Este nuevo poemario de José Manuel Benítez Ariza tiene un origen bastante borgiano. Un laberinto consigue la desubicación precisamente por enraizarse en una localización concreta. Su poética siempre ha estado muy unida a la tierra, como puede comprobarse en los Cuadernos de Zahara (Pre-Textos, 2002) y el Cuaderno de Benaocaz (Pre-Textos, 2010), pero también en Realidad (Isla de Siltolá, 2020), donde se desgranan los poemas con la mirada precisa en el ambiente, ya sea de la tierra, de la bahía, o de los viajes irlandeses. Esta necesidad de ubicación comienza desde el primer poema, en la primera sección, titulada precisamente Coordenadas: “Me reconforta saber que estás ahí, donde os corresponde, y que de este modo reafirmáis la pertinencia del conjunto y la razón de ser de que yo venga aquí a dar fe de ello” (Buenos días).
Lo cotidiano no solamente se refleja en las acciones, también en los finales. Abecedarios repasa una larga lista de muertes por orden alfabético y en el homenaje a los Beatles, When I’m sixty-four, ironiza con el paso de los años: “Al filo ya de los sesenta, / me da por preguntarme qué vendrá / después, cómo será / el tiempo que me queda /… / fintas de trapecista confiado a la mera idea de una red”. También es irónico que las coordenadas se refieran precisamente a los finales, a la muerte: “Cuando te apagues, conciencia, / ¿dónde irán las cosas?” (Dos canciones); “y, al fin y al cabo, da igual, / en la nada que seremos, / quién fue antes, quién detrás” (In memoriam).
Definitivamente borgiano, Laberinto, especialmente en el poema de ese título (“el laberinto no era más que un círculo”) sitúa la acción en las acciones del día a día: “La victoria: volver a casa al filo de las nueve” (La batalla). Benítez Ariza combina la ternura en el recuerdo de lo que aprendió del oficio de su padre (“Ahora recuerdo mucho de lo aprendido entonces. // Cuando escribo un poema, por ejemplo”, Escayolista) con la ironía (Vanesa). Una mirada de madurez que aplica al aprendizaje (“Tus lecturas de entonces / tenían ese alcance prospectivo, / por encima de muchas otras cosas / en cierto modo más vigentes”, Leyendo a Montaigne). Y unas obligaciones que se van volviendo más cotidianas conforme avanza uno en los caminos del tiempo: “La luz del tanatorio, si acaso, era también / un aleteo insuficiente / manchándonos de nuevo las pupilas, / dejando en ellas, como sobre papel sensible, / unas sombras que fueron / vita también alguna vez.” (Carmen Roca).
Son los recuerdos los que marcan la conciencia del transcurso de la vida, pero, como bien aprecia, a veces son los olvidos los más elocuentes: “Luego la noche continuó por otros derroteros: / mi amigo me reclama nombres, datos, / mientras apura el vaso de café. // Yo busco esos fantasmas en el fondo del mío” (El recuerdo). El ambiente de hospital, como pudimos recrear en la primera parte de su Trilogía de la Transición, Vacaciones de invierno (MAD, 2020), tiene una gran importancia vital y simbólica: “Si no fuera por ciertas aprensiones, / casi podrías vivir siempre aquí: / desde la indefensión alcanza uno a tener / mejor concepto de sus semejantes; /…/ Ni siquiera un amante te conoce tan bien” (Día de hospital).
Como en Arabesco o en Realidad, gozamos de una pausa de poesía más bucólica podríamos decir, Interludio: pájaros. En este caso quizás se conecte más con lo simbólico que con lo meramente descriptivo, como si supiéramos que detrás de cada mirada hay que interpretar un mensaje, que la naturaleza interpela una exégesis: “ausencia que es también promesa cierta, / doblemente presente es lo que ya no está” (Sobre un nido vacío); “No ha amanecido todavía / y ya el canto cruzado de los pájaros / a un lado y otro de la calle / va flanqueando mi camino / y parece anunciar una promesa” (Como ellos).
El Tercer cuaderno irlandés continúa los poemas fruto de las visitas a la Isla Verde: “Sabías que no había engaño: luego / acaso llovería o helaría, / o el sol concedería / apenas unas horas de tibia sobremesa” (Días de Irlanda). Son poemas en los que hace gala de la lección de William Carlos Williams, las cualidades de una buena prosa: “En mis pupilas se han quedado sobreimpresas las tuyas” (Dublin: cinco aguafuertes); “Nosotros, desde el barco, le decimos adiós / a este empeño de todo por disolverse en todo / del que solo resulta vencedora la niebla” (Ringaskiddy [Una postal de despedida]).
Claridad es el colofón a este soberbio poemario: “Conciencia súbita / de que lo que despierta / podría no hacerlo // y la extrañeza / de no reconocerse / en la voz propia /…/ Me visto como / quien repasa las líneas / de su dibujo /…/ como estorninos / que ensayan su figura / de nube errante /…/ ¿De qué secreta / suciedad me despojo / al desnudarme?” (El poema de un día). Se alza Benítez Ariza de lo meramente sensitivo para alzarse hacia lo trascendental, aunque sin dejar de poner los pies en el suelo, “Y nos sacan del trance los ladridos de un perro” (La primera). La mirada trascendental de los poemas pretende ir más allá de las coordenadas humanas, porque también hay cambio y permanencia en lo inerte: “También ella envejece y se desgasta, / sufre insidiosas males que la horadan, / la vacían por dentro, / le van dejando inciertas vulnerabilidades. /…/ Y, sin embargo, nunca termina de morir” (La montaña). La realidad, que tanto importaba en el anterior poemario, da paso a lo real, como diría Lacan: “La niebla hace pensar en lo contrario de la niebla: / ese horizonte de montañas bajas, / tan útiles en los días despejados /…/ tienen también a veces, si / los miras con los ojos deslumbrados / de quien se ha expuesto temerariamente / a un exceso de luz, / cualidad de espejismo: // la propia luz acaba por destruirlos” (La niebla). Cuando se alcanza la claridad sabemos leer cualquier mensaje de la naturaleza: “el excedente que toda / economía previsora / reparte en dones de amistad” (Un amigo me ha dado unas verduras); “la alta montaña y sus afanes, // el mediodía ya sin vuelta atrás, // la incandescencia de la tarde / y sus cielos licuados” (Atardecida). Un hermoso afán de unión casi sufí con la realidad más allá del memento mori que parece ser el motivo de por el que preferimos no salir del Laberinto:
“Si pudiera elegir,
cuando llegue el momento aquí vendría,
me echaría a dormir entre sus brazos,
me volvería piedra caliza yo también” (La Dama)