miércoles, 29 de octubre de 2025

Reseña de Carlos Roberto Gómez Beras: ‘Fragmentos de un camino’. Isla Negra Editores. 2025

 Fragmentos de un camino', de Carlos Roberto Gómez Beras – Entreletras


Carlos Roberto Gómez Beras nos ofrece en Fragmentos de un camino (Isla Negra Editores, 2025) una meditación lírica sobre la palabra, el silencio y el destino del poeta. Escrito entre 2021 y 2024, este libro se construye como un itinerario íntimo donde cada fragmento es una pieza de un espejo roto. No se trata de un poemario convencional, sino de una suerte de diario espiritual del lenguaje, una poética en movimiento donde el poeta reflexiona sobre el misterio de escribir y de ser. Entraría, claramente, en la misma estirpe que algunos aforismos e ideas afines de Juan Ramón Jiménez o el proyecto Fábula, de Javier Sánchez Menéndez, poemas en prosa que reflexionan sobre el acto de la escritura haciendo camino al andar.

Desde las primeras páginas, Gómez Beras instala su voz en un espacio de contemplación interior. “La primera existencia del poeta es aprender a leer la existencia y sus paisajes –en el interior hay una caverna mágica–, así como los ojos cenicientos se deslumbraron ante la hoja, la tormenta y el silencio” (1). La mirada poética aparece aquí como un acto de lectura del mundo, una lectura que trasciende lo visible y busca en la materia cotidiana una revelación. El poeta, como un alquimista del sentido, se adentra en la “caverna mágica” del yo para transformar la experiencia en palabra.

El texto avanza con la serenidad de quien se sabe testigo de un tránsito. En esa deriva, la poesía se concibe no como un objeto estético, sino como una presencia desnuda, en la plena consciencia juanramoniana: “La poesía puede llegar desnuda sin el ropaje del poema. Se basta a sí misma para dejar una huella invisible. Cuando la barca se marcha queda un paisaje frágil y profundo como una estela” (4). Esta visión despojada define la esencia del libro: la poesía como huella y no como permanencia, como gesto que se disuelve y, sin embargo, persiste en la memoria: “La poesía (…) contamina el poema con esa otra pregunta encendida que llamamos belleza” (27).

Carlos Roberto Gómez Beras explora una y otra vez el vínculo entre el poeta y su lenguaje. El poema se convierte en un puente simbólico hacia lo inefable: “El poeta, desde el puente de la metáfora, contempla esa agua sagrada que fluye hacia el todo y regresa de la nada” (10). En esa metáfora fluvial late la idea de un ciclo: escribir es fluir hacia el todo, pero también regresar al vacío, a la nada donde habita el silencio original. La escritura se revela entonces como un acto de pérdida y de búsqueda perpetua. “El escritor no escribe para salvar a nadie. El escritor se pierde entre las palabras y los silencios para encontrarse, pero no lo logra” (14). Esta confesión condensa la tragedia del creador contemporáneo: la imposibilidad de redención a través del lenguaje. De ahí que el autor se describa a sí mismo como “el dios de su fracaso” (20), un ser condenado a su propia creación, mientras “el lector intenta, en vano, liberarlo con cada sílaba”. En Fragmentos de un camino, las palabras son materia viva, pero también cárcel.

El poeta advierte: “Llamar a las cosas es equivocarse” (21). Nombrar es traicionar el misterio; sin embargo, la poesía insiste, porque “la poesía es el viento de la playa que borra la huella y la regresa a su origen” (20). Este gesto circular, decir para borrar, borrar para recordar, revela la conciencia metapoética que atraviesa todo el libro.

El autor también reflexiona sobre el acto de leer y de editar, desplazando su mirada hacia quienes acompañan el proceso creador. “Un libro es una casa llena de ecos y silencios” (25), escribe, y esa imagen resume el sentido del texto como refugio y resonancia. Leer, nos dice, “nos regala un espejo, una posada y un barco incierto” (27), tres metáforas que transforman la lectura en viaje y en hospitalidad: en el espejo nos vemos; en la posada descansamos; en el barco emprendemos el riesgo del descubrimiento. Incluso el oficio del editor y del crítico encuentran aquí su espacio poético. “La labor del editor ha de ser invisible” (35), sostiene, y añade: “La crítica le muestra al autor el brillo de todo lo que ha dicho y el destello de lo que ha callado” (35). En estas líneas se advierte una ética del silencio compartido: tanto el editor como el crítico participan del mismo acto de transparencia que reclama la poesía.

La obra de Gómez Beras vibra con una conciencia ontológica del arte. “Ser, estar y quedar (…) Los res se conjugan en la poesía” (40), afirma, sintetizando una filosofía de la permanencia en la fugacidad. En este sentido, “el arte traduce esa herida que no cierra, en belleza que eterniza” (41). Esa herida es la conciencia del tiempo, de la pérdida, de la imposibilidad de decir completamente. Por eso el autor insiste en el valor del silencio: “Sin el silencio las palabras fueran truenos, derrumbes y humareda. Por eso el autor debe callar para que sea el texto quien hable, dialogue y se defienda de sus propias palabras” (42).

