Acto III
Y en ese ínterin llegó el coronavirus.
Al principio parecía lejano y las sociedades occidentales oscilaban entre el
catastrofismo mediático y las llamadas a la calma. Cuando aparecieron los
primeros casos en Italia o España, las autoridades parecían seguir el guion de
las autoridades en las películas de catástrofes de los años 70, ante todo
mantener la calma y no provocar el pánico en la población. Aun así se acabaron
las reservas de papel higiénico, lejía y alcohol desinfectante, en más de una
cadena de supermercados. Sin embargo, la escalada logarítmica de contagios no
podía seguir la misma lógica que en la provincia de Wuhan. Allí solo podían
contagiarse de los que vivían en la región, en cambio, en Europa, el contagio
se produce desde los que viajaron a China a los que tuvieron contacto con esos
viajeros, ya pertenecieran a un país de Oriente como a otro Europeo. Desde
Italia se ha podido contagiar a parte de la población de Francia, o de
Alemania, o de Libia… y todos estos pueden aparecer por Madrid. Las sucesiones en
progresión logarítmica son el resultado de multiplicarse los nódulos de
contacto hasta que la OMS decretó la pandemia.
Cada país ha
ido optando por soluciones diversas, especialmente dos con variantes. La
primera es la del confinamiento para controlar la difusión del virus y no
colapsar el sistema sanitario. De una forma más rígida o más comedida, los
países de la Unión Europea han optado por esta. En especial Italia y España.
Otros, como el Reino Unido en un primer momento, Suecia o Estados Unidos, han preferido
optar por un enfoque econométrico y aceptar que sus intereses van más allá de
lo inmediato, que es el problema de salud, y mirar hacia la guerra económica.
Asumen un alto porcentaje de muertes a cambio de que la actividad económica no
se resienta. Sin embargo, tanto unos como otros parecen vueltos hacia el
keynesianismo de alguna forma. Para lidiar con la catástrofe hay que recurrir a
la intervención del Estado en el sector productivo y en los intercambios, en la
financiación, y si es necesario, en el bloqueo de fronteras y el confinamiento.
En realidad,
este 2020 está resultando ser el Gran Confinamiento con más propiedad que el
acuñado por Foucault para la locura en la época clásica, con el gran
antecedente de la Peste Negra. Quizás todos estemos locos, o lo acabemos
estando entre las paredes de nuestro hogar –quienes lo tenemos–. Quizás la
estrategia es la transferencia total del control sobre los cuerpos sobre cada
individuo. Transferencia, que no independencia. Todos seguimos las instrucciones
de las autoridades sanitarias. Es por nuestro bien, por nuestra supervivencia.
La cuestión es
que las condiciones son mucho más duras en esta situación de crisis. La
consigna es una metáfora bélica, al menos, en España. Esto es una guerra, los
sanitarios son soldados… Todos tenemos que contribuir a la victoria.
Venceremos. Además de las implicaciones de la metáfora (que brillantemente
comentaron Santiago
Alba Rico y Yayo Herrero), la realidad palpable es la aplicación solemne de
los principios del Poder en el Antiguo Régimen, la aplicación del monopolio
legítimo de la violencia, la policía patrullando y el ejército por las calles.
Hobbes fue el resultado de la gran convulsión de los tiempos de Cromwell y la
Guerra Civil. El Estado Absoluto se activa con la aparición del peligro hacia
su integridad. El Estado nace del estado de excepción, que suspende la ley sin
salirse de ella. El Estado de derecho es la continuación de la excepción por
otros medios.
Esta situación
es la superposición de ambas concepciones del poder. La antigua concepción del
poder de hacer matar con la nueva del hacer vivir. Y, a diferencia del Antiguo
Régimen, el Estado posee ahora mucha más efectividad, mejores y mayores
recursos y tecnologías para acceder al control de los cuerpos y a la
información que ellos proporcionan a través de la cual pueden moldearlos. Se
baraja la utilización de los datos de geolocalización de los móviles para
comprobar la efectividad del confinamiento.
