Hace algunos años un comentarista de los que llaman del
corazón describía el estado de una celebrity
hija de una famosa presentadora diciendo que estaba perdiendo su lucha contra
la genética. Una manera supuestamente elegante de decir que se estaba poniendo
gorda como su madre. Dejando al margen la pésima educación de este comentarista
cuyo nombre no recuerdo, mucho me temo que esta es una realidad a la que
tendremos que aclimatarnos. En los genes llevamos escrito lo que llegaremos a
ser, al final, como nos descuidemos, nos aparece.
Y no
sólo las características físicas, no solo porque seamos más altos, más gordos,
más rubios gracias a la dotación genética de nuestros padres. También heredamos
la elegancia, la locuacidad, la inteligencia… aunque sus correlaciones sean más
difíciles de detectar. Al final, parece como si estuviéramos condenados a
revivir los caracteres heredados. Afortunadamente, no siempre.
Lo que
es más importante, también perdemos la lucha contra la genética de clase. Al
final, queramos, o mejor, sin querer, acaba saliendo la clase social a la que
pertenecemos. Quisiéramos ser personas racionales que han meditado sus ideas y
que se comportan según sus creencias y valores, pero, resulta que la clase
social en la que nos hemos criado acaba apareciendo, como las manchas de la
piel o el genio cascarrabias del abuelo.
No nos
debe extrañar cómo gentes que durante su juventud se comportaran como gamberros
inconscientes del saber estar de sus mayores, acaben su madurez renegando de
todo lo que defendían y abrazando las causas de las que hacían burla y contra
las que luchaban. Lo vemos a menudo, y los refranes lo confirman. Advierte el
dicho popular –en los dos sentidos– que quien no es de izquierdas a los 20 no
tiene corazón, y quien no es conservador a los 40, no tiene cabeza. Más aún si
la cuna ha sido alta. Entonces se sobrepasa el hecho antropológico, no es
cuestión de que con los años nos volvamos más miedosos, egoístas o
convencionales. No es que la biología nos obligue a tomar esa senda, abandonar
el hipismo y acabar como el progenitor de Mary Poppins sufriendo en el banco.
No es ni siquiera que la sociedad perversa nos vaya encauzando por el buen camino. Porque la verdad es que hay
más de un camino.
Pongamos
un ejemplo. La tan traída Movida, aquel símbolo de rebeldía juvenil, de
creatividad sin límites que llenó de color el Madrid gris del franquismo. Muchos
de sus protagonistas están terminando por escorarse a la derecha. Y mira que
algunos, como Gabinete Caligari, o Fernando Márquez, el Zurdo, se presentaban a
sí mismos como fascistas. No es de extrañar que Alaska, con su simpatiquísimo
Mario Vaquerizo, abominen de la izquierda y hagan bandera de lo más rancio,
siempre que lo miremos con el cristal tintado de kish.Y es lógico, porque sólo
se pueden costear los instrumentos y los viajes a Londres para estar a la
última los que pertenecen a familias bien situadas económicamente.
Cuando
Fabio MacNamara se plantó en el Valle de los Caídos envuelto en la bandera
muchos se extrañaron. Parece, a primera vista, incongruente que alguien como
MacNamara, con toda la pluma del mundo sea un nostálgico de una dictadura que
metería sin dudar en la cárcel a muchos como él. Hubo quien lo entendió como
una provocación más del provocador por excelencia. Quizás, pero me temo que
tiene más que ver con la pérdida de su lucha contra la genética de clases.
No exclusivamente
se da entre los que nacen en buena familia. Quizás sea más conocido el fenómeno
de los que siempre son bajunos, independientemente del logro de sus vidas. Los
que, imitando el melón con jamón acaban pidiendo sandía con mortadela. Pero no
lo digo solo en el mal sentido, como consecuencia negativa. Hay quienes
consiguen prosperar y nunca olvidan los valores básicos de donde partieron. Al
menos es una esperanza que nos queda.
Más que
una cuestión de magia tiene que ver con la asimilación de los ambientes. La
convivencia, las relaciones sociales, los gustos compartidos se imitan y se
contagian. Y resulta que más que vivir de acuerdo a lo que pensamos sucede lo
contrario, que acabamos pensando para adecuarnos a las condiciones en las que
vivimos. Para no caer en confrontamientos internos y por aquello de la
coherencia cognitiva. Al final terminamos por familiarizarnos con nuestro
barrio, y aquel facha del bigotillo nos saluda por la escalera, y la señora que
siempre desprecia a los sudamericanos te hace el favor de coger la bombona de
butano cuando no estás, y los cafres de tus amigos en el fondo no son mala
gente. Sus exabruptos los perdonamos porque valoramos más la persona que sus
ideas y cada vez nos parecen menos insultantes, desaparecen. Nuestro sistema
ético se sorprende menos hasta que poco a poco nos vamos mimetizando con el
ambiente y asumimos esos valores de quienes beben con nosotros, pasean a
nuestro lado y respiran tras los muros del piso. No es de extrañar que los
valores en los que nos hemos criado acaben floreciendo con el tiempo.
Por
suerte o por desgracia no todos terminan como empezaron. Hay gente que consigue
cambiar de modales y de opinión, traspasar las fronteras. El problema es que,
muchas veces, el punto de partida era más sano que el de llegada. Y la clase
social de aspiración está más podrida que en la que la genética nos dispuso.
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