Para empezar, más que bueno o malo, es inevitable. Y sano que haya artistas de cualquier color político.
La idea viene un poco de lo que John Covach denomina la estética hippie (the Hippie Aesthetic), es decir, la obligación de que la música ofrezca algo más que música. En los inicios, el rock and roll era solo música para bailar, sin mayores pretensiones, ni artísticas (roll over Beethoven) ni éticas o del compromiso. A partir de los hippies y de cantantes-compositores como Dylan, se consideró, no solo que fuera un plus que el artista tomara partido por causas justas, sino casi una obligación el compromiso. Los Beatles nos acostumbraron a ofrecer siempre algo más en cada nuevo elepé. Artística y políticamente la música fue algo más que música. De hecho, cada estilo que se ha apartado voluntariamente de esta premisa ha estado marginado en la crítica establecida, como la música disco en los 70 o el reguetón en la actualidad. Public Enemy aspiraban a ser la CNN para los negros.
Cuando Russian Red se declara de derechas, o Taburete no esconden su procedencia familiar, o Sherpa se desmarca con unas declaraciones criticando la gestión del gobierno socialista de la pandemia, o Pitingo hacen declaraciones de corte conservador les llueven las críticas. Pero no más que cuando muchísimos artistas reniegan del compromiso y defienden que el arte debe ser solo arte y que la política casa mal con la creación musical. Cuando grupos comprometidos de izquierda sufren las críticas, las sufren de veras, incluso con denuncias y juicios de por medio, como en el caso de algún rapero o de Reincidentes. ¿Necesitamos recordar el caso de Willy Toledo? Manu Chao sufrió cancelaciones de su gira con Fermín Muguruza por el pasado de este en Kortatu, muy cercano a las posiciones de ETA (como la canción Sarri, sarri). Pero ni en este caso ni en los de las campañas contra Luis Pastor, no se mencionó para nada la llamada “cultura de la cancelación”.
Se da por sentado, no sé realmente por qué, que el mundo del artisteo, en especial los músicos y los actores, son progres y, directamente, ya merecen la condena. Además, se les considera con una especie de hegemonía cultural. Algo realmente asombroso, sobre todo teniendo en cuenta que están sujetos a las leyes del mercado y el mercado no suele ser progre. Alaska y Nacho Canut realizan declaraciones culpando a los desahuciados de haber vivido por encima de sus posibilidades. Y se les critica. ¿Por qué no se les habría de criticar? Víctor Manuel y Ana Belén han sido criticados muchas veces por llevar un estilo de vida acomodado, supuestamente incoherente con los valores que dicen defender. Lo único que se me ocurre es situar este tópico durante las campañas electorales de los primeros 80, con los mítines fiesta, donde el caché de los artistas pudo subir holgadamente gracias a las contrataciones de partidos políticos y concejalías de fiestas. Y como en aquellos entonces el PSOE arrasó en las urnas...
No creo que sea ahora el mismo panorama. Esta podría ser una reflexión del tipo “y tú más”, pero pretende ser algo más. No solo es la acostumbrada llamada de atención sobre la indignación diferencial, esa que afecta a sujetos por los que tenemos simpatía e ignora los demás casos, por mucho más graves que sean. La exigencia para ser coherentes se suele aplicar a los llamados progres, y muy poco a quienes se declaran conservadores. Un poco como si ser conservador, lo que antes se llamaba pequeño-burgués, fuera la condición de fábrica, el espíritu por defecto de los seres humanos y no se necesitara hacer nada para ser fieles a esta ideología. Estaría divertido exigir a los que defienden la religión católica en los colegios, que fueran a misa y cumplieran con los mandamientos, que no usaran preservativos y no maldijeran. Divertido pero estéril.
Me crie en una época de cambios, en plena transición empecé a tomar conciencia tanto musical como política. Mucho ha cambiado desde entonces, ya no escucho Quilapayún ni me parecen tan sensatas algunas de las ideas de adolescente. En ese caso, me he radicalizado bastante. A lo largo de los ochenta, y sobre todo, a medida que nos acercamos al cambio de siglo, la ideología dejó de estar de moda y lo cool era ser desinhibido pero apartar la política. Como sabemos, esa es la quintaesencia de la movida, especialmente del relato que se construyó entonces y se repite ahora como un mantra. Se salía de una España gris y se abría el país a los colores. Quien no esté colocado, que se coloque, coreaba feliz el querido profesor-alcalde. Quejarse de las condiciones políticas o sociales no estaba de moda, aunque movimientos como el llamado Rock Radical Vasco tuvieran un nihilismo crítico con muchísimos seguidores. Aquellos que se atrevían a meter algo de contenido crítico o social eran tachados de plastas: “si alguien no lo puede evitar, vuelve la canción protesta”, cantaban con mucha sorna Los planetas.
A pesar de todo daba la impresión de que por definición los jóvenes eran progresistas, más que a favor de algo, estaban en contra de imposiciones. El fenómeno no es específico de España, la revolución conservadora arrasó en Inglaterra y el neoliberalismo se ha instalado como el nuevo paradigma, conjugando como un equilibrista, defender posturas mainstream en cuanto a economía con respuestas estrafalarias en sus comportamientos. El caso de Alaska, escribiendo en el Abc, es muy significativo. Una artista que ha mutado y ha defendido muchísimas actitudes rebeldes ahora se muestra amante de lo kitsch y de la cultura de masas en un sentido netamente conservador. Por llevar la contraria a los que llevaban la contraria se ha vuelto convencional. Sigue sin afinar cuando canta y sin terminar la carrera de historia, pero se ha convertido en un icono de lo que es un artista instalado en lo convencional.
No es, no debe ser, ajena a las críticas. En la medida en que un cantante es preguntado por cuestiones de actualidad y se moja políticamente está expuesto a simpatías y a descalificaciones. No termino de entender por qué debe interesar la posición política de Joaquín Sabina o lo que opine Sherpa sobre la gestión de la pandemia. Hacerlos líderes de opinión es una temeridad que beneficia a los medios de comunicación que los sacan en portada, y, a veces, también les beneficia en sus carreras. Quizás por eso se prestan a un juego peligroso en el que los medios buscarán la respuesta chocante, el titular polémico aun a costa de tergiversar las palabras literales. Javier Álvarez o Ismael Serrano se mojan y son criticados y denostados; que le pase a Pitingo es la otra cara de la moneda. Si te preguntas a por qué hay tanto rechazo a este último, pregúntate también por qué no se aprecia musicalmente a los primeros. Cuando alguien es progresista, advertir de los peligros de un discurso de derechas es más que una cuestión de gustos, no hablamos de equipos de fútbol, es una cuestión de triunfo de unas políticas frente a otras, de un modelo de sociedad más justo o no. Evidentemente, para el caso contrario sucede lo mismo. Critiquemos pues, y yo el primero, por la senda constitucional.
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