La lucha por
el control de la información está demostrando ser un duelo del saber/poder. No
tanto porque el conocimiento sea poder, sino porque el poder deviene de la autoridad
del conocimiento. El líder de la oposición, Pablo Casado acusaba sin sonrojarse
al jefe del Ejecutivo de parapetarse en los científicos en lugar de asumir el
liderazgo de la situación. Probablemente el presidente del Partido Popular no
se refiera a las críticas de la sociología del conocimiento ni sea un
nietzscheano que desconfíe de la ciencia. No es un filósofo posmoderno que
sostenga que la verdad sea un constructo definido por los ganadores. Lo que
pone de manifiesto es la lucha por el control político y, quizás, un rango de
ciencia que habría de escoger entre las relacionadas con la medicina y la
biología con la estadística y la economía.
Pero, como
sostenía Foucault, el poder es el poder sobre los cuerpos. Sin embargo, no es
el poder quien controla los cuerpos, el poder fabrica los cuerpos. En los
tiempos de la pandemia la fabricación de los cuerpos incluye extensiones
tecnológicas mucho más sofisticadas. Las conexiones digitales ya son
suficientemente creadoras/represoras antes de la utilización de los
dispositivos de control de la salud. El flujo de información va parejo al flujo
de los deseos que se materializan o continúan en las pantallas. De este poder
creador se nutren las decisiones de los Estados en los momentos de la pandemia.
Ya no se trata, dice Paul Preciado,
de la obsesión por la pureza de sangre, o de la raza, no se trata de la
preservación de la virtud frente a la sífilis. Ahora estamos en una sociedad
digital y el control de los cuerpos se hace a través de los dispositivos.
Cuando decimos control decimos creación. No se trata de la regulación por
instituciones disciplinarias, al contrario, se trata de la hipermedicalización
somática y psicológica. La epidemia mundial acelera el proceso. Deleuze pudo
actualizar las tecnologías de control más allá de lo que Foucault pudo atisbar
antes de su muerte. Las nuevas máquinas están mucho más perfeccionadas y son a
la vez indicio y producción de ese biocontrol, máquinas de un tercer tipo:
En el régimen hospitalario, la nueva
medicina «sin médicos ni enfermos» que localiza enfermos potenciales y grupos
de riesgo, y que en absoluto indica un progreso en la individuación como a
menudo se dice, sino que sustituye el cuerpo individual o numérico por una
materia “dividual” cifrada que es preciso controlar. (Deleuze)
Agamben situó el estado de
excepción como el eje en el que el Estado queda evidenciado sin mediaciones
sobre la vida y la muerte de los ciudadanos. Él aventuraba que el estado de
excepción se volvería la regla de la política contemporánea. Su modelo-espejo
era el de los campos de concentración. El temor al autoritarismo quizás le haya
forzado a desconfiar sobre la epidemia y a errar completamente en los cálculos
de alcance del coronavirus, desprestigiando su opinión en esta crisis.
Es también muy
interesante cómo la población está aceptando las medidas dictadas desde el
gobierno. Al margen de usarlo como arma política para desprestigiar al
gobierno, la mayoría de la población está asumiendo la postura e haciendo
interno el control para no salir de las casas. No todo el mundo, no todo el
tiempo. En los primeros momentos, cuando se establecía el decreto de alarma y
el confinamiento. No fueron pocos los que decidieron huir de las grandes
ciudades, especialmente de Madrid, para refugiarse en segundas residencias o
reunirse con las familias, en el caso de los estudiantes y desplazados. Quizás
esta migración fuera tan decisiva como las concentraciones previas de
manifestaciones y actos públicos. Algunos, principalmente, desde el espectro de
la derecha, solicitaban el cierre de fronteras haciendo gala de la política
xenófoba. El president Torra
solicitaba el confinamiento de Catalunya para, con la excusa de prevenir la
propagación del coronavirus, se formalizara de facto la independencia que
llevan ansiando los nacionalistas. A diferencia de otras pandemias, como la del
SIDA en los años ochenta, o la consideración de los judíos como “sangre sucia”,
incluso de los emigrantes para el imaginario de los países del Primer Mundo, en
el caso del coronavirus el enemigo es interno, se conforma en los propios
cuerpos. Las fronteras que se establecen entre Estados se convierten en
fronteras dentro de los propios individuos. La epidemia está volcando sobre los
sujetos (cuerpos) las decisiones que se tomaban como Estados. La pandemia está
justificando y legitimando este control.
