Tengo muy buenos recuerdos de
algunos de mis maestros –también malos, claro está. De doña Nati hay algunos
que han perdurado y me gusta recordarlos. En especial dos cuentos, que ya no
recuerdo si los contó ella en clase o eran lecturas del libro de selección que
tuviéramos entonces. Uno de ellos, que es muy sintomático del concepto
tradicional de la riqueza, lo sigo contando yo a menudo. Un hada concede a un
pueblo un deseo, y todos piden ser ricos. El problema se lo encuentran cuando
toda la actividad se paraliza y no pueden hacer uso del dinero que el hada
agradecida les había concedido. La moraleja es conservadora y muy triste, el
pueblo recapacita y vuelve al punto anterior y cada uno a su trabajo.
El
otro cuento es muy conocido, y ese creo que estaba en el libro de lecturas.
Presentaba a dos protagonistas, uno era el rico del pueblo y el otro era el
típico empollón, preocupadísimo por acumular conocimientos, pero creo que debía
ser de ingeniería, por lo que sucedió después. Ambos se embarcan a la vez y
sufren un naufragio. Se salvan llegando con lo puesto a una región desconocida.
El rico había perdido todas sus riquezas y estaba desesperado. El sabio, por el
contrario, encontró que sus conocimientos eran apreciados y prosperó en la
nueva patria. Moraleja, lo que te asegura un futuro son los conocimientos y no
el dinero.
La
ingenuidad de la fábula es mayúscula, pero parece ser que yo me la creí y toda
mi vida he sido un estudiante. No he parado de estudiar y de leer, primero en
la universidad, el doctorado y todo eso, y ahora leyendo como si no hubiera un
mañana. No lo digo con presunción, es más bien un hábito, que, junto a mi
profesión en un instituto, me da la sensación de no haber salido nunca del
ambiente.
También
hay un cuento tradicional árabe en el que Nasrudín, protagonista habitual de
este tipo de fábulas moralizadoras, está trabajando de barquero y en su nave
sube un erudito muy pedante. El erudito comienza a hablar sobre sus
conocimientos y pregunta a Nasrudín si ha leído a los autores clásicos. Este le
confiesa que no y el pedante se lamenta de que se ha perdido la mitad de su
vida. La travesía se interrumpe cuando el barco se empieza a hundir bajo el
empuje del viento y las olas. Nasrudín le pregunta a su vez al erudito si sabe
nadar. Este le contesta que no y nuestro héroe le dice: “Pues ha perdido usted
toda su vida”. Para alguien que ha dedicado su vida a leer y leer, y mucho me
temo, sin utilidad práctica directa, este cuento es un buen recordatorio para
no dejar de lado los saberes prácticos.
La
penalización a las ansias de riqueza son una constante en fábulas y cuentos
tradicionales, una desconfianza hacia los que pasan su vida acumulando. Se les
supone tacaños, y, como decían Cánovas, Adolfo, Rodrigo y
Guzmán, no pensaron jamás en sí
mismos… y mucho menos en los demás. Los ricos ahora han cambiado mucho.
Ninguno se vería privado de sus ahorros por un simple naufragio. Para eso están
los bancos, los fondos de inversión, las propiedades…
Además, el
dinero tiene otra cualidad, y es que se puede transmitir. Uno puede heredar la
riqueza de su familia y difícilmente puede heredar sus conocimientos. A pesar
de los estudios de P. Bourdieu sobre cómo se transmite el estatus y la clase,
uno puede muy bien vivir de las rentas que le ha dejado su padre, mientras que
tiene que hincar los codos para alcanzar los grados académicos correspondientes,
por muy ciertos que la situación familiar le conmine a ello y les facilite el
acceso a los blasones culturales y los títulos.
Los
conocimientos, al contrario que la riqueza, no se pueden transmitir. Puede uno
almacenar libros y apuntes como quien almacena billetes y acciones, pero la
conversión es dificultosa. Para que mis lecturas les sirvan a mis hijos tienen
que leer ellos mismos, o tener la paciencia infinita de escucharme, tienen que
invertir un tiempo similar al que yo tuve que invertir. Con el capital
corriente no es tan complicado. Simplemente pueden tirar de tarjeta de crédito.
En ese sentido
la escuela es mucho más equitativa que la vida. Si en la primera uno tiene que
ganarse sus notas por su propio esfuerzo –aun cuando el barrio donde se nazca
tenga tantísima importancia– y empezar –casi—de cero, en la vida real puede uno
empezar en el pedestal que sus progenitores le hayan labrado. En cierta manera
obstinarse en el conocimiento, una vez que uno ha conseguido un puesto laboral,
no tiene mucho sentido. ¿De qué sirve llevarse las tardes leyendo ensayos sobre
el triunfo de la derecha en Estados Unidos o sobre la decadencia de la movida,
o la cultura como fracaso? ¿De qué sirve estar enterado de las tendencias
poéticas en la España del siglo XXI o en la trascendencia de los beat? Vamos desechando enciclopedias que
ya no quieren ni las librerías de viejo y de igual modo vamos a tener que
desechar todo conocimiento enciclopédico. Cualquiera que necesite un dato podrá
comprobarlo en su móvil o en su reloj, y lo que uno aprenda se queda para sí
hasta que la chochez lo pierda para siempre.
Hay tantas
cosas por saber, tanta curiosidad insatisfecha, tanta necesidad de completar
los conocimientos que raya en la obsesión compulsiva. Ni siquiera soy capaz de
asimilar tanta información y sufro una envidia enorme comprobando lo
inteligentes que son estos autores, tan perspicaces, con tanto talento para
explicar lo que uno tiene en la punta de la lengua, que apenas intuye. Y por
mucho que intento abarcar lo presente o lo pasado, siempre surgen autores que
desconozco, teorías que debería investigar, temas en los que soy un completo
ignorante. Todo el esfuerzo que yo haga se perderá como lágrimas en la lluvia,
tal como acertó a decir el actor Rutger Hauer dando voz al replicante Roy
Batty.
Y aquí me veo,
totalmente equivocado en mi vida. Siempre estudiando, siempre acumulando
conocimientos que se quedarán en mi tumba si es que no se me han olvidado antes.
Como antes se burlaban del más rico del cementerio, conmigo podrán burlarse del
más leído del tanatorio. Lo único que me consuela es que no me podrán cobrar el
impuesto de sucesiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario