viernes, 11 de noviembre de 2022

Reseña de ‘Arbol de Alejandra’. Karima Editorial. 2019

Árbol de Alejandra – Karima editora


Karima Editorial tiene merecida fama de preparar libros exquisitos en los que se homenajea a grandes poetas conjugando la imagen y lo gráfico, con lo puramente poética.  Del prólogo se encarga Piedad Bonnett: “Poema a poema Alejandra se construye como un yo escindido, como dos personas irreconciliables que viven en el mismo cuerpo” (p. 13), “su poesía fue un intento de reconstrucción de sí misma, de dilatar la muerte” (p. 14). El volumen se articula en secciones a partir de poemas de la propia Pizarnik y tras cada uno de ellos diferentes poetas se suman con interpretaciones, bien de la figura de la argentina, de sus poemas, o bien de mood que transmiten.

En Árbol de Diana, se incluyen Silvia Goldman, uruguaya (“cuando te decidiste por niña te decidiste por la sensación de aire  en la boca”, Niña; “tené paciencia con los poemas que guarda la niebla”, Paciencia); Tulia Guisado (“Supe pronto de los límites del lienzo, / mi cuerpo /…/ No me veis. Agito mi corazón y / no me veis”; “He hecho con los pinceles blancos mi vida / un paisaje transparente sin nada /…/ Tengo un nido en el que todo muere. / Y me avergüenzo, / sigo viva. Qué vergüenza”); Laura Giordani, de Córdoba, Argentina (“Descrucifica a la niña, este cielo ya no tiene nada que ofrecerle”; “Me refugio en la sangre, sus alacenas”) y Naemi Veta, de Japón (“El zumbido de las alas / la soledad / y el pinar del mar”).

Un signo en tu sombra abraca poemas de Isabel Jimeno (“Los ojos del ausente / dos brasas en tus ojos. / Tú viste las pupilas imposibles”); Katy Parra: “No hay ruta para huir de cuanto amas”, Lo sabes, Alejandra; “A veces el amor / tropieza con tu alma / y duerme como un niño. / NO habrá muerte capaz de resistir / la embestida de tu voz y tu sueño”, Duerme); Florencio Luque (“pero ninguna palabra / puede nombrar su raíz / ni poner en mi boca tu presencia”); María Dolores Almeyda (“Solo me tengo a mí, solamente yo soy mi sostén /…/ Yo soy mi penitencia y mi pecado. Y la estación de paso”; “No te esperamos, Soledad. Ya estabas muerta”).

Diferentes voces, enfoques y sensibilidades poéticas son las que van añadiéndose en el volumen. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer cierta unidad a pesar de los estilos divergentes y la manera en la que se aborda el homenaje. Las aventuras perdidas, por su parte, contiene poemas de Gema Estudillo (“Lo difícil es no hacer como tú / tras dejar a los niños en la escuela, / restregar bien la vida en cuclillas / para que no quede grasa en las paredes”); Isabel de Rueda (“solo soy este miedo, la palabra, / al fondo de la jaula / donde lloran los tristes”); Reyes García Doncel (“Quiero ser dios hasta el cansancio / de ser dios / y mar / y ángel / y quizás ser / humano”); Rafael Savaria (“En la intolerancia del aire encontré la residencia del respiro /… / Aire para ser asfixia”).

Como vemos, hay predominio femenino, pero no falta una sólida aportación de poetas como Daniel Arana (“Nada nos refleja en este / silencio”); Uberto Stabile (“cada piedra precede a otra piedra / el mismo silencio, la misma fuerza / el miedo a perder o saber / poner una piedra, coloco otra encima / seguimos”) y otros. Estos participan en la sección La tierra más ajena, junto a Bibiana Collado Cabrera (“ella y yo miramos hacia la herida-origen / y en un susurro nos decimos/ que los secretos de la comunidad / aún no han sido desvelados”) y Sonia San Román (“La herida no ha dejado de sangrar / porque no cuenta con nuestro permiso”, Encrucijada o bifurcación hacia la búsqueda poética).

A Los trabajos y las noches aportan poemas Adriana Schilitter, de Portu Alegre (“Nadie sabe pronunciar el ahogo. / Nadie sabe morir dos veces. Nadie sabe morir dos veces”, Alguien soñó muy mal); Arturo Borra, argentino (“Tu canto es un vaso vacío: / soledad luminosa / aprendiendo a escuchar / el latido de las piedras”); Cecilia Quílez (“Donde come la rabia pesa otro vacío /…/ El amor es una distracción del deseo. No me gusta que me vea desnuda”) y Ángela Serna (“Para no pensar en oquedad y poder decir mi nombre // he contado cada grano de arena / arrastrado por el viento”). En cada momento se resaltan los elementos más luminosos de una tragedia, la manera en la que del dolor inmenso se hace poesía.

A pesar del título, Extraccion de la piedra de la locura, no hay una innecesaria recreación en los aspectos más escabrosos o manidos de la asociación entre creación y enfermedad mental. Se trata, más bien, de hacer aflorar la condición del extraño que todos llevamos dentro. Así lo hacen Begoña Callejón (“Y entonces veo a la niña extraviada. Soy yo. Soy yo. Soy yo. Pero no la Alejandra de hace años, no, esa, no, la chica que nació hace siglos”); Alberto Dávila (“en todos los rincones, roto el culto, / tú te prenderás al triángulo / de todos los sedientos párpados”); Pablo Blanco, de  Mar de la Plata (“Imagina esta soledad humana con todo el tiempo por delante”); Ana Isabel Alvea (“La muerte me hablaba en sueños: Estoy siempre en el fondo –me decía”, En sueños). Lo mismo puede decirse del siguiente capítulo, El infierno musical, con las aportaciones de Chema Lagarón (“La humedad enfría la sombra / y es ruido eléctrico, / cuando dicen: ¡despierta! / imagino que me levanto y me borro / soy liviano”); Ben Clark (“Nos hemos afanado con los besos / –pero los besos no nos han bastado–, / hemos sido prudentes, silenciosas / criaturas nocturnas que recorren / los pasillos del tempo”, Las ceremonias del vivir); Ana Pérez Cañamares (“Soy la culpable red de la que huyo / Soy la presa inocente de mis presas”; “La poesía es mi pancarta / es mi celda y es mi procesión”); Iván Onia (“con vosotros me siento en asamblea / para que me habléis de la gramática / del algodón”, La asamblea).

En Los pequeños cantos hacen glosa José Delpino, de Maracaibo (“no, no hay ausencia que no sea todo el peso de la tierra / que no sea tan sólida como el tiempo que nos exprime”, En esta noche, en este mundo); Julián Borao (“Caminaré hacia atrás, me dejaré caer / hasta morir / y en el borrador turbio de un poema / aprenderé a nombrar / tu pensamiento”, Ciclos); Gregorio Dávila (“como un antílope dorado / el silencio atraviesa la nostalgia”); Eugenio Marcos Oteruelo (“Yo busco la verdad de las cosas en mis labios. / La intimidad del agua en mis venas / y el oro del amor en los valles del silencio”, El anhelo de ser oro). Y en Nombres y figuras, David Trashumante: “No hay música inocente en el poema”; Juan Antonio Bernier: “Mientras mis ojos arden / observando la mancha, / pienso en la salvación”, Una pared que medita); Ángeles Mora (“Así rodó mi vida / secreta, / como rueda un poema, / como ruedan los libros, / los sueños, los cuadernos, / manchados de palabras / robados, / letras que nos dicen / lo que somos, lo que nos dejan ser”, Mi vida secreta [las chicas]); Rosario Pérez Cabaña: “Pero qué soy yo, / si el enigma gira en los ojos / que acechan en las hienas”.

El hecho de incluir poetas de diferentes latitudes y generaciones hace patente el hondo calado que ha supuesto la poesía de Alejandra Pizarnik a lo largo del tiempo. En la sección postrera, La última inocencia, cierran los poemas de Josefa Parra (“¿Dónde están mis palabras, / donde mi cuerpo, si ellos no lo asienten?”, Nebulosa); Sarah Martín (“La materialización del sueño / de nuevo la intemperie”); Carlos Serrato (“Son tus lluvias torrenciales / que nadie ve, que nadie oye, que nadie siente / como caricias de verdugo antes de darte muerte a latigazos”); y Daniela Camacho, de Sinaloa, México (“Hay, con todo, / regiones de sombra / en donde la caída / instaura un rostro”, Cuando el candor tiene filo).

Cuarenta poetas que homenajean, como otros hicieron a Pessoa, al Lorca de Poeta en Nueva York o al Vallejo de Trilce, con las personales ilustraciones de Florencio Luque Alfonso y el estilo gráfico de Stella Pons, que ahodan en la personalidad editorial de Karima. Un lujo.

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