La adolescencia
y la juventud tienen merecida fama de períodos intempestivos y atormentados.
Son momentos para hacer gala de rebeldía y desorientación. Acabado el paraíso
de la infancia, se abren múltiples experiencias que pueden conducir hacia el
conformismo o hacia la destrucción, con infinitos caminos intermedios. Al menos
es lo que está establecido desde tiempos inmemoriales, al menos es lo que quiso
la leyenda del romanticismo.
No soy amigo de la nostalgia y
por nada del mundo volvería a pasar por aquellos años. Estoy absolutamente
seguro de que podría hacerlo aún peor. Admito que el deterioro físico es una
excusa perfecta para añorar la juventud, pero volver a pasar por el calvario de
hacerse adulto, no, gracias. Por más que fueran años complicados, los que ahora
corren pintan aún peor. No les arrendaría las ganancias a los adolescentes con
los que convivo veinticinco horas semanales.
Vivir en los tiempos de las
nuevas tecnologías se me antoja complicadísimo. Recuerdo que, cuando me peleaba
con el Rubio, nunca pasábamos a mayores. Cualquier idiotez, cualquier desaire,
cualquier zancadilla iba mitigando su efecto a lo largo de la tarde para,
prácticamente, serenarse tras el sueño reparador. Ahora, gracias a la conexión
absoluta, es difícil sustraerse de las rencillas que se multiplican y agrandan
a lo largo de las tardes y las noches gracias a la jaula de grillos en la que
se pueden convertir los grupos de guasap.
Si los adultos tenemos dificultad en manejarnos cuando se crean para los padres
de la clase de nuestros hijos, no quiero ni pensar cómo gestionan los
adolescentes esa ira sin rostro, los comentarios, las pequeñas venganzas, las
infamias repetidas sin control y sin empatía a través de las pantallas de los smartphones. No hay desconexión.
La expresión vestirse de domingo
tenía sentido en los tiempos cuando el momento se convertía en la ocasión
oficial para la evaluación estética –y ética– de nuestra apariencia. Los instagramers viven en una evaluación
constante. De su aspecto físico, por supuesto, y también de su actividad
cotidiana que comparten, como nosotros compartíamos con nuestros iguales, pero
ellos, con una audiencia mucho más amplia que muestra su conformidad o
disconformidad. Es la cara más salvaje del homo
suadens, de ese razonamiento visceral que nos hace encontrar lo aceptable o
no aceptable según las reacciones de los demás. No tuvimos tanta presión de
agradar, ni herramientas tan precisas para valorar hasta qué punto acertamos o
no. Los adolescentes pueden hacer un ranking
a través de los megusta de las
publicaciones en las redes sociales.
No es nueva la necesidad de
expresar lo que sentimos, y muchos continúan utilizando el papel y la tinta,
pero ahora, gracias al poder de la tecnología, instantáneamente se pueden
compartir vídeos en los que opinamos sobre cualquier asunto, desde los
videojuegos a las anécdotas de clase. Sumándole, además, el estilo histriónico
en el tono de salida tanto como en los comentarios positivos o negativos. El
poder de llegar prácticamente a cualquier rincón del planeta nos abre un
expositor de nosotros mismos y nos deja a merced de quienes quieran apoyarnos y
aplaudir, o rechazarnos y denigrar. Un gran poder exige una gran
responsabilidad. La adolescencia se caracteriza, precisamente, por el
fluctuante entrenamiento en la responsabilidad.
No es cuestión de asustar con
los peligros de la pederastia y el sexting,
del chantaje y la adicción a las redes. El actual es un ecosistema mucho más
salvaje, menos mediado por adultos que apenas podemos re-mediar las
consecuencias.
La autovigilancia constante, la
exposición constante, la conexión constante dirigen la sociabilidad hacia un
escenario tremendamente exigente y competitivo que se suma a la ya complicada
transición al mundo de los adultos. Aprender las normas de cortesía se
considera el ejemplo más paradigmático de la arbitrariedad necesaria en el
contrato social adulto. La mítica rebeldía adolescente se dirigía contra ella
en aras de una mayor franqueza e inmediatez, de rechazo a las caretas y la
hipocresía. Sin embargo, con el tiempo y, por supuesto, con modificaciones, se
va uno adaptando a estas normas del juego –o a otras– por la simple razón de
que facilitan la convivencia. Ser Pipi Långstrump o Guillermo el
Travieso tiene su gracia, y ciertamente algunos seguirán toda su vida
desafiando las convenciones sociales –gracias a dios–, por eso hablamos del
complejo de Peter Pan, y los eternos adolescentes, los adultescentes. El resultado será la gestación de normas sociales
alternativas o el desconcierto becoming.
