domingo, 25 de mayo de 2025

Reseña de Amanda Sorokin: ‘De Revolutionibus’. BajAmar Editores. 2024

 De revolutionibus


De Revolutionibus es el segundo poemario publicado bajo el heterónimo de María Esteban Becedas en BajAmar. El primero fue Las alas de las polillas (2021) siguieron Los restos de la Fiesta (2022) y Dinosaurios de pelo rosa (2023), con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. El título evoca el tratado fundacional de Copérnico y, como señala en el prólogo Miguel Ángel Hoyos, “No os dejéis intimidar por el latinajo, en este libro hay carne. Hay carne en el mejor sentido literario, o sea, hay verdad”. Efectivamente, este libro orbita sobre cuerpos, recuerdos, ciudades y deseos, y sus revoluciones son más íntimas que astronómicas. El yo lírico se presenta expuesto, contradictorio, profundamente humano. De Revolutionibus es símbolo de vulnerabilidad, deseo, y también de lucha: “Cuando vuelvo a ti / y soy diez años más virgen, / y te encuentro enterrando tesoros / casi tan lejanos / en tu provocación pirata” (Cuando vuelvo a ti).

Amanda Sorokin toma el camino de la sciencia nuova para hablar de lo cíclico de la existencia, del eterno retorno de los recuerdos: “Hay mañanas más lúgubres que cualquier noche /…/ Dios es el término creado / para convertir el mundo en algo abarcable” (Las mañanas de reyes). Es una puesta en cuestión del progreso y la ciencia: “Voy a intentar explicarte que la civilización no funciona. / Que algo en nosotros reclama el estado natural / y la ciudad es poco más / que una casa de espejos / en una feria cerrada / al final del verano” (St Nicholas Parla). Como este, no faltan los poemas de corte existencial. Esta crítica sutil, aunque afilada, muestra la capacidad para destilar filosofía en pocas líneas. En La cultura ofusca se vuelve aún más explícita: “Recuerda que la verdad no nace de la literatura, / ni los ladrones dicen «Arriba las manos»”. La poeta desconfía de los relatos prefabricados, ya vengan de la religión, el arte o la cultura popular. Sorokin construye su poética a partir de una fusión de imágenes urbanas, evocaciones personales y referencias culturales. El desencanto con la modernidad se enfoca en la imagen de la feria cerrada, tan evocadora como desoladora, encierra la idea de un progreso ilusorio, una modernidad agotada.

El cuerpo y su devenir están presentes en muchas de las piezas. En No fumes, Irene, el deseo y el desencanto se cruzan: “Me haces pensar, Irene, / en la corrupción de los cuerpos, / el relajo de las costumbres, / los imperios decadentes”. Aquí, el cuerpo no solo es biología, sino también metáfora de una civilización en crisis, de un mundo donde las estructuras simbólicas comienzan a deshacerse.

Gran conocedora del mundo de los cantautores, hay numerosos guiños que también inciden, por su juventud, con un retomar lo que ya no está de moda: “Llevo una rosa en la mano / y el pelo muy corto y la falda muy corta, / y llueve en todos los lugares de paso /…/ Esta rosa es la promesa de una metáfora válida. / La busco –ya siento el agua en los zapatos–. / La busco, y se me ocurre…” (Rosas en el mar, o en la lluvia); “Un posible delfín /…/ Y en la concha de Venus, / una canción protesta, / probablemente arrugada de recuerdos americanos” (Un posible delfín). O la literatura que se acerca a los fantasmas de la modernidad más inquietante: “Desperté / como en las peores fiebres de julio, / creyéndome muerta. / Luego recordé que el muerto eras tú” (Sueño Lovecraftiano).  De la misma forma que bordea la más ingenua de las resistencias literarias en El desastrito: “Fuiste mi primera rosa. / Luego intenté domesticarte, / cuando en verdad el zorro era yo /…/ Al final me saliste baobab / Y así, con la bobada, / me has reventado el planeta”. Hay, pues, también espacio para el humor ácido. El poema juega con referencias a Saint-Exupéry para hablar de una relación fallida, y lo hace con una ligereza que no es superficialidad, sino inteligencia emocional.

Otras referencias vienen del cine, concretamente de la Nouvelle vague, cuando Alicia sustituye a Zazie en el Metro de Louis Malle: “Ayer me quedé mirando / tu nuca mientras se aleja el metro. / Pensaba que ahora, probablemente, / eres lo más parecido a la verdad / que pueda encontrarme por la calle” (Alicia en el metro). El encuentro cotidiano se eleva a epifanía, y lo amoroso se redefine como una forma de acceso a lo real. Es una de las imágenes más potentes del libro. El amor —torpe, apasionado, ambiguo— es otro eje de esta constelación.

