El otro día, durante las clases, sufrí una decepción de las grandes, como profesor y como persona que vive en democracia. Tocaba hablar de los regímenes democráticos, de los autoritarios, de las distintas instituciones de España y la Unión Europea cuando uno alumno saltó defendiendo que “Franco no había sido un mal dictador”. Me aseguré de que no hablaba de bueno o malo como se habla de un mal veneno que no consigue envenenar. En su conciencia no había entrado siquiera el concepto de pluralismo político o división de poderes y, sin embargo, había aprendido el soniquete de que Franco no era tan malo, que había conseguido un orden y una paz que ahora no tenemos. Aunque no deje de pensar que podía ser una provocación intencionada la desazón es grande. Son alumnos que no han conocido otra cosa que la democracia, cuyos padres, probablemente tampoco recuerden excesivamente el franquismo. Quizás sea por eso.
También me afectan otros momentos en los que se detecta cómo los discursos adultos van calando de manera irreflexiva en los alumnos. A los pocos días un alumno mayor, con capacidad de razonamiento y madurez notables llegaba a la conclusión de que los extremos al final acaban pareciéndose, que eso es lo que había sacado de estudiar los regímenes de la historia contemporánea universal y de España. Había entendido que la autarquía franquista, a fin de cuentas, era igual que el comunismo estalinista, una forma autoritaria de control de la población, la economía y la ideología. La polarización podía llevarse, según ese alumno, al panorama político actual. Los extremos no solo son malos, sino que se tocan. Dicho de otra forma Podemos y Vox son igualmente detestables porque básicamente son lo mismo.
Tuve que recordarle algo tan obvio como que durante el estalinismo, entre los millones de muertos y deportados estaban los burgueses y aristócratas mientras que el franquismo cuidó muy mucho de la burguesía y la aristocracia que lo había alzado, que puso a su servicio el régimen y el propio Estado para que pudieran enriquecerse y controlar la sociedad. No hablamos de maldad de unos frente a otros, sino que no son extremos de una misma cuerda, son caminos distintos en los que podemos espigar similitudes pero que se distinguen radicalmente.
Parte de la culpa la tiene la malinterpretación de Hanna Arendt del fenómeno del totalitarismo. Identificar nazismo, fascismo y estalinismo ayuda y clarifica muchísimo los mecanismos de los Estados que anulan la voluntad individual, pero embrolla enormemente las diferencias entre unos y otros. Para el fascismo el Estado servía para salvar a los capitalistas, para Stalin el objetivo era un capitalismo de Estado, ahogando a los trabajadores en aras de la lucha final. La condena firme que debe establecerse hacia el estalinismo, el maoísmo o las atrocidades de los jemeres rojos ha tapado que existe una forma democrática de entender el comunismo. El PCE apoyó unánimemente una constitución monárquica –no todos los diputados de Alianza Popular lo hicieron– mientras que no hay ninguna manera democrática de entender el fascismo. Luego habría que clarificar si hay algún partido en la actualidad escena española que pueda ser tildado de fascista.
Hemos llegado a un punto en la identificación política que se considera extrema izquierda lo que se hubiera tachado de socialdemocracia templada durante la Transición. Personalmente he escuchado tachar de extrema izquierda a El País, cuando ni siquiera Al rojo vivo de Ferreras es particularmente radical. Por eso resulta tan llamativo la recurrente acusación de guerracivilista, como si el PSOE de Prieto o de Largo Caballero tuviera algo que ver con el PSOE de Montero y Calviño, criadas en el más sentido neoliberalismo. O si el Podemos de Pablo Iglesias estuviera abogando por quemar las iglesias, válgame la redundancia. El problema, a mi entender, es que se toman como extremos dos elementos que no tienen por qué ser extremistas. Uno puede ser todo lo vehemente, incluso faltón, que quiera pasar al extremo. Un defecto, quizás, de una mente dicotómica, o a lo sumo, tripartita, en la que hay, como en los sueños de Trapiello, dos extremos y un centro que rehúye de ambos. Todo ello, en el caso, como decía, que se sitúen en la misma línea argumental, porque no tiene demasiado sentido comparar la política de Biden por un lado y por otro la de Netanyahu y decir que ambos son extremistas. Ni siquiera, por lo que vemos, poner a un la do de la balanza los ataques del ejército israelí y los de la población palestina, por mucho que Hamás considere, en sus estatutos, al estado de Israel como su enemigo. ¿Son comparables? Por supuesto, siempre se puede comparar, lo que no se puede es sostener que son equivalentes.
Todas estas decepciones hacen que comprenda la decisión final de Stefan Zweig.
No hay comentarios:
Publicar un comentario