Se reproducen ahora sobre los cuerpos
individuales las políticas de la frontera y las medidas estrictas de
confinamiento e inmovilización que como comunidad hemos aplicado durante estos
últimos años a migrantes y refugiados —hasta dejarlos fuera de toda comunidad—.
Durante años los tuvimos en el limbo de los centros de retención. Ahora somos
nosotros los que vivimos en el limbo del centro de retención de nuestras
propias casas. (Paul Preciado)
En un paso más
allá de la gestión de la peste, que conocemos gracias al Decamerón o que sufrió
el pobre Romeo cuando su enlace, Fray Lorenzo, es apartado por la sospecha de
venir de una ciudad con la peste; el confinamiento no es dentro de los muros de
una ciudad. El confinamiento es entre las paredes de la propia casa. El
siguiente paso es la biovigilancia a través de los test que localicen los casos
y prevengan la respuesta sanitaria. La consecuencia, según Paul Preciado es la
conversión del cuerpo físico en un cuerpo sin piel. Una nueva subjetividad sin
manos, sin moneda, todo ordenado y trabajado desde la red; pagado con tarjeta,
sin contacto físico. La casa no es solo el lugar de confinamiento, como la
actividad de ocio no es solo el consumo. A través de la sociedad de la
información, la casa es el lugar de producción y distribución de bienes y
servicios en una “prisión blanda”. Teletrabajo y teleconsumo en una especie de
transformación del Cuerpo Sin Órganos, es el sujeto sin cuerpo. Y, sobre todo,
y más inquietante, una subjetividad que no se reúne, no se colectiviza.
En la
terminología de Sloterdijk, hemos llegado al extremo de la creación de una
atmósfera propia. Las mascarillas traspasan el límite de las esferas íntimas
para recluirse en elementos autónomos. La lucha por la adquisición de
mascarillas está resultando una cuestión de Estado al par que una cuestión de
estatus. Las mascarillas habituales, como las que se llevan de manera cotidiana
en algunos países del Extremo Oriente, no son tanto una medida de defensa
contra un virus exterior como un signo de cortesía hacia los demás. De esta
forma, utilizar tanto las tradicionales de tela como las quirúrgicas es más una
manera de sentir que se está tomando algún tipo de medidas que una medida
eficaz en sí misma. Las mascarillas que protegen realmente del contagio son las
FFP2 o FFP3, que, en estos momentos de pandemia, se convierten en un material
susceptible de mercado negro mientras que los sanitarios carecen de ellas. Los
equipos de protección individual o EPI son muy escasos. Todo ello dibuja un
panorama de microatmósferas en las que cada individuo respira su propio aire,
se contagia de sí mismo con la ilusión de mantener las fronteras de su propio
cuerpo a salvo. Miles de microatmósferas en burbujas que se mueven en oleadas
minúsculas por las restricciones del movimiento de la población.
Los hikikomoris
son adolescentes japoneses que se confinan voluntariamente en sus cuartos para
evitar los contactos sociales de los cuerpos mientras que, gracias a las
tecnologías digitales pueden desarrollar una vida social virtual. Estos
eremitas del siglo XXI han sido la avanzadilla para este confinamiento. Somos,
en palabras de Juan
Irigoyen, hikikomoris obligatorios. Después de la República Independiente
de tu casa, llega el hábitat atómizado e higienizado del hogar. Un paso más en
la reducción de la vida social y el aún mayor declive del espacio público –el
automóvil fue otra avanzadilla, pero en esta fase se sacrifica la movilidad del
individuo.
Afortunadamente
siempre quedan resistencias. Las comunidades virtuales están apenas
funcionando, las redes de solidaridad se van estableciendo, si bien en pequeños
detalles y a pequeña escala. Los aplausos a las 20:00 para los sanitarios y
personal que se encarga de la protección son una vaga seña de identidad
comunal. Una nueva tribu de balcones, programada y limitada en el tiempo.
Organizaciones de voluntarios para hacer las compras o entregar medicamentos,
solucionar problemas de falta de medios y de pobreza que irán aumentando con la
paralización económica. Los ciudadanos están asumiendo que el Estado no va a
poder asistir como durante el proyecto del Bienestar se presumía.
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