Juan Soto
Ivars, columnista y novelista, se ha labrado una relativa fama en los medios de
comunicación y es en parte debido a este libro. Arden las redes le ha creado una reputación de enfant terrible y de pepito
grillo del activismo en las redes por aparecer más preocupado por los
excesos del bando que protesta que por las atrocidades del que habitualmente
las protagoniza, más alerta por los futuros problemas del lenguaje feminista
que por los exabruptos de los políticos machistas de toda la vida.
El libro se pone al amparo de
Orwell, patriarca de la lucha contra el totalitarismo del Estado. La intención,
como resalta en su presentación es comprobar “una sensación: que estamos
constantemente envueltos en un estado de irritación y de censura, y que los
medios lo legitiman”, y para confirmarla, “durante noviembre de 2016 abrí todos
los días al azar un par de medios españoles y copié los titulares del tipo de
noticias en que se apoya todo cuanto había escrito”. Dicha lista de noticias se
adjunta en un apéndice.
La primera parte se dedica a
clarificar el concepto de poscensura y la diferencia con la censura
tradicional, es decir, que te juzguen, multen o encarcelen por lo que dices o
públicas. La poscensura es el rechazo
masivo, principalmente en el medio digital, hacia una conducta que puede tener
repercusiones fuera del ámbito de internet: “lo que llamo «poscensura» es un
fenómeno desordenado de silenciamiento en medio del ruido que provoca la
libertad”. Por supuesto, huye de la consabida comparación con la Inquisición.
Son temas demasiado serios. La poscensura es, en suma, un linchamiento digital,
“centenares, miles o decenas de miles de tuits, lo que significa que, durante
unas horas, todos los días, auténticas multitudes anduvieron persiguiendo al
pecador o la pecadora de turno, a quien otros defendían con igual
beligerancia”.
El libro está escrito desde un
estilo periodístico, donde prima la anécdota y el relato y donde la primera
persona está siempre presente. No pretende ser un estudio sociológico y ni
aplica técnicas de investigación social, lo que no le quita interés ni rigor.
Se apoya en una serie importante de entrevistas con diferentes personajes
implicados en casos de censura en las redes y en una labor de hemeroteca
bastante importante. Este estilo es el que le permite asegurar que “las redes
sociales no fueron una respuesta a las necesidades de la humanidad, sino un
reto de informáticos con tendencia a la misantropía, cuyo invento se salió de madre”
(p. 102). En lugar de eso, fueron un vehículo para los miedos más profundos del
ser humano.
El libro pretende ser un canto a
la libertad de expresión, que es un concepto complicado de llevar a la práctica
cuando se ve interferido por conductas totalitarias, como son las que pretende
denunciar a través de estas páginas. En sus páginas iniciales hace un repaso a
la cuestión de la censura institucional haciendo referencia a las Patriot Acts,
la llamada “ley mordaza”, los pactos implícitos durante la Transición española
y a la censura económica que suponen los grandes medios de comunicación que
inspiran la autocensura. Pero también hay que tener en cuenta la ola de
conservadurismo y mojigatería que nos viene desde Estados Unidos: “Sabemos que
la censura necesita el concurso del poder, aunque en materia de libertad de
expresión no sea necesario que ese poder haya alcanzado el gobierno” (p. 31).
En la censura tradicional, como la franquista, el enemigo estaba claro:
“Cuando la ley queda escrita, el
creador aprende a burlarla (…). Sin embargo, en una censura que no se apoya en
las leyes, que no está regida por una autoridad concreta, nos va a ser muy
difícil prever a qué nos estamos arriesgando cuando queramos expresar
determinadas ideas. Además, si la vigilancia no la ejerce un funcionario, sino
que proviene de personas anónimas que dedican toda su atención paranoica a
vigilar cualquier mensaje dañino desde las redes sociales, la amenaza de la
censura se multiplica por mucho que las leyes garanticen la libertad de
expresión” (p. 53)
En estas palabras está, subyacente, un punto de vista algo
elitista del autor con respecto a la masa.
Con la intención de alertar contra los linchamientos digitales, contrapone un
funcionario de una dictadura a “personas anónimas” con “atención paranoica”,
siendo el primero deseable al segundo. Ahora bien, si las redes sociales no
pueden ser lugares de confrontación de ideas, de denuncias, desde cualquier
punto de vista ideológico, habremos perdido, quizás definitivamente, la capacidad
de hacer de ellas un ágora democrática.
La poscensura se
“alimenta del caudal de tres ríos
que confluyen en la sociedad del siglo XXI: las redes sociales, la crisis de
legitimidad de la prensa y una combinación de corrección política y guerras
culturales, que son las dos formas en que se manifiesta en la esfera pública el
conflicto entre las identidades colectivas en el tiempo posterior a la Guerra
Fría” (p. 101)
El primer caso de lo que podríamos denominar “poscensura”
fue el dibujante de cómic Hernán Migoya quien, en 1995, publicó un volumen, Todas putas, en el que pretendía ponerse
en la mente de violadores y que fue acusado de apología de la violación. O el
caso de Marisa Frisa con su libro infantil 75
consejos, que parodiaba los libros de autoayuda infantil y que muchos
tomaron demasiado en serio en lugar de ver la ironía con la que se trataba el
tema. También el caso de Nacho Vigalondo cuando bromeó sobre el Holocausto.