Hacia el final, la poesía se vuelve revelación y despedida: “La poesía nos alerta de lo que ha estado frente a nosotros y no lo hemos visto porque lo llevamos escondido como un niño que juega” (45). Esa inocencia recuperada es el último refugio del poeta. En la indagación sobre la belleza y la poesía, que no deja de ser una forma de conocimiento, es esencial separar la luz de las tinieblas, dejar el espacio puro, a costa de podar y depurar, de eliminar como un escultor hace brotar la figura del bloque de mármol: “Leer, escribir y  borrar. Así como el aire, el agua y la luz van creando ese paisaje que nos conmueve y luego se marcha para quedarse adentro” (49). Con un respeto reverencial: “El pudor frente a la página en blanco es el último reducto de quien busca lo indecible” (54).

En cierta manera, la poesía es un camino, un caminar. Pendiente de adivinar sombras y reflejos, asociar lo visto y lo intuido, acarreando todo lo que el pasado nos advierte. Dice el poeta: “Todo tiene peso, dicen la gravedad y el pasado” (46) y hace referencia a esa tradición, no solo literaria, sino existencial de las generaciones a nuestras espaldas que dotó de significado a lo que ahora creemos ver, aun confuso y deslumbrante, pero “No todo aquel que divaga entre los símbolos está perdido” (48). Y, con ecos que resuenan a Piedra y cielo, de Juan Ramón: “En la orilla del sendero, para el poeta, una piedra es una estrella” (51). El libro culmina con una visión crepuscular del camino recorrido: “Al finalizar su viaje el poeta mira atrás, pero esta vez no hay senda, huellas ni destino. Solo está ese verso imposible, siempre el mismo, que se diluyó entre la luz que sudan las marismas en la tarde” (59).

El cierre (“Solo queda, invisible, la poesía; lo demás es un espejismo”, 60) nos deja ante la paradoja esencial de este texto: la poesía como única realidad posible en un mundo de ilusiones. Fragmentos de un camino no busca respuestas, sino resonancias. Su grandeza está en la humildad de la voz que se sabe pasajera, en su capacidad de transformar la experiencia en contemplación. En definitiva, este libro es una celebración del silencio y de la palabra, un testamento del acto creador como camino y espejismo. Carlos Roberto Gómez Beras nos recuerda que escribir es, finalmente, una forma de mirar la luz que queda en el aire después de la tormenta, esa “huella invisible” (4) que solo la poesía sabe reconocer: “Solo queda, invisible, la poesía; lo demás es un espejismo” (60)

 

 

jueves, 23 de octubre de 2025

Reseña de Lluïsa Lladó: ‘El tiralíneas de plomo’. Buenos Aires Poetry. Pippa Passes. 2025

 El tiralíneas de plomo: 79 (Colección Pippa Passes (Buenos Aires Poetry)) :  Lladó, Lluïsa: Amazon.es: Libros


La mallorquina ha participado entre otras en la antología bilingüe de San Diego Poetry Annual 2016-2017, en la antología internacional de Lorca Poeta en Nueva York. Poetas de tierra y luna (Karima 2018) o El libro del mal amor (La quinta rosa, 2021). Ha publicado los poemarios: Azul-lejos (Parnass, 2013); El bosque turquesa (Torremozas, 2014); La marquesa de seda (Unaria, 2015); El arca de Wislawa (Torremozas, 2017); La complejidad de Electra” (Torremozas, 2020) y Etiqueta Roja (Loto Azul, 2023). En El tiralíneas de plomo Lluïsa Lladó traza una poética de la caza y del desgarro, una escritura que avanza como quien sigue el rastro de una herida abierta sobre la tierra. El libro se abre con un prólogo de Patricia Crespo, quien advierte: “No hay contradicción sino la escrutadora mirada de quien observa en un medio adverso el modo de defenderse”. Esa mirada, lúcida y vigilante, guía toda la obra: una voz que se sabe cercada, que se interroga sobre la violencia de lo humano y sobre la extraña necesidad de sobrevivir entre ruinas.