Son comunes las imágenes de la nostalgia: “Hace sol triste de final de la tarde / y hoy eres menos que el nombre de la rosa” (Mi lista de contactos);  “No esperaba verte en una playa. / No era este un escenario para los dos. Y sin embargo, aquí está /…/ Y así, en la roca, te has hecho sirena posmoderna” (Ángeles en la roca). La primera persona es la voz que habla, aunque no necesariamente tenga que basarse en una autobiografía real o fingida: “Era la edad de ya no ser niños / y jugar en secreto, todavía” (Instituto II). El cuestionamiento de la madurez comienza a aparecer en poemas como Maleficio, cargados de ironía: “Que tus ídolos de infancia se vuelvan ridículos a tus ojos /…/ Que las fiestas empiecen sin ti, terminen sin ti / y no tengas el poder de estropearlas”. No es tanto una cuestión personal, es casi un paradigma generacional: “Son jóvenes, dicen, y casi siempre guapos /…/ A ellos no se les ha escapado el segmento vital que a mí me falta” (Fantasmagoría).

Lo autobiográfico no se limita a la nostalgia. La autora sabe mirar hacia atrás sin romantizar el pasado. En Instituto I se lee: “Será que hemos crecido algo, / Por eso sabemos ahora / que ni son frágiles los trajes de papel / ni triste, o tan triste el recuerdo / de unos zapatos feos sobre estos mismos adoquines”. La infancia y la adolescencia son revisadas sin condescendencia, como espacios de aprendizaje abrupto y belleza áspera: “Un día nos miraremos la infancia / y explicaremos por fin / qué hay en nuestros ojos cuando nos miramos /…/ Un día nos miraremos las infancias / y, de golpe lo entenderemos todo. / Entonces lo sabremos con tanta luz / que nadie podrá decir lo contrario: / Solo ese será el momento / de volver a encontrarme” (Un día nos miraremos las infancias).

De Revolutionibus juega con los contrastes, de la ciencia y sus fracasos (“No sé en qué momento te convertiste en una categoría abstracta / sobre la que construir”, Sinécdoque confusiva), de la historia y el presente (“Aunque siempre me gustó vivir al revés /…/ Cuando sea joven, / devoraré cerezas a dos manos”, Anacronismos), de lo personal a lo grupal (“Tú y la masa turística / y mi boca cerrada, / y la Historia del Mundo, que descansa dentro. / Ahí termina nuestro alcance vital. / Más allá, el infinito”), de la seriedad al humor (“Estate quieto, / que al final me has roto la tarde del viernes / y si me descuido, el suelo y los esquemas, / y me dejas sin nada que comer”, Monello). Funciona tanto a nivel conceptual como siendo una herramienta en cada poema: “Dos años sin vosotros, casi, / y a la vez, / dos años de ti que eras malo / y yo así quiero acompañarte. Deja de quererme, niñato” (Otra vez otoño); “Te sigo queriendo a lo bestia, // no pienses que te haya odiado ni siquiera por un rato” (Carmen Consoli). Igual vuelve el gesto hacia la infancia (“Duerme, Pirata, /…/ Lo que pase afuera ya no va contigo /…/ Ahora duerme, Pirata, / Despertarán mañana / y contigo se abrirán las latitudes. / Los soles mediterráneos, / los ilimitados mapas”, Nanas para un marinero insomne); que hacia la obstinada madurez: “Tú y yo compartimos un gesto involuntario / que ilustra nuestra terca sapiosexualidad /…/ En fin, que nos tocamos en público para pensar más rápido” (Sapiosexualidad).

En la última sección del libro, marcada por poemas como Epílogo o íncipit, se abre una puerta hacia la intimidad más descarnada, donde el regreso al hogar se convierte en acto de resistencia silenciosa: “Volver de verdad a la vida de casa, / en lo posible, / soltar la maleta, desmaquillarme, / poner la mesa, besar a mis padres. / Dormir y callar, / dejando una estela de humo”. Aquí la autora no cierra el libro con un punto final, sino con una especie de exhalación, una rendición sin derrota.

De Revolutionibus es una obra de madurez, que sabe moverse entre lo lírico, lo filosófico y lo cotidiano sin perder la voz propia. Amanda Sorokin demuestra que es posible habitar el lenguaje con ironía y con fe, a la vez; que la poesía puede seguir siendo un mapa para los que buscan el camino en medio del ruido. Como reza los versos de Aéropostale: “Somos nube, Aire, Deseo.  / Aviadores en Concordia, / en mapas dibujados en nuestra pared. / Lenguaje. Obstinado aprendizaje. // Nos hicimos pilotos porque no sabemos hablar / sin mordernos todas las lenguas”.

domingo, 18 de mayo de 2025

Reseña de José María Higuera: ‘Manzanas’. Elenvés. 2025.

