Entre las palabras más denostadas está la rutina. A ella se le achacan todo tipo de crímenes y despropósitos. Es la rutina quien destroza la ilusión de un trabajo, es la rutina quien mató al amor. Madre de la depresión y pariente cercana de la locura. La imagen de la distopía es un rebaño de humanos repitiendo día tras día las mismas acciones, con la misma devaluada emoción, con la esperanza de que a la mañana siguiente siga saliendo el sol y volviendo a recapitular cada minuto de la jornada que ya se fue.
La rutina golpea fuerte, la rutina se cuela por cada rincón de las cocinas y de los dormitorios, se agazapa en las camas de matrimonio y embadurna de cremas los espejos. La novedad la mira con desprecio. La ilusión es hacer saltar la rutina por los aires traer a la vida sueños y sorpresas. Casi nunca pensamos en pesadillas y desgracias cuando despreciamos la rutina. La seguridad de que se va a repetir lo ya vivido es un grillete enormemente pesado, una condena sin posibilidad de revisión de pena. Y la vergüenza estética de ser o vivir lo típico que nos expulsa de la individualidad desafiante de lo único.
Poco pensamos en los posibles beneficios de las rutinas. Recordamos con añoranza los primeros años en los que todo era nuevo, en los que las vivencias eran inexperiencia, los triunfos cotidianos, alzarse erguido sobre las piernas, andar, montar en bicicleta, leer… se sucedían con la mezcla del desparpajo y el orgullo de haber cruzado la meta, alcanzado el pico más alto, logrado la hazaña jamás soñada. La nostalgia de aquellos años imberbes, de primeros enamoramientos, del momento justo antes del beso, de la euforia de tantas madrugadas sobrecoge nuestro corazón cansado.
Sentimos la pérdida de repetir las cosas. Que un beso ya no sea el primero, que un paseo vuelva por los mismos pasos, que una ola y otra ola se parezcan tanto que sean indistinguibles. Que un día y el siguiente se confundan en una memoria saturada de planes y recuerdos. El corazón ya no se acelera con la misma intensidad. Y no lo asociamos con un volante, ansiamos el vuelco de una mirada.
Hacerse mayor es una rutina, más días, más ocasiones para abrir las puertas sin mirar, no ser conscientes de habernos puesto unos calcetines que son iguales a los del día anterior, iguales a los que están en el cajón y en la colada. La rutina pesa, más que la vida, más que los años, más que la gravedad y por eso nos mantenemos en equilibrio cuando montamos en bicicleta. Es la rutina la que nos despreocupa, las que nos facilita las acciones, las que evita los sobresaltos, la que saca de los focos todo aquello que ya no nos interesa, pendientes que queremos estar ante las novedades, los planes y los sueños.
Septiembre es el mes de las rutinas, de recomenzar lo que siempre ha sido, de acabar con la situación de excepción de las vacaciones, del paréntesis de los días más largos y de las noches sin mantas. Retomar lo que ya sabemos y confiar en el instinto que guardó las habilidades de mantener el equilibrio. Probablemente este sea el septiembre más atípico. Ni siquiera la normalidad es ya normalidad, solo se mantienen las promesas de los coleccionables. Las nostalgias de las luces de septiembre, a medio camino entre el verano y el otoño más benigno no serán las mismas si únicamente podemos mirar a los ojos. Los más pequeños vivirán encapsulados y con el temor, no sabemos cómo vamos a poder reaccionar, programar, vivir en una situación tan descorazonadora como esta. Ahora sí que, dentro de nuestro diminuto corazón, echamos de menos las rutinas acostumbradas. Quizás es el momento de elogiar las rutinas, lo cotidiano, lo que nunca cambia, lo que se repite y nos promete seguridad.
En una de las últimas películas de Ken Loach, la familia protagonista está asomándose al precipicio, saturados de trabajo, problemas con los hijos adolescentes que se desbordan cuando el padre comienza a trabajar como repartidor de una empresa. Era un obrero de la construcción en paro que pasa a ser uno de esos falsos autónomos que se endeuda para conseguir una furgoneta y dispone su vida y sus recursos para conseguir entregas a tiempo. Cuando estallan los problemas, la hija pequeña, de unos once años, le pide que todo vuelva a ser como antes. Llevo siguiendo el cine de Loach desde hace décadas y reconozco todas esas vidas truncadas por el neoliberalismo que golpeó Inglaterra y el resto del mundo. Algo ha cambiado, sin embargo, en las primeras, como Riff-raff o Lloviendo piedras, el protagonista aspiraba a logar algo, a salir del paro, a una primera comunión para su hija, a un mundo mejor, en suma. Ahora los personajes, vencidos, solo tienen en su horizonte volver a un pasado que no era idílico ni mucho menos. Se ha devaluado la utopía. El mundo mejor se reduce a la rutina.
Rutina para que la conciencia no se desespera, rutina para que el futuro no sea un abismo, rutina para sobrellevar las pérdidas, rutina para no echar de menos sus presencias. La rutina es el alimento para Sísifo. La rutina es el modo con el que algunos nos refugiamos del miedo, es la fuerza que nos alimenta para un mundo inabarcable. La rutina es para algunos, el tratamiento paliativo contra el dolor y el sinsentido de la vida.
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