jueves, 6 de enero de 2022

Reseña de Juan Francisco Quevedo: “Una mirada a este tiempo nuestro”. Libros de Aire. Poesía

Una mirada a este nuestro tiempo - Las letras embrujadas


Juan Francisco Quevedo es un “escritor cántabro nacido en México”. Es un escritor de publicación tardía, en 2014 publicó su primera novela, Ana en el mes de julio y luego Querida princesa (2016). Seguidamente ha realizado biografías del periodista y escritor José Simón Cabarga (2018) y del pintor Pedro Sobrado (2020). En cuanto al ensayo, Pensamiento, palabra y poesía (2018), Cincuenta años de la Peña Bolística Riotuerto (2019). Su primer libro de poemas fue El sedal del olvido (2017), aunque poemas suyos han sido traducidos al inglés y haya participado en diversos libros conjuntos. Podemos conocer una antología poética en la colección Torre de la Vega del Aula Poética José Luis Hidalgo y una brevísima panorámica en Cuadernos de Humo, al cuidado de Hilario Barrero. Un amigo común, José Luis García Martín, se encarga del atinado prólogo que podría resumirse en la apreciación de que “sus versos aúnan celebración y alegría”. Y efectivamente, esos son los ingredientes básicos a los que se une el sufrimiento y una preocupación sincera sobre el paso del tiempo y la finitud de la vida.

El volumen se divide en tres áreas temáticas, que, a su vez, desgranan los conceptos alrededor de los cuales se agrupan los poemas. La primera parte es Amor, Dolor Y Poesía, porque son, esencialmente, esos los temas básicos que encontramos en los versos que nos abren un corazón en el que cabe el amor (“Debo tanto a la incólume fuerza del impulso / y el deseo arrinconando a la costumbre, / que creo no haber dejado de besarla / al menos una vez al día, / desde aquella lejana tarde / de un lejano año / que se pierde entre las sombras / de más de cuarenta primaveras”, No son solo palabras). La exigencia poética de no dejar sin destilar los afectos para traducirlos a versos hacen mella en varias ocasiones: “Si tuviera las palabras precisas / lanzaría al cielo un tapiz de letras / para hilvanar una lengua encendida” (El rojo de tus labios). Por esa razón la descripción del sentimiento amoroso juega y se escabulle entre los intentos de definición y las sucesivas metamorfosis al cabo de los años: “Nunca la espera de unos labios / que lloran la ausencia y la pena / de los besos aún por darte” (Polvo y ceniza); “El amor que me asalta, que siento, sobrepasa / las estrecheces que lo albergan y lo contienen”.

El paso del tiempo va dejando escrito en la memoria que se define claramente en los momentos de reflexión ante la muerte: “Se van quedando atrás, ocultas en el recuerdo, / como esos enseres, perdidos e inanimados, / a los que la costumbre de nunca distinguirlos, / les ha vuelto invisibles a nuestros ojos. / Sin embargo, sabemos que están ahí, mirándonos, / mientras la soledad cotidiana nos embriaga” (La mirada de los muertos). La vista atrás deja más evidente los cambios y la perplejidad es la que se apodera de la reflexión: “Era más feliz de joven cuando, / creyendo saberlo todo, / ignoraba la herida / que el pasado cincela en el hombre” (Yo solo sé que no sé nada).

Sin embargo, para Juan Francisco Quevedo, parece que el amor es quien da sentido a toda la perplejidad, tomando plena conciencia de esta y aventurando un posible porvenir: “Te perdí, nos perdimos para siempre / en el paisaje de ese mar de dudas /y vacilaciones que es la vida” (Vacilaciones). Sentencia en Pagaré: “La vida no es sino un mortal disparo / que se despacha como un pagaré: / Sin fecha concreta de vencimiento” y en Rastro: “Ya no somos más que dos cuerpos yertos / que se desvanecen sobre el asfalto”.

