miércoles, 16 de junio de 2021

Reseña de Coriolano González Montañez: ‘Padre (2002-2016)’. Ediciones La Palma. 2020

Padre (2002-2016) - Ediciones La Palma


Nació en Santa Cruz de Tenerife y es profesor de lengua. Su primeros poemas fueron antologados en El viaje (19842000), después vinieron Las montañas del frío; El tiempo detenido (2006), Otra orilla (Cuadernos de Guillermo Fonte) (2008); Retorno (The dream is over); Calatonia (El viaje), La luz y Cuadro y votos de viaje (1988-2009), Mapa del exilio (2018) y Mapa de la nieve (2018). Está en varias antologías y ha obtenido varios premios como el Pedro García cabrea o Julio Torra. Según el autor, “Padre (2002-2016) es una obra integrada por veinticinco poemas que hablan de mi padre, desde el instante preciso de su muerte hasta el momento en que sus cenizas son esparcidas 14 años después”. Según se indica, algunos poemas ya fueron incluidos en otros libros, pero hay bastantes inéditos. Cariolano González divide el volumen en dos grandes bloques, en los que se valora más la continuidad orgánica que la mera sucesión cronológica. Los poemas abarcan desde el “instante preciso de su muerte hasta el momento en que sus cenizas son esparcidas catorce años después”.

La muerte es un destino que habremos de sufrir, primero como espectadores para luego ser alcanzados por ella. Como bien expresa el poema, “La muerte sucede en lo cotidiano, en un morir lentamente, en un deseo de no nombrar la palabra muerte y la palabra que la nombra no exista. (…) Así me sobrevino tu muerte”. La muerte es, sobre todo, la interrupción de toda conversación, el final físico de la interpelación mientras que los que quedamos alrededor cargamos con las preguntas y todo que necesitamos compartir: “Tú te quedaste atrapado en un silencio profundo y yo con tantas cosas que contar y recordarte; en un silencio redondo, sin esquinas, y yo sin poder encontrarte, enredado –como siempre– en el tiempo y en las sombras”. Acierta el autor a destacar la sutileza de los otros silencios, destacando el recuerdo de aquello que se pierde (“Y le hablo a ese único resto de vida que queda en ti. Quiero recordarte que también hubo días llenos de otros silencios y que, por un instante, no son memoria”), aunque se intuye el temor a que el olvido que fue se repita. Es ahí donde la figura se revuelve en aquel niño, “Es ahora un niño quien entra en la casa y te llama (…). Un niño que encubre el dolor y que imagina cómo vuela a un mundo poblado de sueños”.

“No importa, si tanto amor, si tan pocas palabras” resume con rotundidad poética Coriolano González. La memoria es la vuelta de la moneda de la ausencia, y por eso se rescatan las reflexiones sobre las huellas que deja: “Que sea tan intenso tu recuerdo, que me olvide de tu nombre, de tu rosto, de ti para siempre, para luego, definitivamente, recobrarte único e indivisible, tú, eterno, no muerto, no vivo, adormecido en la cortina de mis ojos, ya inmortal”.

El dolor es el lenguaje más duro de una ausencia, más aún de una muerte: “Ms venas tienen el color del dolor”. El dolor de lo que no va a volver. Tampoco volveremos nosotros: “lo que entendí y me hizo sentir dolor fue descubrir que la infancia se había acabado como se acaba la rutina y aparece el recuerdo (…). Porque ya jamás volveré a mostrarte aquel territorio lleno de senderos y horas, aquel territorio mítico de una infancia de la que te llevaste la parte que solo para ti fue creada”;  “Y sé que no tendrá el color de siempre, que jamás volverá a ser claro como los días de la infancia, porque este vino que beberé, que ya no es tuyo, que ya no es mío, tendrá el sabor de la pena. Y este vino me llenará de vida o de muerte, que ya nada las distingue”.

La segunda parte comienza con la presencia física del cuerpo y el rito que le rodea: “¿Por qué la humillación del velatorio / El cuerpo rendido, mancillado, abandonado /…/ Solo en las cenizas se encarna la plenitud del ser que habitó” (Acerca del cuerpo). Los momentos trascendentales son mucho más que una muesca en el tiempo, suponen un renombrar, una reestructuración de lo que nos queda por vivir, del calendario, como bellamente expresa el poeta: “Desde que tenía memoria / el tiempo de vida se contaba / Carnaval en Carnaval, / de verano en verano, / de Navidad en Navidad; / pero ya he olvidado cómo se hacía. // Ahora solo encuentro una forma: / antes y después de tu muerte, padre” (Calendario).

Los recuerdos asociados a un padre son principalmente la relación de la infancia, y el territorio que se marca, la casa familiar, como un monumento más que como un escenario: “La casa fue derruida para construir otra / que se llevará sus recuerdos, sus sombras. // Nada permanece ya / para la luz atraviesa los cristales…” (Poema de cristal). Marcar el tiempo, esa es la función del monumento y es la trágica consecuencia de sufrir la pérdida: “Ignora que ha empezado / a descontar el tiempo / que le ha sido concedido. / En ese instante eternizado / mira perdido, quizá ensueñe un futuro / lleno de luz” (Miradas).

En los poemas, la emoción se transmite de una manera contenida, no hay gritos ni llantos estridentes, hay una aceptación sólida (“Una muerte te trajo y la muerte te llevó / sin envejecer”, Cumpleaños) mientras que, subterráneamente van descendiendo las dentelladas del dolor: “Pero opté por el silencio, el descubrimiento / y el asombro de unos versos eternizados” (Un poema). La fase de ira, suele decirse, que aparece cuando no queda otra manera de negociar la muerte. En un sentido freudiano es una labor pendiente, fundadora del ego, en estos poemas, el sentido es distinto: “Padre, vengo a matarte. / El recuerdo no puede seguir sosteniéndose / sobre una vela que cada noche se enciende / solo para iluminar tu fotografía” (Padre). Se habla de un dolor y una necesidad.

“La abrazó como quien no es consciente

de que alguna vez aquel polvo

formó un cuerpo. La besó” (Urna)

El recuerdo fluye a través del yo. En lugar de recrear un panegírico de las hazañas, de la biografía, del paisaje de una vida, es el poeta el que toma la voz de la narración de sus entrañas, de cómo afecta, de cómo se transforma día a día, año tras año en este intervalo hasta que se cierra el proceso: “Catorce años aguardando, aguardándonos. / Quitaron la tapa. Te cojo con mis manos, / te lanzo con fuerza al viento, / te lanzo con rabia” (Valle de Ucanca).

“O quizá te lleve

o te confundas o te pierdas

cuando lleguen las lluvias y las nieves.

O quizá no” (La piedra del valle)

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