Ese es el universo del adolescente, ahora, con la posibilidad de imitar
infinidad de normativas diferentes surgidas en cualquier lugar del planeta.
Se dan a elegir entre una multitud de nichos de
comportamiento, que van desde el cosplay
de imitación japonés a los hipster,
de las más tradicionales reivindicaciones de lo propio hasta las modas de los
guetos afroamericanos, seguidores de infinitud de series con su estética
determinada. Además, sucediéndose a velocidad de vértigo, dividiéndose y
subdividiéndose a una velocidad inimaginada para los que nos criamos en las
tribus urbanas, que eran compartimentos más o menos estancos. Los punkis y los rockers,
los pijos de chemise lacoste y los jevis, los catetitos y los
modernos, fácilmente identificables y más o menos cerrados, con unas normas de
comportamiento y una dictadura en los gustos que podía practicar el ostracismo
a cualquier jevi que escuchara a los Stray Cats. El mosaico era reducido, ahora
tenemos un puzle con miles de piezas que cambian con rapidez. Lo que pudimos
aprender con revistas ahora cuenta con tutoriales muy específicos, todo un
dispositivo foucaltiano de biopoder, en el que el control corporal y de
apariencia crean modos de vida simultáneos, como miles de pomas en las espuma
de las olas. No es de extrañar que los adolescentes acaben revoleados con
fuerza, que se rocen con la arena o que pierdan la respiración.
La presión social que deben
aguantar no es sólo la del mundo adulto. Y sabemos lo complicado que es escapar
a la maraña de exigencias y de futuros, de exámenes y de obligaciones, de falta
de espacios de libertad. La presión social entre sus “iguales” –que no siempre
lo son, que parecen en la pantalla de sus móviles iguales, pero que están
orquestados por marcas de productos y servicios, tour-operadores, merchandising…– es brutal para adecuarse
a los cánones desquiciados que están a su disposición.
Con la poca madurez que da una
deficiente comprensión lectora, tienen al alcance modelos de conducta en realities y no son conscientes de su
manipulación. Sexólogos están alarmados de los problemas sexuales que se están
presentando en individuos muy jóvenes que se han criado con el acceso a porno
muy duro, que son incapaces de excitarse ante el cuerpo desnudo de alguien de
su edad porque su imaginario se ha adecuado a las prácticas de una pornografía
muy extrema, que recurren a drogas y a prostitución en una forma mucho más
violenta que generaciones anteriores. El descubrimiento del sexo era el rito de
paso más claro de la adolescencia, ahora puede tomar una deriva muy sórdida,
que afecta por igual a chicos y a chicas de cualquier orientación sexual,
aunque sea de manera sensiblemente diferente. Las chicas deben ajustarse a la
excitación inmediata, a la sumisión a prácticas que antes se consideraban casi
parafilias al mismo tiempo de su
iniciación sexual.
Con la cabeza en las nubes y
miles de estímulos presentes y no presentes, pero todos al alcance de sus
manos. Literalmente, porque viven a través del móvil. Por no hablar del
panorama laboral y vital tan siniestro que les espera. No sé si
afortunadamente, la hiperestimulación los tiene desnortados y parecen inmunes
al “No future”.
Sin embargo, son pasto de
pseudociencias, de mitomanías, de supercherías, de supersticiones y noticias
falsas. A los adultos nos cuesta distinguir unas de otras, y siempre tenemos
debilidad por ciertos gurús. No siempre distinguimos las fuentes fiables de las
que no. Prueba de que es necesaria práctica y habilidad en el manejo de esta
información está en la difusión de fake
news y sensacionalismo. Son las personas mayores las que más credibilidad dan a
los peligros y la indignación se expande rápidamente entre los que no están
acostumbrados a la sospecha y una comprobación rápida en las redes. No es
cuestión de estupidez, simplemente es una costumbre que se aprende.
Los llamados nativos digitales
no nacen con ese hábito y quizás tampoco tienen de quién aprenderlo. Se
manejarán con los teclados mucho más rápidamente, pero se les van los dedos
intentando aumentar el tamaño de las fotografías en papel, acostumbrados al uso
de pantallas táctiles.
Muy difícil crecer en los tiempos del guasap.
M A G N Í F I CO
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