 MANZANAS


José María Higuera compone en este libro, que ha merecido el XXXVII Premio de Poesía Joaquín Lobato Ciudad de Vélez Málaga, una cartografía del origen y del derrumbe de lo humano, encarnado en la figura de Lucy, fósil de Australopithecus afarensis. Lucy es el nombre que recibió un esqueleto de una hembra bastante completo encontrado en Olduvai, en la tierra de los Afar, por el equipo del paleoantropólogo D. Johanson. En su momento fue considerado el primer antepasado del Hombre –ese fue el subtítulo del libro que escribió Johanson para narrar su azaroso descubrimiento aunque fuera una mujer–[1].El autor asocia a esta figura todas las connotaciones que asumió bíblicamente Eva, la primera caída simbolizada en la manzana. Este es un poemario reflexivo y ontológico y está organizado como un mecanismo donde cada pieza pulsa al ritmo de una misma intuición: la de la caída como condición de conocimiento y belleza.

Manzanas gira en torno a las perplejidades de Lucy, sus emociones y sus paradojas son también las nuestras. Desde la anónima manzana que abre el libro hasta la manzana de Newton que aparece en el poema final, todo el texto se apoya en la idea de la caída constante y sus múltiples referencias culturales, científicas y personales: la propia Lucy, Eva y el pecado original, la gravedad, el descenso inevitable hacia la muerte o el peso físico y moral de los objetos. La primera parte se titula ¿Qué buscaba Lucy? José María Higuera entreteje lo material, lo observado y lo vivido con el lugar que los humanos ocupamos en el cosmos, a través de un lenguaje de contrastes, metáforas de asombro y rupturas de significado abiertas a la interpretación, a través de un objeto tan cotidiano y polisémico como una manzana: “Qué simple / y qué redonda esta manzana /…/ Y, sin embargo, eterna, / su esfera tan precisa permanece / por siempre en la memoria de la boca” (La manzana). La manzana, símbolo tanto de pecado como de epifanía científica, aquí se convierte en una forma de sabiduría: no la que se impone, sino la que cae despacio, cuando uno ha aprendido a esperar. Esa misma manzana regresa en La manzana, donde se resalta su eternidad en lo sensorial.

Si la expulsión del paraíso fue la caída del hombre, la caída es lo que nos define: “Me quiero definir en lo que cae, / en lo que se resiste a ser estela, / en la sed, en el antes y el después / que existe en la tinaja / ¡Qué forma más exacta de saberse! / Ser la mujer de barro que gravita / dotando a la belleza de esqueleto” (Lo que en el barro gira). La mujer de barro que gira ofrece una síntesis perfecta de la poética de Higuera. La caída ya no es solo derrota, sino identidad. La belleza, para ser real, necesita esqueleto: necesita soporte, historia, incluso dolor. Y esa mujer de barro, como Lucy, cae no porque sea débil, sino porque está hecha para gravitar.

Y precisamente la caída de la manzana puede simbolizar la ciencia como punto de inspiración para Newton y su teoría de la gravitación: “Me entristece saber que lo sensato / dicta su condición de servidumbre /…/ Visito lo profundo, / libera de las piedras mi esqueleto /…/ si fuera necesario, / sembrar una locura” (Centro de gravedad). El poeta juega tanto con lo más mítico como con lo científico, convencionalmente frío (“Un número define lo perfecto / y nos ofrece en lo íntimo el arrullo / que dignifica al astro y la pupila”, Phi, el número áureo) o lo cotidiano (“Acaso lo que importe sea el cómo / del lento abrirse paso de un te quiero /…/ Entonces pasa, ocurre aquella luz. / Las manos de mi padre / aquella luz que nunca olvido”, Ibertrén), que es uno de sus momentos más conmovedores, cuando evoca un instante de luz en medio del recuerdo. Ciencia, antropología, marcas… son elementos menos poéticos usados sabiamente para incardinar en la actualidad los poemas y el mensaje. Aquí, la poesía deja de pensar para simplemente sostener un momento. No hay tesis, solo la luz y unas manos: el amor, como último refugio ante lo que cae.