Mención especial merece la actividad de Camilo de Ory, humorista y provocador
profesional a través de las redes, amante de los chistes negros y de la falta
de tacto en las tragedias, y que, para colmo, tiene a las feministas en el
punto de mira. Sin embargo, “el peor linchamiento digital de la historia, por
exagerado, injusto y cruel” fue el de Justine Sacco, quien tuiteó en broma,
antes de subir al avión, “Me voy a África. Espero no coger el sida. Es broma.
¡Yo soy blanca!”. Cuando volvió a conectar el móvil se encontró la catástrofe.
Llegaron a despedirla del trabajo después de convertirse en trending topic y despertar las iras de
multitudes.
Es la corrección política el principal enemigo del autor. Apoyándose en
la hipótesis Sapir-Worf y la obra de Klemperer sobre la lengua del Tercer
Reich, Soto Ivars denuncia la pretensión de un lenguaje más cuidado, del uso de
eufemismos y la actitud quejica de los colectivos sociales que se indignan con
cualquier cosa. Según el autor, la corrección política es la responsable del
triunfo de políticos populistas de extrema derecha como Trump o Farange. Las
guerras culturales son otro de los frentes que han hecho de la libertad de expresión
un “daño colateral” (Guillem Martínez en p. 155). El desarrollo de los
enfrentamientos culturales tiende a plantear las cuestiones en términos
dicotómicos, “ellos” frente a “nosotros”, por lo que cualquier declaración de
unos tendrá respuesta de apoyo unánime entre los suyos y de censura automática
y masiva entre los otros: “La extrema derecha es ofensiva con aquellos que
desprecia, pero igual de mojigata que las feministas de Twitter cuando se
bromea, en lugar de con los tópicos sexistas, con la patria o la religión” (p.
163).
Linchamientos y
contralinchamientos como el de Guillermo Zapata o los relativos a la muerte de
Rita Barberá, linchamientos a desconocidos por desear la muerte de un torero.
La objeción que se puede realizar es que, para Soto Ivars, dar explicaciones o
dimitir por las palabras es un error grave. Así que no se sabe cómo se puede
llegar a un diálogo positivo –aunque sea más o menos bronco–. Los culpables son
aquellos “ofendidos-por-todo de las redes sociales” porque “ni el humor más
blanco está a salvo de la susceptibilidad que se contagia del grupo censor a
multitudes más grandes de personas, dependiendo de cuál sea el nombre del
estigma” (p. 223). Para Soto Ivars estamos en la “sociedad de la mutua
vigilancia. Todos somos censores para el resto, y trabajamos en este terreno
con un ahínco impropio de funcionarios” (p. 249)
Todavía se pueden hacer algunas
consideraciones sobre el libro –y la postura general de Soto Ivars–.
Principalmente denuncia –y él mismo lo reconoce– ejemplos sobre colectivos
“progresistas”, como el feminismo (caso, por ejemplo, de la llamada “cultura de
la violación” o de la tuitera Barbijaputa) o el antirracista, mientras que
tiene mayor simpatía por Camilo de Ory o el cómico Jorge Cremades. Saca a la
luz sus excesos, perdonando, como previsibles, los excesos de la poscensura de
tipo conservador o ultra.
Curiosamente, coincide con la
derecha neocon, en analizar los
fenómenos desde un punto de vista individual, psicológico individual
concretamente. Como los fenómenos de pánico, como el estallido de las burbujas
de los bancos o los atascos de tráfico que derivan de malas decisiones
individuales repetidas numerosamente. Así, culpa a las personas de los
resultados, no a las empresas que los toman en serio y despiden a los empleados
por un tuit. Subestima el refuerzo de los medios convencionales y los trolls a sueldo, que pueden crear
tendencia y que insultan a las feministas. Los medios son cómplices y culpables
en su carrera por conseguir clicks y
visitas a sus noticias cada vez más sensacionalistas y centradas en
“escándalos” por Twitter.
Pero el problema más importante
que suscita la propuesta de Soto Ivars es la ausencia de contrapuesta. Sostiene
Soto Ivars, “es imposible autocensurarse de forma que nadie se ofenda. La
susceptibilidad de la guerra cultural queda por encima de cualquier otra
consideración” (p. 251). Podemos aprender de sus advertencias a contrastar la
información, a criticar la acción y no la persona, evitar los insultos, incluso
a ser menos quejicas, pero, ¿debemos rechazar la acción masiva? Si la acción,
por ejemplo, de un personaje público nos indigna, ¿debemos dejar de compartir
nuestra indignación cuando vemos que ya lo han hecho decenas de personas?
¿Debemos desistir del debate público y dejar la opinión pública en manos de los
medios de comunicación y los periodistas profesionales? ¿Abandonamos las redes
como instrumentos de cambio social?
Podemos, si acaso, cerrar con Edu
Galán, de la revista Mongolia: “a nosotros no nos interesa meternos con los
débiles y sí con los fuertes” (p. 251).
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