La sensación
íntima de la belleza como un impacto instantáneo se resiste a ser considerada
como fruto de unas normas socialmente establecidas, siquiera de un aprendizaje.
Suele ser tan evidente a los sentidos que es difícil aceptar que estamos entrenados
socialmente a considerar la belleza según un prisma determinado.
Según nos dan a entender los
neurocientíficos, la belleza tiene una base bio-psicológica que algunos se
atreven a asociar con números matemáticos. El más conocido, el llamado número
áureo se aplica a las Bellas Artes y se puede encontrar no solo en la sucesión
de Fibonacci de muchos seres vivos, también en el diseño de edificios como los
palacios nazaríes de la Alhambra. Algo intranquilizador se nos queda cuando
leemos que incluso el rostro humano nos resulta más atractivo si sigue esos
parámetros. Y eso que ya estamos acostumbrados a considerar el eterno femenino
como algo radicalmente histórico, dependiendo de modas y oscilante en sus
curvas.
Nos consuela en cierta forma
pensar que la belleza se basa en algo incognoscible, en un misterio que nos
subyuga al que no tenemos alcance. Y en cierta forma así es. Lo comprobamos en
la contemplación de lo sublime en la naturaleza, en los acantilados que invitan
al abismo; en los cielos de nubes teñidos del rojo intenso de las tardes; en la
grandiosidad terrible del desierto y en los desiertos oscuros de las noches
estrelladas. La belleza se nos escapa y nos sobrecoge. No podemos reducir las
percepciones a unas medidas y a unas proporciones. La inmensidad es tan cierta
que duele.
Hay algo, difícil de explicar
pero claramente advertible en las diferencias entre las obras de arte mayores y
los pastiches, entre un paisaje de Constable y un cuadro para turistas, aun
siendo este realizado con esmero y oficio. Los dorados de Churriguera no son lo
mismo que el kisch sinsentido de la
ostentación con menos clase. Describir en qué consiste es complicado, pero el
ojo cultivado sabe perfectamente distinguir el disgusto de una imagen ñoña de la delicadeza de los
simbolistas de finales de siglo XIX.
La ininteligibilidad del arte la
saben demasiado los productores discográficos. Procuran mediante fórmulas
–radiofórmulas en este caso– emular un éxito reciente, repitiendo las
estructuras, las armonías, los estribillos, los temas. Y el público se da
cuenta. Quizás sea lo mismo, pero no es igual. Aunque se ponga de moda un
estilo y nos inunden los oídos de melodías clónicas, de ritmos calcados,
volvemos la atención a los orígenes y suspiramos. La fórmula repetida no
triunfa. Su belleza no nos sobrecoge.
Y más allá de las modas y de los
oficios de buscador de novedades, la deshumanización de las vanguardias más
interesadas en epatar o en ser los primeros que en crear una belleza.
Interesados quizás, precisamente, en no crear belleza, sino inquietud en el
espectador. El arte quiso dar más aún que el arte, la belleza perdió la
centralidad, el arte se arrogó la obligación moral de servir a unos objetivos
ajenos, a la transformación social, a la conservación de la tradición, a la
propaganda. La música, por ejemplo, tras la explosión hippie tenía que ser más
que música. John Covach utiliza el
término “estética hippie” para dar cuenta de esta aspiración. La música no sólo
debía ser entretenimiento, debía tener un mensaje, aspiraba a la respetabilidad
que sólo la música de tradición escrita tenía, ofrecía el acceso a un mundo
distinto. El arte por el arte quedaba corto.
La belleza sobrepasa los límites
del circuito del arte. Una broma pesada que orquestan las galerías, los
críticos, académicos, coleccionistas. A partir de la carrera de las vanguardias
parece que el texto básico para entender el arte es simplemente el cuento del
traje nuevo del emperador. Muy fácil hacer la caricatura de los necios que
reverencian lo que no comprenden y no pueden ver. Ese campo, en terminología de
Bourdieu, no es el campo de la belleza. Es el campo de la mercancía, el valioso
campo de la mercancía que otorga valor y distinción a quien posee, no tanto la
obra, sino el criterio para distinguirlo. En un juego de espejos infinitos la
apreciación del arte se convierte en una jerga especifica de los iniciados.
La belleza, y lo sabemos en
nuestros intestinos, se escapa por un momento a todo eso. Saber mirar la
belleza de la naturaleza se parece al conocimiento necesario para apreciar la
belleza del arte. Cuanto más sabes, más lo aprecias. Hay ejercicios para
apreciarlos, la tradición japonesa del haiku es un entrenamiento espiritual
para ver la belleza del instante tan poderoso como los comentarios lingüísticos
y artísticos de los críticos y académicos. Educar la mirada como se educa la
mano del dibujante, exactamente con el mismo procedimiento nos enseñó John
Ruskin.
Y confiar en tener los sentidos
abiertos para apreciar la belleza sin intermediarios, para luego, con pausa,
deleitarnos con una apreciación más profunda, que todo nuestro ser, con nuestra
memoria, nuestros conocimientos, nuestra conciencia, traspase la mirada
apresurada. La belleza duele porque los músculos la sienten, duele porque el
corazón siente, duele porque los ojos sienten, duele porque sentimos
intensamente.
Al final, como siempre, aceptar
que ya está todo dicho, porque mientras exista un misterio para el hombre,
sabia Bécquer, habrá poesía.
Qué delicia de artículo que viene a ilustrarnos sobre algo tan complejo y a la vez tan sencillo en ocasiones como es la belleza. Al alcance de todos está, `pero no son todos los que se detienen por un momento en buscar la belleza en cada estado de los que somos partícipes, en todos y cada uno de los instantes en los que con nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato, gusto, tacto, llegamos a percibir ese principio que nos anima a seguir perseverando en esa continua búsqueda de lo que vino a llamarse sublime: LA BELLEZA. EXCEPCIONAL, mi querido amigo.
ResponderEliminar