El desconcierto y, sobre todo, la ignorancia son también nuestras señas de identidad: Lucy no conocía la gravedad. Tampoco que era un homínido. Ese es el título de la segunda sección. Como el eterno femenino, José María Higuera salta de lo particular a lo general, de la anécdota al mito, de lo abstracto a lo muy concreto: “Atenta a cada instante, esta mujer, / precisa en primaveras y en heridas, / anota cuánto tiempo emplea / y la distancia que recorren / hasta llegar al beso” (Cinco centímetros por segundo). Puede parecer que los poemas son filosóficos puesto que plantean grandes interrogantes, pero se amarran a la realidad cotidiana con una consistencia tan grande como la poesía social: “Todos los días no te vas de igual manera. / Hay mañanas en que te sorprende la rutina / y nada es ya lo mismo, ni lo parece. /…/ Te preguntas por las alcantarillas, / hacia dónde se irá cada despojo /…/ si existe algún lugar donde sentirse a salvo” (Agujeros negros). “Nunca fue tan sincera la belleza / que declara su voz desvanecida /…/ Nunca fue tan sincera la intemperie / tratando de mostrarse” (Señales). Aquí, la belleza no es un atributo ornamental, sino una entidad que se desvanece mientras habla, que se vuelve más sincera cuanto más precaria, más visible cuanto más se expone a la intemperie. Esta sinceridad quebrada marca el tono del libro: lo bello no se esconde, pero tampoco permanece.

Otra de las ramas en las que se bifurca el poemario, concretamente en la titulada  Se sabe que Lucy no tuvo hijos tiene que ver con la descendencia, la herencia y la evolución. En Sobras evolutivas, la voz poética asume una mirada científica cargada de angustia metafísica: “Me gustaría conocer, si existe, / la autopsia que descubre / dónde los versos, dónde los abrazos, / qué glándula permite los decesos /…/ Necesito saber / dónde se regenera un corazón, la víscera / que nunca sospechó que acaso sobra, / si es posible insistir en un futuro, / saber si es por siempre esta querencia / o solo mata por un tiempo razonable”. Aquí, el cuerpo se convierte en un mapa del dolor, y el amor en un fenómeno casi patológico. Hay una desesperación por conocer los mecanismos del afecto y la pérdida, como si se pudiera rastrear en los órganos la historia de un sentimiento. No se trata tanto de los fenómenos biológicos, es más bien una reflexión más amplia: “La ley del engranaje y del juguete roto / vertebra los espacios / y ensaya la humedad bajo su firma” (Jardines distópicos). Y a la vez, como decimos, más concreta: “La vida compartida con las cosas / pronuncia susurrando nuestro nombre” (Cosas). Asume la voz poética la herencia cultural y la científica hibridándose los términos, los vocablos, los enfoques como hacen, por ejemplo, Daniel Cotta Lobato, consiguiendo así una actualidad radical: “Mis ancestros rezando mientras tanto / y una parte de ti para mañana” (El árbol y la sangre).

La figura de Lucy actúa como símbolo fundacional. No solo es la homínida de la evolución biológica; también la mujer arquetípica, ignorante aún de su caída, del peso de la historia y de la gravedad que arrastrará sus descendientes. Lucy aún sigue cayendo sirve como título de la siguiente parte, como si su caída nunca se hubiera detenido, como si en cada mujer, en cada cuerpo, persistiera ese gesto de descenso primigenio. “Persiste ese tictac de aquel goteo / es la niña que fui” (Una gota de agua). El tono sombrío y lúcido de De espanto y hueso intensifica esta mirada: “Siempre toda derrota / es anterior a su pobreza / y permanece oculta a simple vista /…/ Quizás ya sea tiempo / de cosechar lo poco que nos quede /…/ que la soga que cuelga de la viga / no apriete más su nudo”. El poema no teme acercarse al abismo. La pobreza, la derrota, la soga: no son solo imágenes del suicidio, sino del despojo existencial, del límite donde ya no hay símbolos que sostengan el cuerpo. Y sin embargo, en la misma imagen se percibe una súplica mínima: aflojar el nudo, recoger “lo poco que nos quede”, persistir: “En lo cierto del pan y de las rosas, / el tacto de lo eterno, tan bien hecho, / se deja caer sobre ti. El origen / reclama lo que es suyo / y asienten con la vida, tan despacio” (Vértigo).

La relación entre lo humano y lo cósmico, entre la ciencia y el deseo, tiene en El manzano de Newton una de sus metáforas más logradas: “Hay que zarandear el árbol suavemente, / ayudar a que caiga la manzana / sobre nuestra cabeza y saber esperar / que se nos ocurre algo interesante, / ese conocimiento que, maduro, / nos valga para siempre. Lo eterno no es lo absoluto, sino lo íntimo. La memoria de la boca, más que la del cerebro, es la que conserva el eco del conocimiento: saborear es saber. La manzana sabe, de sabor y de saber: “Lucy pudo buscar una manzana. / Yo creo que buscaba una flor para el pelo”. Con Lucy como símbolo universal de la humanidad incipiente y vulnerable, y con un lenguaje que oscila entre lo científico, lo metafísico y lo profundamente emocional, José María Higuera construye una obra que no teme pensar el dolor, la caída y la belleza como parte de un mismo gesto vital. Este libro no responde a las preguntas fundamentales: las reabre, las sacude, y nos deja, como a Lucy, cayendo con conciencia.