El poemario se sitúa en una genealogía de poetas que han hecho del bosque, del animal y de la persecución un espejo del alma contemporánea: Pilar Adón, Rosana Acquaroni, María Sánchez. En Chantal Maillard, ejercicio de despojamiento y contemplación (“Cazo lo que no puedo nombrar”). Todas ellas, como Lladó, reconocen que en el acto de mirar y ser mirado se cifra la ética de la escritura. La caza, esa metáfora primigenia del acecho y del sacrificio, rito de sangre y deseo, se convierte aquí en un dispositivo de revelación: “El bosque // que trémulo mira mi osamenta / escucha los disparos / de los cazadores”. En este verso inaugural resuena la tradición de un paisaje español atravesado por la muerte: el monte de Lorca, los venados de Gamoneda, el animal doliente de María Zambrano. Muchas de las referencias menos obvias son aclaradas en notas a pie de página, que no restan contundencia a poemas que se valen por sí solos y que, tomados orgánicamente como un todo, dibujan una exploración más compleja de esta metáfora. La caza es la relación trágica del hombre con la naturaleza, incluso el disparo se puede volver interior, un Tánatos o el deseo de autodestrucción. Lladó asume todas esas resonancias y las traslada a un territorio propio: el de la isla, la mujer, el animal herido que aún respira entre la nieve y el fuego. También hay una mirada contemporánea, que traduce el miedo y la tecnología en un mismo gesto: “El miedo a lo ignoto / y la impasibilidad del gatillo / de una lengua”. La lengua como gatillo: hablar se vuelve disparar, decir se convierte en herida.

El libro se articula en secciones que funcionan como estaciones simbólicas: Husky, Bang, El futuro, La brújula, La casquería, La escuela. Cada una abre un territorio distinto donde la voz lírica oscila entre la memoria rural, la crítica social y la intuición metafísica. En Husky, poema visual y de fuerte carga alegórica, se alza el cuerpo enfermo del animal como espejo del mundo humano: “Eco que distrae al ruido grave / donde una no acierta el origen / del perdigón que se extravía, / carcoma de mate, / tras el espíritu caliente / de un animal que corre malherido”. El poema condensa la experiencia de la confusión, el disparo perdido que no encuentra su destino y, sin embargo, deja una marca. Esa marca es la poesía: una huella que se mueve entre la compasión y la denuncia. Más adelante, el animal se vuelve figura del exilio y la nostalgia, de la desnaturalización: “El husky que respira marchito / nunca ha conocido la nieve”. La paradoja del origen truncado (“Tus antecesores / no nacieron en Siberia, / fueron criados en una explotación / que luego los vendía / a todos los zoológicos del mundo”) revela una crítica silenciosa al artificio de lo contemporáneo: la pérdida del territorio y del instinto. Lladó cierra el poema con una imagen estremecedora: “Hoy / tú eres ese cánido / de los icebergs / que desde niño conoce / la tristeza del fuego”. El fuego, símbolo del progreso y de la destrucción, se impone sobre el hielo ancestral: metáfora del animal que sobrevive a costa de olvidar quién es.

La sección Bang lleva el eco del disparo al ámbito social y político. Allí la poeta enlaza las raíces agrarias con la violencia económica: “En mi ruta ancestral conecto con mis raíces, / liturgia de besar la frente / a los abuelos de la tierra / en un pozo donde el euro / no encuentra descanso limítrofe”. Los jornaleros de Lladó son mártires de un sistema que devora sus propias semillas: “Los jornaleros de la algarroba / durante la cosecha / extienden sus tapices lorquianos / y con el ímpetu de la vida en sus caños / agitan con fuerza / hasta quebrar la rama hacia el solar”. Aquí la imagen lorquiana del trabajo como danza trágica se enreda con una conciencia contemporánea del expolio: “Asalariados que son mártires / de la voracidad del sistema / de la meseta mallorquina que adolece, / mientras la caza amateur dispara // sí, dispara contra todo aquello que se mueve / y se yergue ante un pelotón / de ensañamiento”. El disparo, repetido como un tambor de muerte, ya no distingue entre animal y humano: es un gesto cultural, una práctica heredada. Lladó la asocia a la lujuria del poder, a la herencia patriarcal del dominio: “Vuelve a vociferar el tiroteo / de los ángeles verdes, / las trompetas de Jericó / en una división terrenal que cruza el calor herido / dejando a unos cachorros sin madre”. El poema suena a lamentación bíblica y a crónica contemporánea, donde la caza se confunde con la guerra, y la guerra con la costumbre. La poeta no esquiva el tono satírico cuando señala el privilegio que sostiene esa violencia: “la lujuria que procede de los cotos privados, / privados de la paz sonora / con el conejo febril en su madriguera, / ante la pleitesía paciente del comensal / en el restaurante de los tenedores”. Esa ironía, tan medida, recuerda el desdén de Ted Hughes ante el cazador urbano y la brutalidad civilizada del progreso: “pero no somos tributos / sino habitantes de zulos / abundancia de piezas de valía diversa, en las migraciones históricas”.

En El futuro, la voz se vuelve íntima y política a la vez: “Pertenecen a una generación / en la que los videojuegos fabrican / granjas de soldados / con la ilegitimidad de la defensa”, afirma refiriéndose a su propio hijo. La caza ha mutado en simulacro: la violencia se entrena en pantallas, el enemigo se fabrica como ficción. La metáfora alcanza resonancias globales, un eco que atraviesa la poesía de guerra del siglo XX y se proyecta hacia una infancia despojada de inocencia.

