” (La paciencia de Sísifo). Late
entre sus versos un elogio de la vida sencilla (Suficiente): “Urge en la espera celebrar la vida, / más aún con los
pies sobre el hielo” (Huevos de mariposa),
añorando apartarse del mundanal ruido: “Es el ruido del mundo, su demonio, /
quien nos impide ser / los hombres que soñamos cuando niños” (El ruido del mundo).
En
la investigación poética sobre la identidad (Mi otro y yo, Materiales para
un autorretrato, Autoarenga) y la
identidad del mundo (La flor del agua)
hay un empeño cercano a Pessoa, que muestra muy a las claras en su libro de
2012, La papelera de Pessoa. “Nadie
es igual / a sí mismo” (Los posos del
café…). Entresacamos muchas referencias a la casa, que tradicionalmente se
ha identificado con el propio cuerpo: Una
casa a estrenar, Detente, Las ventanas,
Una casa sin sombra…
Aunque
en esta antología no abunden poemas de temática amorosa (“Ahora somos al tiempo
una encendida vela, / dos vidas reunidas en una misma luz” en Tú fuiste corza…), los versos están
llenos de lirismo. Su poesía busca la comprensión del lector, no intenta ser
barroco en la expresión, ni críptico en sus conceptos, aunque sean complejas
las ideas que transmiten, llenas de matices, dudas y sabiduría. Predomina la
humildad (“Sumergido en un sueño el hombre pasa / y eternamente queda a nuestro
lado / el ángel”) y la sencillez, por eso prefiere el gorrión a otras aves
acaso más espectaculares, como la alondra, el águila o incluso la golondrina. El
gorrión es protagonista de varios versos: Vencer
a la pereza, Qué tarde más hermosa,
Pupila en equilibrio, Pobre gorrión, perdido en casa ajena…
“Pobre gorrión, perdido en casa
ajena
atrapado su vuelo en aire extraño
por
culpa de engañosas, vanas luces.
Pobre gorrión, golpeando en la
ventana
por hallar el camino que le salve
del frío y la penumbra de este
mundo,
de
la casa por Dios abandonada.
Así yo, en mi castillo de
ilusiones,
golpeo en el cristal que da al
jardín
por
quebrar mis derrotas o mi vida”
En
Las cuartillas del náufrago utiliza
imágenes más insólitas, más surrealistas: “Mis ojos tienen hambre”, “Por mis
venas aún corren amapolas”, “Creces como el maíz / mientras duermes” (El primer sol).
“Apoyado en las nubes que pasaron
espera crear lluvia solamente
haciendo un cuenco con sus manos
limpias.
Contempla esos instantes de luz
nueva
que ofrece un sol verdugo en sus
ocasos
mientras entona su canción e
insiste
en esperar del cielo una
respuesta.
No se mueve ni cede ante el viento
el que ocupa esa rama vacía”
(En rama vacía)
Sin
embargo, un tinte de pesimismo se cruza al mirar a su alrededor: ni lo que
viene “El futuro no es lo por venir / sino un viento que nunca / nos desvela su
limbo” (Una cosa sin sombra); ni lo
que pasó, “No intentas volver / a calentar la leche con los fuegos antiguos. /
Saben rancia y tal vez se cortara” (Los
fuegos antiguos), adquiriendo una lucidez calderoniana: “Todo lo que no
tiene / principio ni fin cabe, /pasa en el sueño / de estar vivo” (En un instante). También algo de
nostalgia dulce (Juego a mi manera).
“Abrazamos entonces nuestra mejor edad
no queremos crecer, nos da miedo
levantar las pasiones y ver
en la puerta de casa
todo aquello que pensamos
nunca
sería para nosotros” (De puntillas).
Huellas de gorrión es una
excelente manera de acercarse a la poesía de Jesús Aparicio, llena de matices y
luminosidad.
[1] Una “actualización” del Like
a rolling stone de Dylan en Canto
rodado: “Nunca sabré / qué mano, bota, palo, / moverá
mi destino. / Hasta aquí / hubo aguas y vientos que olvidé. / Partí, / de qué
montaña. / Me confié en el barro / y al despertar / fui troceado por un duro
sol. / Qué despistado pájaro, / qué nuevo impulso, bote, erosión / redondeará
mi alma. / Seré vasija, iglesia, / en qué esquina olvidada / crecerá mi
universo.” (Canto rodado).
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