 



[1] No deja de ser curioso que fuera bautizado por la canción que John Lennon compuso inspirado en un dibujo de su hijo, Lucy in the Sky with Diamons. El rock entró en la prehistoria con una sospechosa referencia al ácido lisérgico.

lunes, 12 de mayo de 2025

Reseña de Jesús Cárdenas: ‘Peregrino de luz. Espacio y tiempo en la obra de Francisco Basallote (1988-2015). Ediciones En Huida. 2025

 Peregrino de luz. Espacio y tiempo en la obra de Francisco Basallote  (1988-2015)', de Jesús Cárdenas – Entreletras


Jesús Cárdenas es poeta (La luz de entre los cipreses, Mudanzas de lo azul, Después de la música, Sucesión de lunas, Los refugios que olvidamos, Raíz olvido, Los falsos días y Desvestir el cuerpo) y crítico. Ha escrito ensayos sobre la obra de Machado y Cernuda, también sobre Passolini y es el redactor jefe de la sección de poesía de Culturamas. Ya había publicado un estudio sobre La luz y la pintura en Francisco Basallote. Este trabajo se originó a partir del máster “Formación e investigación literaria y teatral en el contexto europeo”. Es un sentido homenaje a la poesía del poeta de Vejer de la Frontera. Un estudio minucioso, con el cariño que el poeta merece y que su poesía reclama. Francisco Basallote es analizado meticulosamente, destacando las cualidades y los recursos estilísticos, su sensibilidad y los temas de alguien que pintaba con versos y hacía poesía con colores.

El trabajo se estructura comenzando con una imprescindible biografía y un recuento de su variada y no siempre fácilmente localizable obra. Después se examinan sus presupuestos poéticos, la “poética del recogimiento” y el papel de la memoria en su obra. Jesús Cárdenas, seguidamente detalla los distintos núcleos temáticos, sobre el paso del tiempo; el locus amoenus, o mejor, los sucesivos loci del poeta (Vejer, la Cartuja, la Alhambra…); la naturaleza, la luz y la pintura y la creación poética. También se analizan pormenorizadamente los recursos estilísticos, formales y métricos. No faltan las conclusiones y la bibliografía y concluyen con una serie de textos de agradecimientos (de AboroJuan, Mario Álvarez Porro, Ana Isabel Alvea Sánchez, José Cenizo Jiménez, María José Collado, Jorge de Arco, Gonzalo Díaz Arbolí, Pedro Luis Ibáñez Lérida, Ángeles María Vélez Melero y el propio Jesús Cárdenas) e imágenes, incluyendo algunas acuarelas de Francisco Basallote.

Francisco Basallote (Vejer de la Frontera, 1941-2015) es un poeta injustamente desconocido para el gran público. Su poesía explora temas recurrentes como el paso del tiempo, la memoria y el paisaje, tanto como la propia producción poética. A menudo vincula estas ideas a elementos de la naturaleza o de la arquitectura, reflejando la evolución de sus pueblos, y es lo que Jesús Cárdenas va desengranando. El poeta analiza el pasado con mirada serena. En su obra es frecuente la nostalgia por la infancia o la juventud, la denuncia de injusticias y la celebración de la belleza cotidiana. Basallote ve la memoria como arma contra el olvido y sus poemas suelen identificar el devenir con elementos naturales –el paso del tiempo asociado a la luz, el viento, el agua– para sugerir lo efímero y lo eterno. Además, su sensibilidad técnica aflora en el vocabulario: términos sencillos (agua, luz, viento, sombra) conviven con palabras de construcción (azulejos, vigas, bóvedas), que no extrañan dada su formación como arquitecto técnico. Esta mezcla temática de paisaje, memoria y técnica es constante en sus libros.

Sus poemas son a menudo cortos (muchos de uno o dos estrofas) y mantienen un ritmo pausado y meditativo. Su estilo tiene mucho que ver, como comprobamos en el estudio, con la pintura que también ejercita. Es mesurado, lento, trabajado y riguroso. Emplea un lenguaje claro y preciso, evitando el ornamento fácil, a pesar de una innegable cualidad sensorial que desprenden sus poemas. Su trabajo poético es una labor de orfebrería que se aleja del barroquismo, destacando por su contención y precisión. El gusto por el haiku no solo se centra en la apropiación de una forma, es un planteamiento estético de plasmar el instante, buscando siempre la esencia de la idea y la palabra, mediante una gran desnudez de forma. La poética de Basallote se apoya en la claridad y la sencillez de la expresión. Como bien señala Jesús Cárdenas podemos disfrutar de su claridad, que carga de emoción con sencillez depurando extremadamente el verso.