La brújula reflexiona sobre la pérdida de orientación moral: “Un estigma que fractura / por doquier la búsqueda perpetua / de la uniformidad”. Lladó propone una ética de la diferencia frente a la marea de la homogeneidad, una brújula rota que aun así señala el norte de lo humano. “Grieta entre las rocas / con algunas nadadoras en su estómago / la ballena de una mina antigua”. La imagen, poderosa y arcaica, mezcla el mar con la tierra, la mina con el cuerpo: metáfora del conocimiento como descenso a lo oscuro. La poeta interroga, además, el lugar del espectador en un mundo anestesiado: “La gente no oculta sus pupilas / en el safari periódico / tras el cristal de unas gafas de sol”. El voyeurismo cotidiano se convierte en una forma de caza sin sangre, pero no sin culpa. Y prosigue: “Los sauces no logran nuclear / la escena del blanco: / salvajismo de la modernidad / ante tanto y tan poco”. La modernidad, aquí, es el cazador invisible: dispara desde la comodidad, reduce lo vivo a espectáculo.

En La casquería, Lladó aborda la fiesta popular como ritual de sacrificio: “La fiesta de las poblaciones / rememoran la hoguera de caza, / de venidas y victoriosas / en el cadalso dinamita / de una tradición”. Se denuncia esa continuidad de lo atávico, donde la celebración se erige sobre la sangre y la pérdida.

La memoria personal se funde con la colectiva en la siguiente sección, La escuela: “Mi abuela vertía el alcohol de quemar / en un plato Duralex de barniz caramelo. // con el olor que no anunciaba el dulce inicio / de una feria primaveral // sino el recuerdo de los crematorios, / de las sesiones futura de crioterapia, / del láser vencido al carcinoma, / del sufrimiento de niños / en el incendio de una escuela”. El poema abre un espacio donde la experiencia íntima se convierte en símbolo del dolor histórico. La caza se transforma aquí en memoria de la enfermedad y del fuego: lo que se quema, lo que se repite. La poeta descifra la pulsión de matar como una adicción ancestral, una herencia: “Observa la muerte de cerca / para el cazador / simboliza la cotidianidad / de una ludopatía / grabada en los muros de las cavernas”. Pero entre esa devastación, aún asoma una chispa de esperanza: “Yo sospecho que el amor es una chispa así, / dejarse disparar por el cielo / una ráfaga meteorológica / y no tener cobijo”. El amor y la muerte comparten el vértigo del impacto; ambos son disparos que atraviesan la materia.

Hacia el final, Lladó introduce una reflexión sobre el devenir humano: “La especulación más inmediata del ente, / en la bitácora de pisar mapas, / observando que quizás / seamos esos perros ociosos / que aprendieran a vivir sin hambre, / o los pájaros / con la destreza de adaptar su cana vida / con las deformidades plásticas de tapones / en las antenas parabólicas / y los tiralíneas de plomo”. La imagen de los “tiralíneas de plomo” condensa la paradoja del título: la precisión técnica —el instrumento de medir, de trazar líneas— se convierte en peso, en materia densa que arrastra. La brújula orienta, el rifle dispara; ambos dependen del pulso humano, de su temblor.

El poemario cierra con una intuición ética: “del que busca a toda costa el liderazgo, / la falsa condecoración hacia la inmortalidad”; “para sentir la mímesis / del que sabe que al acecho / le corrige una sombra con un rifle”. Y finalmente, con la esperanza mínima, obstinada: “Una guadaña de reencarnación de rostros, / en enfermedades / y saqueos / que una se acomoda en esta cuesta / con la esperanza del perro / de que un día volverá a ser libre /…/ La poesía”. En ese último verso, el libro se abre hacia su propia razón de ser: la poesía como única forma de libertad posible, como reencarnación de lo perdido. Así, El tiralíneas de plomo no sólo denuncia la violencia del mundo: la convierte en materia de canto. Lluïsa Lladó escribe desde la grieta, con una lengua que es gatillo y brújula, herida y mapa. Su poesía recuerda que toda línea recta —la del plomo, la del disparo— puede curvarse en el instante en que se vuelve palabra.

 

 

domingo, 19 de octubre de 2025

Reseña de Zlatan Stipišić Gibonni: ‘Banderas de un imperio hundido ’. La Isla Negra Editores. 2025. Versión española de Silvia Monrós de Stojakovic

 BANDERAS DE UN IMPERIO HUNDIDO


Zlatan Stipišić Gibonni, conocido por su faceta de cantautor croata y por canciones emblemáticas como Cesarica, se revela en Zaçtave Potonolog Carstra. Banderas de un imperio hundido (La Isla Negra Editores, 2025) como un poeta de hondura inusitada. Su voz, que ha resonado en escenarios musicales, encuentra aquí un nuevo registro, más íntimo, más vulnerable, donde el lenguaje se convierte en su verdadera patria. La presentación de esta edición bilingüe lo anticipa: Cantautor croata, muy famoso por su tema Cesarica. La presentación dice: “Como un aeda, Gibonni, canta al ritmo de una nueva lira para mostrarnos la hazaña más humana de todas: el lenguaje. Nos canta de ese imperio fallido tantas veces, de esa gesta naufragada otras tantas: la virtud de comunicarnos más allá de nuestros temores y mezquindades. Así nos habla en croata, en español y en inglés para al final mostrarnos su verdadera máscara, el poeta, y su verdadera lengua, la poesía.”. En efecto, sus poemas son cantos de un exilio interior, fragmentos de un imperio derrumbado —el del yo, el del amor, el de la palabra misma—, donde el naufragio se vuelve forma de revelación.

Esta edición presenta poemas en croata y en inglés, sin traducción al español en varios casos, lo cual intensifica la experiencia del lector. Más que buscar el extrañamiento lingüístico nos hace sentir la cualidad de canción en esa lingua franca que es el inglés. Si el idioma es una patria, Gibonni nos obliga a reconocer que la verdadera identidad no reside en una sola lengua, sino en el tránsito entre ellas. En su poesía, las fronteras lingüísticas se disuelven igual que las geográficas, como si cada verso buscara un punto de contacto entre mundos dispares.

Desde el primer poema, Remos en el agua, la voz lírica se sitúa en ese límite entre la confesión y la metáfora: “Cuando el cielo aúlla en tu alma / Y te invita a su regazo / Yo escondo te detrás de un verso / Porque allí todo es posible… todo /…/ Nunca me lo perdonaré / Tú siempre serás asunto mío” (Remos en el agua). El poema revela la tensión esencial de Gibonni: esconderse en la palabra para poder decir. El lenguaje, más que refugio, es el escenario de una batalla: la de decir lo indecible sin perecer en el intento. De ahí el tono simultáneamente íntimo y universal de sus imágenes, que oscilan entre la súplica y la afirmación, entre la mística y la carne.

En El anzuelo, el poeta recurre al mar, que es una presencia constante en su obra, como metáfora de la existencia y del límite de lo humano: “El anzuelo se coloca entre los dedos / Tal como se debe colocar / Para que uno recuerde / Lo bueno que es no haber nacido pez /…/”. Aquí, la ironía abre paso a una reflexión más profunda: el mar, ese símbolo de libertad, se convierte en espejo de la fragilidad humana. “Oigo que el mar dice «Menos mal / Que no nací como humano»”, escribe, invirtiendo la jerarquía de las criaturas y recordándonos que, para Gibonni, lo sagrado y lo profano coexisten en la misma ola. Gibonni profundiza en una dimensión más introspectiva y madura de su escritura, donde el amor, la pérdida y la aceptación se convierten en actos de autoconocimiento. Si en algunos poemas la metáfora marina simbolizaba el tránsito y la deriva, en otros, se advierte un tono más reposado, como si el poeta hubiera alcanzado la orilla después de una larga tormenta.

El motivo del naufragio reaparece en Arena llevada por el viento: “Me cuido a mí, a mí me alimento / Pensando que contigo soy alguien mejor / En la arena con la que construyo / Lo que el viento se va a llevar”. La consciencia de la pérdida se asume sin dramatismo, con una serenidad melancólica que recuerda la poesía de Cesare Pavese o de Leonard Cohen. Lo que el viento arrastra no es sólo la arena del amor, sino la ilusión de permanencia que nos sostiene.

Hay en estos poemas una religiosidad heterodoxa, una búsqueda espiritual que se atreve a desafiar lo divino. En Por voluntad de Dios, por voluntad propia, el yo poético se enfrenta a una divinidad que ya no salva: “Por voluntad de Dios, por voluntad de Dios / Con tus trastos entre esas cuatro paredes / Por voluntad propia / Contigo yo iría hasta el fondo del mar”. La fe, en Gibonni, no es consuelo sino duda: un mar al que se entra con los ojos abiertos.

El tono se vuelve más introspectivo en La puerta de mi hermana: “Los ojos son nuestras estrellas solitarias / Me las cubro con las palmas de las manos / Y de nuevo soy un niño / Y de nuevo voy a lo profundo / Ahí donde no se ve el fondo / Y mis ansias llegan hasta el ojo / Mientras la estoy salvando a ella”. La memoria aparece como un acto de salvación, pero también como una condena: regresar al origen es enfrentarse al fondo oscuro de la inocencia. De ahí la pregunta punzante de No es un secreto: “¿Y cómo encuentro ahora / Un pedacito de dignidad que me sostenga?”.

En Mi tierra, la poesía se transforma en geografía íntima: “En el manuscrito secreto del viento / Donde el cielo es una página escrita / Que nuestras velas, plumas izadas, / Bailan con él”. La tierra ya no es un territorio físico, sino una escritura en movimiento, una correspondencia entre aire y palabra. En otro poema, Cuando el cielo sea mi hogar, Gibonni sentencia: “Conocerás la libertad como noticia en el diario”, ironizando sobre la banalización de los ideales en una época saturada de información y carente de fe:  “Es lo que te envía Jehová y el diluvio y las ranas / ¿Sabes distinguirlos? / Ya no veo a nadie caminando sobre el agua / Y que me guíe por estas tinieblas “(… The End). La imagen del árbol sintetiza la ética y la estética de Gibonni:  “Puedo ser un pino al viento / Puedo estar solo en la oscuridad y a toda luz / Un árbol en el silencio del bosque / Porque el bosque me comprende / Puedo ser lo que soy / Pulido por mis errores” (El árbol). Representa la madurez alcanzada después del dolor. La naturaleza no aparece como paisaje externo, sino como espejo interior: el bosque “comprende” porque participa del mismo proceso de transformación que el sujeto. El verso final es una declaración de aceptación, una afirmación de la imperfección como fuente de belleza.

La segunda parte, Piel, desciende aún más hacia lo humano. Allí la carne, el deseo y la culpa se confunden. En El milagro, el yo reclama: “¿De dónde se sacó ese derecho / De conocerse así / Y de meterse debajo de mi piel para siempre?”. La piel es frontera y memoria; tocar es recordar. El amor aparece como una invasión inevitable, un sacrilegio consentido. En Hombres, fieras y blasfemias, el tono se vuelve brutalmente honesto: “¿Con qué nombre / Con qué palabra / Bautizaría este amor? /…/ Y es que no es fácil / Ser un santo y una puta / Según las circunstancias”. Gibonni no teme al exceso, ni a la contradicción. En Truco secreto, admite su fragilidad con una ternura feroz: “Hay un truco secreto / Rendirme al corazón  / (Cuentos infantiles de los que no quiero dudar) / Navego, tranquilo, / como si todavía fueras mío / Y me miento que todo va bien, mejor no podría /Pero sí, puede”. Su poesía es ese autoengaño consciente que sostiene la vida: el arte como último acto de fe.

El poema Ya no es mi dolor condensa ese gesto de serenidad frente al destino: “No le permito a la vela del velero que me salve / No hace falta / Basta con que todo llegue a buen puerto”. Aquí, el hablante abandona la resistencia. Ya no pide redención ni auxilio; confía en el curso natural de las cosas. Esta aceptación sin dramatismo es una de las claves más maduras de la poética de Gibonni: la renuncia como forma de sabiduría. Lo heroico deja de ser el combate para convertirse en la calma. El tono se desplaza hacia una sensualidad directa, una celebración del deseo como vínculo esencial: “Que esa belleza sea mi sueldo / Atiéndeme con tus labios” (Seas quien seas).  La metáfora económica —la belleza como salario— introduce una ironía sutil: el poeta concibe el amor no como deuda ni sacrificio, sino como intercambio vital. El cuerpo se convierte en espacio de lenguaje, en territorio donde lo sagrado se encarna.

Con Sumando todos mis puntos, Gibonni da un salto hacia la crudeza ética: “Pero otrora (para ti) fui un hombre / Ahora soy un hijo de puta /…/ El inocente lo pagará sin culpa alguna / Cuando te tienda la mano / Y te haga pensar en mí”. Quiebra cualquier idealización del amor. La voz lírica se expone sin máscaras, reconociendo su propia ambigüedad moral. En ese autorretrato descarnado resuena un eco de la poesía confesional de los años sesenta, pero con una ironía balcánica, una mezcla de culpa y lucidez que le otorga autenticidad. El amor ya no es un refugio, sino un espejo donde el yo se enfrenta a su propia monstruosidad. El tema de la contradicción afectiva continúa: “Tienes con qué destrozarme /…/ Ni te amo ni te odio / Solo que con claridad / Te veo en esta voz” (Qué me dirán mis hijos). Esta declaración introduce una madurez emocional poco frecuente en la poesía amorosa contemporánea. No hay resentimiento ni sentimentalismo, sino una distancia que permite al hablante reconocerse en la memoria de la relación. Ver al otro “en esta voz” es aceptar que el amor, una vez perdido, se transforma en lenguaje, en texto. Así, la poesía se erige como espacio de reconciliación con el pasado.

La reflexión sobre la palabra misma se explicita en ¿Dónde está escrito?: “En los versos tú no tienes nombre / Todavía me resisto / A desnudarme con palabras”. Este poema funciona como una poética del pudor. La escritura se muestra incapaz de nombrar del todo la experiencia, pero también se convierte en el único modo posible de acercarse a ella. Gibonni entiende el poema como una tensión entre el silencio y la exposición, entre el deseo de decir y la necesidad de protegerse. En esa resistencia se juega su autenticidad: el poema no exhibe, sugiere; no explica, insinúa. Las fotografías mienten introduce un registro elegíaco, de melancolía retrospectiva: “Las fotografías mienten / Las recuerdo muy distintas / Antes el amor cumplía sus promesas”. Aquí, la memoria se enfrenta a su propia distorsión. El recuerdo se revela como invención, y la nostalgia, como una forma de consuelo. La imagen fija —la fotografía— se opone al flujo vital que Gibonni siempre ha cantado. Frente a la mentira de la imagen, el poeta elige la imperfección del verso, su temblor humano. En ese contraste late una meditación sobre el tiempo y la pérdida, sobre la imposibilidad de recuperar lo vivido sin transformarlo.

Banderas de un imperio hundido, en última instancia, una elegía por la palabra, por su ruina y su persistencia. “Soy un hombre sin pesares / ¿A quién darle las gracias, ciudad mía?”, se pregunta en Aire con sal y tinta derramada. El poeta agradece, incluso en la derrota, haber hablado. Porque en ese gesto —en esa “hazaña humana” que es el lenguaje— se levanta, entre los escombros del imperio hundido, una bandera nueva: la de la poesía. En conjunto, estos poemas refuerzan la lectura del libro como un viaje de autoconocimiento. Banderas de un imperio hundido comenzaba en el desgarro y el extravío, estos textos finales se sitúan en la orilla de la reconciliación. Su escritura, lejos del sentimentalismo o del hermetismo, se sostiene en una transparencia lúcida, en una música verbal que equilibra la emoción y la inteligencia. El resultado es una poesía de madurez espiritual, donde el dolor se convierte en aprendizaje y el amor, en lenguaje. Gibonni se reafirma como un poeta que ha aprendido a vivir y a escribir desde la serenidad del naufragio.

 

 

 

jueves, 9 de octubre de 2025

Reseña de Hilario Barero: ‘Walhalla. Un palacio luminoso construido sobre la arena’. Cuadernos de Humo. NYC. 2025

 


En Walhalla. Un palacio luminoso construido sobre la arena, Hilario Barrero se asoma a un territorio donde la memoria, el deseo y la muerte se enlazan con un pulso de exilio íntimo y colectivo. Esta entrega de Cuadernos de Humo resuena como un eco tardío de los años ochenta, lo forman once poemas de 1984, con su promesa rota de juventud invulnerable y el repentino zarpazo de aquella big disease with a little name, ese virus que devastó cuerpos y ciudades, y que convirtió la fiesta en vigilia, la piel en un campo de batalla. Confiesa el autor que “fueron años de terror, de caminar entre trampas de temor que la señal apareciese en la piel de tu mirada”.

Desde los primeros versos, la voz poética avanza con el peso de un miedo compartido. El amor, que debiera ser escudo, se revela herida; la protección que se creía eterna se diluye en la fragilidad del cuerpo: “Pensé que era inmortal acogido a tu lanza / defendido de todos,  / pero soy vulnerable, / pobre, / mortal / y humano, / porque la noche de la brasa / se te olvidó ponerme tu anillo protector” (III). Aquí la épica se descascara, y en lugar de dioses indestructibles encontramos amantes desnudos ante la condena del tiempo: “Resultaron humanos nuestros dioses, / bellísimos sus cuerpos, inmunes a la peste parecían, / pero sufrieron y fueron derrotados por la muerte” (I).

El Walhalla de Hilario Barrero no es un Olimpo marmóreo ni el castillo de luz del subtítulo: es un palacio efímero, un espacio donde la memoria persiste aunque los cuerpos se apaguen. La gloria de los cuerpos caídos como guerreros valientes del deseo libre. Las imágenes del libro se aferran a lo cotidiano (“Vuelvo al jardín / y al remover la tierra / se rompe en mis manos / los hueso del tomillo, el frágil esqueleto del geranio, / la momia quebradiza de la rosa / que el invierno quemó”, IX), y desde esas ruinas mínimas surge la verdad más punzante: la muerte se hospeda en los rincones de lo doméstico, en los jardines abandonados, en los altares de los amores que se fueron.

Esta poesía se escucha también como contrapunto a canciones que nombraron la misma herida. Pienso en Halloween Parade, del álbum New York de Lou Reed, con su cortejo fúnebre que atraviesa las calles de Nueva York, recordando uno por uno a los amigos que ya no están. En ese canto urbano, los cuerpos ausentes desfilan con máscaras de carne perdida; en Hilario Barrero, la procesión se vuelve íntima, privada, un desfile de recuerdos que arden como brasas en la voz del que escribe. Ambos coinciden en esa imposibilidad de clausurar el duelo: la memoria insiste, el palacio permanece aunque se desmorone. Por mucho que los dioses veneren los guerreros caídos, el fuego eterno seguirá ardiendo en los corazones. Estos versos servirán de memoria.

Hay una tensión constante en el libro entre el amor y la condena, entre el deseo y la cicatriz. El poeta se dirige a un tú múltiple —amante, padre, muerte— en un diálogo donde la identidad del interlocutor se desplaza como la sombra de una figura imposible de asir. “Como llevas oculta la cabeza / con la cabeza / con la mitra del tiempo / no sé si eres mi padre / si eres tú o es la muerte, / pero acepto el castigo que recibo” (IV), escribe Barrero, y en esos versos se condensa la mezcla de resignación y deseo que atraviesa el poemario: aceptar que el amor lleva en sí su pérdida, que todo abrazo guarda la forma de la ausencia futura.

El tiempo, cruel juez, aparece una y otra vez como verdugo. “Qué cruel es el tiempo / que te pone delante de tu rostro / su espejo cada día / y te niega la luz cuando es de noche” (VIII). La belleza, fugaz como una rosa bajo la nieve, se convierte en condena: cuanto más intensa, más rápida su extinción. El poeta pide: “Así estamos nosotros, amor, / cada vez más invierno, / una rosa fugaz e inalcanzable / que mancha con su nieve nuestras noches /…/ No diseques la rosa, / déjala en el rosal / que el polvo funeral que en su belleza crece / nos tizne y nos prepare / para sentir su espina que al clavarse / salte un charco de sangre y nos condene” (XI). La imagen concentra la estética de la entrega, no salvar lo efímero, sino abrazarlo en su fulgor y en su herida.

Toledo, Barcelona, Nueva York: las geografías que atraviesan estos poemas construyen un mapa de exilios y pertenencias. Nueva York se vuelve escenario del duelo, ciudad que late con las pérdidas acumuladas. Pero también está el arraigo de la tierra natal, la memoria de los jardines familiares, las hierbas quebradizas entre los dedos: fragmentos de un pasado que se preserva aun cuando la modernidad y la enfermedad dictan su sentencia. Leer Walhalla es entrar en un territorio donde el amor se sabe mortal y, precisamente por eso, se celebra con más urgencia: “Los que sabéis de amor / no preguntéis detalles, / el fuego que seca vuestro pecho / y el cuchillo que rasga la túnica nupcial / responda vuestras dudas” (II). Cada verso está atravesado por esa tensión entre la pasión y el duelo, entre la vitalidad y la ceniza. La voz de HB no busca redención ni consuelo fácil: se instala en la paradoja de amar con plena conciencia de la pérdida. “Desde entonces perdido en tu palacio / oigo al caer el ruido del membrillo / que maduro perfuma mi garganta” (VI). De ahí la belleza punzante de sus imágenes, la sensación de que cada metáfora es al mismo tiempo celebración y elegía: “Y sin embargo, / en esta hora difícil de la tarde, / la vida se acelera / y miles de navajas / aclaran sus gargantas. / Va a comenzar la lucha”.

Los poemas se sostienen en esa memoria de los años devastados, los ochenta como década de esplendor y ruina, el amor construía palacios de deseo sobre arenas movedizas, mientras el virus avanzaba con su sentencia silenciosa. Hilario Barrero, desde su lengua poética, lo transfigura en mitología personal, en canto desgarrado que sigue preguntándose cómo amar entre ruinas. Pero no es solo la voz colectiva, es también lo universal del amor que desgarra, que es deseo y muerte en el mismo cuchillo, la batalla del amor arrastra sus heridas y sus cadáveres. En ellas uno no sabe si ansía ser el vencedor o el vencido: “En el vaho de la sombra te escondías, / después de haber buscado / en las ramblas mojadas del deseo, / encontré tu coraza / entre las catacumbas de la noche / y fui paganizado” (VIII).

Al final, Walhalla no es un mausoleo sino un espacio de resistencia. La poesía ilumina lo que la enfermedad, también como metáfora, y el tiempo intentaron borrar: los cuerpos amados, los instantes ardientes, las rosas efímeras que todavía sangran en la memoria. Leerlo hoy es comprender que, aunque el palacio esté hecho de arena, su resplandor persiste, como persisten los nombres en el desfile infinito de Lou Reed. No hay victoria posible contra el tiempo, pero sí la obstinación de la palabra que se aferra, que recuerda, que celebra incluso entre cenizas. En ese fulgor contradictorio —palacio y ruina, amor y muerte, rosa y espina— se cifra la fuerza de Walhalla: un volumen que nos recuerda que toda belleza es transitoria, y que precisamente ahí, en esa fragilidad, reside su verdad más honda. Ante ella, concluimos, “Si solo puedo ir yo / me quedo con lo que tengo y amo: / ignorante, vestido y abrazado” (V).