El dominicano renacido puertoricense Carlos Roberto Gómez Beras lleva a cabo un aingente labor como catedrático, editor y poeta. Además de múltiples menciones y premios lleva publicados: La paloma de la plusvalía y otros poemas para empedernidos (1996), Aún (2007), Utánad (2008), Sobre la piel del agua (2011), Árbol (2017) Sólo el naufragio (2018) y Un largo suspiro (2021). Ahora nos propone un acercamiento espiritual en el que la poesía funciona como parte del rito y como parte de la meditación. Cielo es la primera sección donde se presenta esa espina: “Dios trabaja para otros /…/ y donde todo se ha roto / vuelve a ser una sola cosa / intocada, sin tiempo, / como una rosa en un poema” (Sueño). Así pone en marcha una constelación de referencias y evocaciones para luego reflexionar sobre el deus absconditus, tema tan querido a la mística: “Dios se ha olvidado de mí. /…/ El olvido es una muerte / que nos mantiene vivos” (Olvido); “Dios habla en silencio / pero el hombre, inseguro, /…/ lo busca en la lengua / que dice, que nombra / para repetir lo mismo / como espumas vacías / en una boca huérfana”.
La búsqueda de lo divino no queda sino en lo más cotidiano, no en lo inasible de las alturas, “Dios no está en el cielo sino a la altura de tus rodillas”. Carlos Roberto Gómez nos propone una búsqueda a través de las palabras, que tanto han jugado en la tradición de las religiones del Libro: “Por eso decir es siempre un oficio ingrato / por eso Dios nos legó las palabras / por eso Dios habla sin lenguajes / para no equivocarse” (Lenguaje).
Ni siquiera es necesario entender este Dios al que se refieren los versos como uno propio de una religión. Dios puede ser esa energía creadora, esa fuerza poética que acompaña al hombre: “En el desierto de la página en blanco / caen las letras de tu nombre. / Solo Dios escuchará tu monólogo” (Dios). Y que es fundamental para afrontar la dureza y el sufrimiento, por eso hay que mirar hacia el dolor con la mirada de quien está delante de Dios: “El dolor es antesala a lo que permanece. / El deseo es la fruta rancia que apetecemos” (Recuerdo). El lirismo místico siempre es una garantía de belleza y profundidad que se eleva: “Ven, siembra esta espina, / una luz nueva cegará el ocaso” (Milagro).
Axis es el título para la parte central en la que las relaciones, el amor, adquieren protagonismo: “Nada es más importante que el amor, / ni siquiera la verdad” (Amor). No solo en el sentido de un hombre y una mujer frente al deseo, es una reflexión mucho más amplia de la dialéctica entre dos seres: “Mucho antes que el hombre, / la mujer descubrió el mar” (Eva). El tú del poema puede entenderse como una conversación del él con ella, pero también puede ser, como en la poesía mística que Él y Ella sean trascendentes: “Por eso me asomo, temblando de dicha, / a los bebederos de tus pupilos / cada vez que me miras y regreso” (Vida); “Nacemos y morimos en el otoño. / Tu sonrisa es mi primavera” (Otoño). No es imprescindible, siquiera, decidirlo en cada poema y jugar con la ambigüedad de significados: “Este poema no es tuyo (ni es mío) / es la muerte sin fondo / como todo lo que hacemos en la vida” (Poema). El Milagro 2 así lo propone: “Nacer con uno es travesía. / Vivir con otro es horizonte. / Morir para volver a la vida”.
La contraposición del Hombre con Dios es la del desconocimiento y la incertidumbre con la sabiduría, la del ser arrojado al mundo, lleno de dudas y de frío: “Tú me vislumbras como hombre afiebrado / que busca entre pliegues tus humedades. / Yo me presiento ser el niño huérfano” (Misterio). Esa desgarradora sensación de soledad es la que clama el poeta en esta fase del camino: “Por eso no te culpo por olvidar / nuestros mejores quejidos y silencios, / Dios tampoco los recuerda” (Urgencias).
Y, después, confirma la manera de entender a Dios en cada momento y acción, en cada acontecimiento: “Cuando tú me leas, lavas mis pies calladamente” (Huellas). Porque “Solo quiero quedar aquí de rodillas / aferrado al anillo argento de tu cintura. / Eres el axis del mundo” (Axis).
La última parte es la titulada Tierra. Es la más cotidiana, la que amarra los pies frente a las alturas, al continuo afán: “Regresar a tareas / de canes, ovejas y niños” (Camino). Es un afán de cuestionarse, de dudar y avanzar en la existencia: “Inventamos nuestras preguntas / para que nos guíen a través del único camino posible / entre el amor y la duda” (Hito); “Secreto, mano y verso para un hombre; / sendas, pájaro y luz para un niño en un pesebre” (Nana). Una búsqueda de consuelo: “Desde el otro lado de la sala / una fotografía me lía / su sonrisa con fe me acurruca” (Réquiem). Dicho de otra forma, de necesidad de “Una luz para ser luz” (Luz).
El poeta reconoce la finitud (“Nada es poco ante el vacío que viene después de un intento”, Nada), pero siempre alberga la esperanza: “Renacemos cada instante cuando intuimos / que es cada aspiración irremediable le sigue / una exhalación inaudita y sin espejo” (Milagro 3). Y no se encuentra otra manera que la paradoja: “¿Quién puede decirme / cómo es este oficio de contemplar / lo que se marcha hacia la pérdida / si soy el destino de lo que no regresa?” (Premios). Especialmente cuando es uno el que debe entenderse con lo incognoscible: “Es muy duro ser el editor de Dios y de sus intentos” (Apócrifo). Por eso no es posible describirlo si no es con un oxímoron, una imposibilidad, una herida: “persigue el misterio / de la herida que no clausura / de la misa que no redime / del milagro que no cesa” (Oficio); “Espina que intuye el último pétalo” (Carne).
Carlos Roberto Gómez deja para los últimos poemas la referencia más emotiva: “Mi madre muerta / ahora canta /…/ pero ella sigue con la lira / vibrando en su pecho / como si nunca muriera” (Sueño); “y mi madre muerta me dijo: / Ven, abrázame y vuela” (Bosque). Como si todo este canto fuera la metáfora de la espina de la que brota la luz, que es incomprensible en el afán de asirse: “Hemos perdido el tiempo / para oír la hoja caer desde su paraíso” (Oráculo); “Lo que el cerebro extraña, el corazón lo atrapa” (Memorias). Bien afirma que “Lo sagrado está dentro y fuera de las palabras. / Tú que contemplas eres el tempo y su silencio” (Templo). Y termina este intenso poemario con el punto de partida, con la metáfora de lo que somos en el fondo, la inmadurez que camina dando tumbos: “En la noche de la vida / el cuerpo busca el alma. / Sus pasos se extravían / entre el deseo y el pudor / como un hambriento niño ciego” (Lanterna).
No hay comentarios:
Publicar un comentario