La invención de
las máquinas es para el hombre algo tan extraordinario que no es de extrañar
que se le tenga una reverencia religiosa. Las primeras tecnologías parecían
estar en el nivel humano, como prolongaciones muy básicas de las capacidades
humanas. Esta idea es de Marshall McLuhan, quien también vio en los ordenadores
una prolongación del cerebro humano. Sócrates advirtió de los peligros de la
escritura por mucho que Platón se tomara la molestia de transcribir sus
diálogos de forma tan favorable al maestro. La relación del hombre con su
creación era casi intuitiva, especialmente cuando el mismo sujeto fabrica y usa
la herramienta, son los artesanos que apenas si tenían otra fuente de energía
que su propio cuerpo o el de los animales, algo del viento y el agua.
A medida que se van haciendo más
complejas las máquinas comenzamos a saber de sus inventores, de los Arquímides
su tornillo, de los cachivaches de Leonardo, del telescopio de Galileo. Una
feroz lucha entre la natural
disposición a compartir el conocimiento (no sabemos quién descubrió la forma de
hacer fuego), y la necesidad de conservar el control (y las ganancias) de esos
inventos marcó durante siglos y aún perdura la relación del hombre de a pie y
las máquinas inventados por otros.
Estos hombres de a pie, aunque no
fabricaran los artilugios sí que terminaban por adaptarlos a su uso. La huella
del hombre sobre la máquina se produce en dos fases. En la invención y
fabricación y luego en el uso. El homo
faber del primer marxismo dio cuenta de la problemática relación del ser
humano y la producción. En la medida en que la relación se mantenía en un
estado, podríamos decir, humano, o natural si se quiere, no se producía una
alienación, es decir, el hombre mantiene su humanidad mientras controla el
proceso y recibe íntegro el fruto de su trabajo. La transferencia del alma humana, permítaseme el término,
hacia el objeto no supone un peligro de cosificación, al contrario, lo que
demuestra es la progresiva humanización de lo no-humano.
El sistema fabril, en especial la
producción en serie, termina por desmontar la unidad orgánica del hombre, la
máquina y su producto. Una especie de Edén perdido. Sin embargo, vuelve ha
hacerse humana la relación con los objetos fabricados a través del uso. Una
forma muy evidente es el desgaste típicamente personal que tienen los zapatos,
o el brillo que tiene la barra espaciadora de mi ordenador justo en el lugar
donde apoyo el pulgar derecho. Por eso se renegaba de prestar una pluma. Se
había hecho a la mano. Más interesante resulta las transformaciones que sufren
las máquinas más complejas. Hay muchos conductores que se quejan –con razón–
cuando prestan su automóvil. Ya no responde igual al cambio de marchas, el
embrague está más suelto… Parece poco creíble que sea consecuencia de un uso,
además, poco prolongado, por parte de un tercero. La cuestión se asemeja casi a
una infidelidad y su perdón, casi imposible.
En otras ocasiones otorgamos a las
máquinas, máxime si son ordenadores o aplicaciones informáticas una capacidad
de agencia rayana en lo mágico. Cuando un administrativo nos espeta, “el
ordenador no me deja” está invocando casi la prohibición de una divinidad
antigua cuya ira caerá sobre el contribuyente o el peticionario. Una rama de la
sociología explora, tomándose muy en serio, esta posibilidad. Bruno Latour se
inventa un nombre para designar la capacidad de agencia, si los humanos son
actores, los objetos son actantes.
Sin necesidad de conocimientos
sociológicos las personas sabemos que hay cacharros que se atrancan si no los
tratas con cuidado, otros que nos tienen manía y nunca responden y los que
tienen sus días. Nos pueden hacer más fáciles los días o imponernos un veto
suspensivo que dure un mes. Y no digamos de los ordenadores, repletos de
caprichos y melindres.
Heidegger planteó el problema de la
técnica y Habermas descubrió la ideología que se esconde detrás de las
tecnologías. Por eso celebramos que el ferrocarril aboliera las distancias y
decimos, casi como un lugar común, que desde el walkman la música, en lugar de
socializar, nos aísla. Se puede rastrear la historia de la humanidad fijándose
en los avances técnicos como motor básico de los vaivenes sociales –y se puede
también cuestionar seriamente esta concepción mecanicista–. Es indudable el
papel preponderante que le damos que santificamos su inclusión en la política,
limpiando de suciedad ideológica a lo que llamamos gobierno de técnicos
(evitando el término tecnócratas por estar asociado a un pasado que pretendemos
no remover). El mágico poder de los objetos sobre el hombre es lo que llamamos
fetichismo.
Un caso de inversión de valores.
Creamos máquinas como creamos los dioses para que luego, en nuestros relatos,
sean ellos los que nos dan la vida, los que nos prohíban y nos permitan
saltarnos las leyes de la naturaleza. Cada vez somos más dependientes de los
artilugios y cada vez surgen más voces alertando de la dependencia y desconfiando
de las máquinas como de la tentación del mismo demonio.
Demasiado rebuscado para mí gusto.
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