La variedad rítmica es una de las características de los versos de Basallote, que muestra su maestría tanto en el verso libre como en los haikus, especialmente el predominio de poemas breves de arte menor, y, en todo caso, imparisílabos. No debe extrañarnos encontrar estrofas como soleás y seguidillas, que en el fondo no difieren tanto del haiku. Y, como Juan Ramón Jiménez, aparecen también poemas en prosa. En el análisis de Jesús Cárdenas es pormenorizado y clarificador. La maestría del relojero que aprovecha los recursos expresivos, el ritmo o el encabalgamiento siempre con una intención expresiva.

El tono contemplativo tiene mucho que ver con la evocación de ciertos parajes, ciertos lugares y, por qué no aceptarlo, algo de melancolía. El ritmo suave, la imagen que evoca, donde el paisaje y la arquitectura no son simplemente decorados, son protagonistas, como acertadamente el estudio va estableciendo. Es una poesía en cierta forma trascendente, que se funde con lo espiritual. Un lirismo visual lleno de luz y de elementos sensoriales, el agua, los olores, lo vegetal, el misterio… conforman la evocación con gran concisión expresiva. Jesús Cárdenas lo califica como un poeta humanista por esta cualidad de reflexión serena.

En conjunto, su escritura resulta de un cruce de corrientes orientales, europeas y clásicas, siempre filtradas por su voz propia de poeta contemplativo. La obra de Basallote integra influencias muy diversas. En primer lugar, destaca su afinidad con la tradición del haiku japonés. Llegó a estudiar este género e incluye haikus acompañados de acuarelas en varias obras. Los haikus del vejeriego son un canto a la sensibilidad. El poeta orienta su escritura hacia la captación instantánea de la naturaleza y la emoción, respetando la tradición clásica del género. En efecto, en varios libros arranca los capítulos con poemas japoneses y adopta su brevedad y sugerencia descriptiva. Quizás la poesía de Machado, Juan Ramón, que tanto tuvieron que ver con la asimilación del haiku, sean claras influencias. Pero también la de otros poetas de la sierra, como el gran Julio Mariscal. Indudablemente podremos señalar la herencia del simbolismo europeo de Paul Verlaine. Esto es especialmente significativo al emplear imágenes naturales para evocar estados de ánimo y reflexiones íntimas, evitando el exceso confesional. Además, su poesía bebe de la tradición andalusí. La pintura también es una referencia constante en sus títulos y su imaginería, mezclando así la palabra y la imagen.

Hay que destacar la autenticidad y profundidad de su voz poética. Se le podría definir como un poeta del recogimiento y del silencio. Ha estado alejado de modas y un poco al margen de las grandes corrientes poéticas que se suelen destacar. En su estilo hay una especie de desnudez y una búsqueda incesante de la esencia. Jesús Cárdenas subraya las diferentes maneras en las que el tiempo es asumido, tanto en su aspecto circular de repetición de días y estaciones, como en el lineal de la palabra en el tiempo. Se destaca también su precisión evocadora a través de la selección de imágenes así como la búsqueda minuciosa de la palabra adecuada. Un lirismo lejos de sentimentalismo, con gran contención y profunda hondura.

A través de esta investigación podemos situar al poeta en el contexto de su época. Es un trabajo imprescindible como fuente de información precisa de la producción del poeta de Vejer, así como de los estudios críticos que analizan su obra. Peregrino de luz nos descubre la poesía de Francisco Basallote, que se caracteriza por su tono claro y serio, su métrica varia y depurada, su amor por la naturaleza y la memoria, y por un cuidado oficio que gusta de la síntesis. La naturaleza y la belleza construida son los elementos que conforman un itinerario sentimental.

