Daniel Cotta está, poco a poco,
compartiendo su poesía con el público, aquella que siempre ha atesorado y a la
que sólo tenían acceso pocos iniciados. Ha demostrado su solvencia en la poesía
mística, en las distancias íntimas y en el sentido del humor. ‘El beso de buenas noches’ no es, sin
embargo, un conjunto de poemas, es –como advierte desde el principio su autor–
un único libro dividido en pequeñas partes, algunas de las cuales, sin duda son
poemas cerrados. El encadenamiento de los temas y de los argumentos entre las
distintas partes articula un discurso circular, un desarrollo de las ideas, el
despliegue de una tesis. A diferencia de otros intentos poéticos alrededor de
un leit motiv, de un tema con sus variaciones, Daniel Cotta procura
acompañarnos, llevarnos de la mano desde el beso de buenas noches asomándonos
al abismo de la muerte.
La
conciencia de la infinitud y de la brevedad de la vida es una idea que sucede
entre los versos: “Y ahora que te has muerto y que te sabes / metralla
despedida de una estrella, / estás anocheciendo. /…/ Le sientas bien al cielo,
ya lo sabes, / y estás mirando en tus pupilas ese / perfil crepuscular de ángel
caído / (que te sienta tan bien), y te preguntas / por qué te favorece la
tristeza. / Ves el sol / tender sus rayos con el solemne amor de un Crucificado
/ que se ha ido muriendo en cada casa”. Son versos escritos desde una conciencia
creyente, pero con una sensibilidad que excede lo meramente religioso. No se
puede comprender la poesía encerrada en este libro si perdemos de vista la
promesa del más allá de quien profesa su creencia de manera absoluta y sincera.
A pesar de la fe
en la resurrección, la amenaza de la muerte otorga sentido y miedo a la vida: “Porque
él te sale dentro, / te está observando desde su copa de tristeza, / desde esa
copa a que los ángeles caídos / olvidan su perfil desdibujado /…/ No puede
darte / la eternidad que le reclamas / desde que el mundo es muerte”. Ante esta
certeza, el poeta se afianza en la posibilidad de ser una única mota de polvo,
pero una mota de polvo consciente de estar vivo. La certeza de la muerte
permite comprender la vida y vivirla en radical intensidad: “Y ahora que ya has
muerto y que recoges / pedazos de la estrella que ayer fuiste, / caminas por la
calle / con el asombro propio de un difunto / que de pronto despierta maniatado
a un rosario. / Y vas por el embuste de la acera / esquivando fantasmas / que
ignoran que están vivos”.
El punto de
vista, casi omnipresente, es la primera persona, aunque, como vemos en poemas
como Partiremos esta noche, el viaje
no se hace solo, hay más personajes en la obra.
‘El beso de
buenas noches’ es un relato, paso por paso, en el que no estamos seguros de que
no sea el eterno beso de la muerte. El ciclo del sueño y el despertar no deja
de ser un trasunto de la resurrección –que no de la transmigración de almas y
la reencarnación–: “Ten mi arcilla. / ¿En qué me vas a transformar? ¿En verso?
/ ¿En luz? / ¿En rana? / ¿En música?/ Tú eliges”. La incertidumbre, el miedo,
la falta de fe (“¿Haré como si no existiera Dios?”) forma parte del nudo
argumental y vital que propone Daniel Cotta. Es interesante que el tono no sea
sombrío, no sea culpable, sino de una brillantez absoluta. “Cuidado, por
ejemplo, con las fauces / que acechan en el fondo de mis ojos. / Atento a la
tarántula que tienta / tu mano cuando crees que son mis dedos /…/ ¿Y ves mi
corazón? Vigílalo: / dentro vive un avaro / que guarda su rencor como un
tesoro. /Estate preparado, / porque la jaula se abre con tocarla”.
Aunque,
como insiste, “Y luego está la muerte”, la contestación no es la desesperación,
sino la disposición absoluta, lo mismo
con el amor que con el Creador: “Filosófame tú, invéntame. / Crea un sistema
ilógico conmigo /…/ haz de mí una teoría irrebatible, / la luz de una verdad, /
la sexta vía…./ la prueba que demuestra, / cariño, / que no te has equivocado”.
Esta ambigüedad juega a favor del disfrute del poemario: “No soy lectura fácil,
te lo confirmo /… / Me gusta que me lean tus pupilas”; “Un libro es, sin abrir,
un ataúd. / Y yo no quiero que me cierres nunca”; “Sabes que te has casado con
mi miedo. /…/ Y a veces es su boca, no la mía / la que te da, la que te quita
un beso, el beso último / que se disuelve en el azucarillo de tus labios / cada
vez que me das las buenas noches”
“Como aquel jueves en que la
noche echó a volar / y se dejó olvidado el beso entre tus labios. /…/ Entonces
lo encontré; lo vi en tu boca, / con su temblor de pájaro herido. / De allí lo
cogí. / Lo llevo dentro… / Toca, ¿no sientes su latido aún?”
“Porque hay
besos que duran lo mismo que una estrella:
se quedan
estallando para siempre.
Su titilar
vadea las noches más oscuras
como una vela
tibia silencia el apagón.
Te beso en
ese beso cada noche:
lo entregas
con lealtad de primavera,
y yo germino
dentro
con una flor
distinta cada vez,
más sabia,
más madura
y nunca
terminada.
Igual que tú,
que nunca te terminas”
Este
es el miedo que realmente atenaza al autor, no la muerte en abstracto, sino la
ausencia del ser amado: “Tú nunca te terminas, pero el día se apaga / y
eclipsará en el sueño tu presencia”; “Yo me imagino el duende de las buenas
noches / como una llama azul / que estuvo atraída por el amor que arde en las
cosas /…/ con un temblor de mano que se agita / en medio de un andén, / va de
adiós en adiós hasta el último beso. / Ese que de la muerte”.
Debemos
añadir, también, la analogía con el libro, “El sueño es una muerte por
capítulos”, aunque estemos, en estas palabras, adelantando el final, como dice
el autor con ironía… “Capítulo final: /perdón, no suelo reventar los libros”.
Y, de una manera más seria, se pregunta, “¿Cómo serán los últimos renglones, /
la frase terminal, / la última palabra de la mía?”.
Es una unidad
narrativa dividida en capítulos con una sucesión temporal, retórica y
filosófica. Hay mucho de teología y de psicología escondidas entre los versos,
una conciencia lúcida y humilde: “Porque llega al sueño con el alma más pobre /
de lo que amaneció, sabe a derrota”; “Y en esta noche, igual que en otras
noches, / hace miedo”. El miedo que hace es el vínculo con el alma gemela, “Pero
dormirme solo no. Contigo…”; “Que entrar al santuario de los sueños / fuese tan
de los dos como besarnos, /…/. Y no esta soledad, / no estos ensayos de morirse
solo, / no este blando ataúd”.
Sin embargo, a
pesar de todo, continúa el miedo, “Morirse debería ser un pájaro”, mientras que
el autor se confiesa, “Mi corazón está herido de vida por la corazonada de mi
muerte”. La muerte propia frente al mundo que continúa, como diría Juan Ramón,
con los pájaros cantando: “¿Y qué será del mundo sin mi vida? / ¿Será posible
que amanezca?”.
Como decimos,
no es la desesperación y la angustia el acento que predomina; “Hay que decir
adiós a todas horas, / despedirse de todo cada noche / como si nunca fuera a
ser de día / darle el beso más tierno, más intenso a cada cosa. / La vida es un
estar diciendo adiós”. El enfoque es de aprovechar el momento, ser consciente
de cada milagro. Se advierte más claramente en algunos poemas, como Ven aquí, otoño y dame… o Y ahora acércate tú… suponen un respiro
más de Jorge Guillén, con más júbilo “A todos os doy gracias / por haber hecho
que este adiós se llenara de lágrimas”.
El acto final,
la postrera resolución se inicia con resignación: “Ya no leeré más versos / ni
escucharé más músicas. /Tanta y tanta belleza que hice mía / perecerá esta
noche”; “Con razón a esta amarga
despedida / la llaman muerte. / Ahora lo he sabido: / morirse no es inexistir.
Morirse / es deciros adiós” y, por último: “Y ahora que he muerto y he perdido
/ los trozos de estrella que ayer fui, / ahora que no hay más atardeceres, /
ahora que no hay duendes besucones, /…/ la respuesta que Dios guarda en la
manga de la última estrella. / Solo que a mí me pillará dormido”.
El mensaje, el
radiante mensaje, es el cierre del poemario, un cierre que, en realidad, no es
sino el comienzo: “Y para terminar –para empezar–, / vine, como la risa de un
arroyo, / tu voz con el milagro: «Buenos días»”.
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