La poesía es el método por el que el escritor se enfrenta a la comprensión del mundo porque: ”Yo no vivo, tengo esa suerte, / de lo que escribo, pero digo  / que es por escribir por lo que vivo” (Dandy). Aunque este es un poeta que desconfía sabiamente del hechizo que pueden albergar: “Las palabras son, aún sin venderse, / las meretrices de la humanidad / y el mundo tan solo es, al fin y al cabo, / el gran prostíbulo que las acoge” (Exactitud).

Tierra, Polvo Y Luz es el título de la segunda sección, en la que la preocupación por la muerte cobra más sentido, y se hace más enraizada, literalmente: “Es el triunfo del polvo del camino, / de la tierra que nos mancha las botas, / la misma que nos ensambla a la vida” (Raíz); “Nací en una tierra que siempre late / en el gran corazón que la sustenta” (Tierra). Encontramos una conexión con los allegados, con la familia, es el momento de añoranzas y nostalgias familiares, la escuela, la infancia, la tía… la madre: “Duerme, madre, en la voz tenue / de unos versos que te reclaman, / en el ensueño de quien te ama” (Madre). Persevera en considerar el amor como el crisol para entender y dar sentido a la experiencia: “El amor. Ese insólito lugar / donde reside la pura verdad” (Inertes).

La última parte, Pensamiento y Palabra, quizás tenga un tinte algo más sombrío, no solo por un carácter quizás más reflexivo, casi filosófico, sino por esa querencia, tan barroca por otra parte, de hacer balance de lo que el tiempo y la muerte se va llevando: “Deambulando, sin más, por las tristes aceras / del alma, he reconocido, cuan salamandra, / la resbaladiza oportunidad de ser hombre” (Ayer, en las cloacas de mi ciudad). El homo viator, el viaje como metáfora otorga una cualidad de clarividencia que solo la reflexión y no la costumbre ofrecen al poeta: “Una fuerza le empuja a dar unos pasos más / hacia el precipicio angosto del escepticismo” (Un inmenso mercado).

Sale a flote una rabia, un sentimiento de no sometimiento y de contestación: “Parapetados bajo las cenizas, / Obvian las caricias de las palabras / que se revelan con sinceridad, // aquellas que solo agitan a seres / carnales, a hombres heridos de vida, / a los que salvaguardan de la muerte” (Entre las ruinas del alma); “Cuántas son las veces que estoy pensando / en acuchillar este que es mi tiempo” (Matar el tiempo). El uso del imperativo, primero hacia uno mismo y después hacia afuera son ejemplos de esa resistencia hacia lo inevitable: “Desnudad los cuerpos ingrávidos / para rotar como peonzas /rendidos a un destino eterno: / Girad, girad, girad, mortales / alrededor de la batuta / que orquesta y rige el devenir / tedioso e impasible del mundo” (Peonzas).

En Juan Francisco Quevedo encontramos la palabra esperada, el adjetivo preciso, sin sobresaltos sin surrealismos, convencional en el mejor sentido de la palabra: “¿Adónde fueron aquellas mentiras, / adonde aquellas verdades piadosas / que provocaban tan claras sonrisas / en nuestras limpias caras aniñadas?” (Verdades piadosas). Pueblan estos últimos poemas la soledad, decepción, lucidez: “Se sume en el olvido / como se disipa la vida, / mientras desaparece / por las entrañas de la tierra” (Devenir).

A pesar de la luminosidad de los primeros poemas del volumen, cierra esta entrega poética con una serena aceptación: “La vida no es más que una / marcha de instantes que, / en fila india y en silencio, / nos llevan a la muerte. // Una hilera de esquelas / aguardando la nuestra” (Esquelas). Sin embargo, por encima de todo, un resquicio de esperanza porque “A pesar de que cambiamos de cielo, / nunca conseguiremos mudar de alma” (Invariable). Termina el libro con una hermosa mirada al pasado, el recuerdo que dedica a los tiempos más sencillos de la niñez:

“No, nunca nada volvió a ser tan fácil

como cuando descargábamos nuestra furia

–en el patio del colegio–

golpeando un balón de cuero

contra el paredón de la vida” (El quiosco de la esquina)

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