domingo, 4 de mayo de 2025

Reseña de Juan Peregrina: ‘El amor del clown’. BajAmar. 2024

 El amor del clown


Juan Peregrina (Granada, 1978) es poeta, narrador y ensayista. Ha publicado los poemarios A deshoras (2001), Soledad amante destino (2006) y Estigma y artificio (2014); y el en prosa poética Libro carmesí de las XXI cantatas sacrílegas (2014) y Brandewijn (2018). Su obra transita entre la confesión íntima y la exploración de los márgenes de la experiencia humana, con un estilo marcado por la intensidad lírica y la crudeza emocional, abundando en imágenes que buscan el corazón antes que la racionalidad.  La crítica ha destacado en su obra su capacidad para conjugar la tradición literaria —de Vallejo a Panero— con una mirada radicalmente moderna, profundamente humana y alérgica a cualquier forma de impostura. Emerge como un libro de intensa carga emocional, un mosaico de voces, homenajes y confesiones que articulan una visión descarnada de la existencia. Con un lenguaje de raíz lírica profunda y una estructura fragmentada en secciones temáticas (Mítico Silencio, Esta familia como otra cualquiera, Homenaje incompleto, Avíos del espectáculo, entre otras), Peregrina nos ofrece no un simple poemario, sino un verdadero descenso a los abismos del alma humana. Cada una de estas constelaciones temáticas despliega un mosaico de imágenes donde la traición, el olvido, el deseo y el dolor se intercalan en versos que fluctúan entre la desesperanza y una sutil nostalgia.

Desde los primeros versos, el autor marca un tono de crudeza y belleza trágica que se mantendrá a lo largo de toda la obra: “brota el castigo como surge el ímpetu / de la traición: devora / el cuchillo la herida” (Desierto I). Aquí se insinúa ya uno de los temas centrales: la herida como matriz de la vida y de la escritura. Lejos de ocultar las cicatrices, Peregrina las convierte en signo y sentido. En Mítico Silencio, la primera sección, el dolor es una fuerza viva que, paradójicamente, impulsa al poema. Como afirma en Desierto II: “Los anhelos esquilman el olvido” (Desierto II). Esta tensión entre anhelo y memoria, entre amor y pérdida, se manifiesta también en un agradecimiento ambiguo, casi desesperado: “por lo tanto, gracias, Wendy, gracias por dejarte extirpar indecorosas arterias de tu insobornable cuello para que nuestro clown pudiera insinuar nuestra historia. Gracias” (Fallen). Más que una memoria personal intransferible, para el poeta “somos producto del error, / unas cuantas historias que Paul Auster / robó a Calvino haciéndose pasar / por la mujer que quiere del pasado” (Una cierta esperanza en el futuro). Un juego de espejos e intertextualidad. El clown —figura central y símbolo de toda la obra— se configura así como un ser entre el dolor y la representación, entre la tragedia y el arte de sobrevivir a través de la máscara. En Esta familia como otra cualquiera, Peregrina explora el desarraigo personal, el desapego afectivo, siempre con versos donde la emoción late, a menudo de manera contenida pero violenta: “perdona diferente / a la cruz del olvido / y noches talegueras / con chupitos de lágrimas” (Personal I). O en el crudo aprendizaje de la soledad: “No me busco ni quiero ser buscado / dejadme aquel mal corazón de enebro. /…/ Pero aprendí a perder por el tiránico / fin de quedarme solo: no hay receta / mejor que desistir desde la cuna” (Personal III).

La sección Homenaje incompleto reúne poemas dedicados a figuras tutelares de la poesía: César Vallejo, Constantino Kavafis, Leopoldo María Panero, J.A. Valente. Cada texto capta la esencia de su homenajeado, sin caer en la imitación servil. Así, el tributo a Vallejo revela una ternura desesperada: “Entre estas cuatro estúpidas paredes / se encuentran mis preciados tres amores: / mi mujer, mis poemas y unas flores / que adornarán la muerte que me acecha” (Soledad y trance poético). Mientras que, en el caso de Panero, se subraya su incorruptibilidad: “contagia y pudrirse al ser clausura / de quien no se vendió ni el que cede / su alma a otra cosa que no sea el Arte” (En el sanatorio de las hojas que se hunden). De Kavafis nos quedamos con la herida de la belleza (“Mayor, me dejo hendir por escalpelo / tan húmedos que mi interior vileza / se disuelve a su tacto entre mis heces”, (contemplación de la belleza); y de Valente, la capital importancia de la palabra: “La palabra en los cónclaves perfectos / tu mano fiel y acariciante espera / del purpúreo silencio los latidos”, (De la palabra y su esencia).

Las secciones posteriores, como Avíos del espectáculo o en Orgías de antaño, alternan entre la reflexión amarga y la celebración efímera del cuerpo y del deseo. Está presente el oficio de poeta como un modelo de vida: “Una de las consecuencias del aprendizaje en cualquier aspecto de la vida es el no volver la vista atrás /…/ Pasa página a tanto perjuicio nos cicatriza” (Rima interna). En Declamación, Peregrina ofrece una visión de la poesía y de los marginados del mundo: “Hay también punkis del desconsuelo y manos que acarician las sonrisas de las niñas tristes y provocan carcajadas en el silencio y la incomprensión” (Declamación). La palabra metapoética no es sino un referente vital que se mira a sí mismo, como buscamos en el espectáculo del clown: “Anochece y me embarga el deseo de continuación, de amanecida” (Metáfora). A modo de contrapunto, vuelve en Poetas y otras especies a asumir otras voces como propias. Pueden ser nombres más desconocidos como Narzeo Antino (“Laberintos añoran los zagales / poníamos por las rosas y narcisos, / esas tardes de aroma que conciso / interrumpen la luz de los fanales”, Fiel amante de la búsqueda); universales como Cernuda (“Cerrar heridas para restañar el cuerpo. Educar en la historia para reconocer dolores: ser de España como del cielo que nunca veremos”, Español); y más cercanos como Antonio Carvajal (“Los musicales versos aprendices / de cíngaros acentos no aplaudidos / ni busca sol ni la lunar presencia”, Il Miglior  tabbro).

Y en Orgías de antaño, la sensualidad aparece filtrada por el tiempo y la nostalgia: “Apología del deseo en estado animal, / y de vez en cuando, un reproche de celos o amor deshojado por unos muslos prietos de cerveza y corales que trae la marea roja de la memoria”. El poeta va buscando elementos del paisaje para situar el deseo y la añoranza: “esa noche la luna se divierte / pues mis gruñidos van amaneciendo / dando gracias a mi inexperta suerte”. Todo un universo de referencias, de aventuras (“Descubrimos palabras pretendidos / con aquel joven de Bombay: / veía cómo su morena tez / embriagaba los ojos de mi amante”) o una hibridación en la que Bowie reescribe el Cantar de los cantares (“Libres somos gacelas por un día”). El impulso biológico, puro, se retuerce entre las exigencias de la vida humana: “Apología del deseo en estado animal, / y de vez en cuando, un reproche de celos o amor deshojado por unos muslos prietos de cerveza y corales que trae la marea roja de la memoria”. Amor, carnalidad (“labios atrapan lengua que perversa / busca entre la corriente el caramelo / y la luna prepara la batalla”) y trascendencia (“bajamos hacia el Hades muy deprisa, / un latido sin nombre nos conduce / hasta un mar elevado muerto y bello”). Es, en definitiva, una poesía exigente pero profundamente conmovedora en sus múltiples capas. Juan Peregrina destaca por su valentía para explorar las zonas más oscuras del ser humano sin perder el pulso poético.

En Junto al abismo, la voz poética ya no se disfraza: asume su derrota, su disolución inevitable: “Al igual que se disuelve / estas palabras que escribo, / se convierte nuestra historia / en ceniza en viento en frío” (Los volantes de tu estilo). A modo de balance o de confesión, el poeta declara que  “He llevado una vida disipada, / armónicos silencios que persiguen / enajenados huesos. Y prosigue / mis lechos, mis fobias y mi nada” (Mis lecturas, mis fobias y mi nada); “De alcohol y drogas y completo amante / si un talle me mantiene enamorado / y un amigo me auxilia de mi intento” (Poema para recitar entre humo y copas). El amor del clown se distingue por una apuesta mucho más oscura y visceral, Peregrina elige el abismo como escenario y la herida como materia prima: “–Nací entre dudas y por el balate / me olvidarán, incómodo accidente: / no tengo prisa por pedir perdón” (Despedida del clown). Su lenguaje es más arriesgado, su ritmo más fragmentario, su imaginario más perturbador, sin autocompasión: “Porque me dieron todo / sin merecerme nada” (El otro). No obstante, este carácter sombrío no implica ausencia de belleza. Peregrina logra destellos de lirismo puro, donde la esperanza se filtra como un hilo de luz entre las ruinas: “Mi fortificación, tu anatomía / precisa: haga tu vientre sin el cual / todo es confuso, amor, todo es confuso” (Otra geografía). El cierre de la obra reafirma esta aceptación serena del fracaso vital, pero también del triunfo íntimo de haber vivido fiel a uno mismo: “No me arrepiento, pensó el clown, del carnaval ni de la orgía. El maquillaje se funde en agua para muchos: otras lo llevamos de por vida” (El amor del clown). Una poética de la herida y la máscara, Peregrina convoca el vértigo y la crudeza. El amor del clown es un monstruo tangible, casi obsceno, que acompaña cada verso. Su imaginería es más sucia, más física, más extrema. Trabaja con una orfebrería verbal minuciosa. El amor del clown es un libro exigente, incómodo a veces, pero profundamente honesto. Es un testimonio de que la poesía aún puede ser un lugar para la confesión brutal y la belleza imperfecta. Juan Peregrina ha logrado en este volumen capturar el pulso de las heridas humanas sin complacencias ni imposturas.