jueves, 9 de octubre de 2025

Reseña de Hilario Barero: ‘Walhalla. Un palacio luminoso construido sobre la arena’. Cuadernos de Humo. NYC. 2025

 


En Walhalla. Un palacio luminoso construido sobre la arena, Hilario Barrero se asoma a un territorio donde la memoria, el deseo y la muerte se enlazan con un pulso de exilio íntimo y colectivo. Esta entrega de Cuadernos de Humo resuena como un eco tardío de los años ochenta, lo forman once poemas de 1984, con su promesa rota de juventud invulnerable y el repentino zarpazo de aquella big disease with a little name, ese virus que devastó cuerpos y ciudades, y que convirtió la fiesta en vigilia, la piel en un campo de batalla. Confiesa el autor que “fueron años de terror, de caminar entre trampas de temor que la señal apareciese en la piel de tu mirada”.

Desde los primeros versos, la voz poética avanza con el peso de un miedo compartido. El amor, que debiera ser escudo, se revela herida; la protección que se creía eterna se diluye en la fragilidad del cuerpo: “Pensé que era inmortal acogido a tu lanza / defendido de todos,  / pero soy vulnerable, / pobre, / mortal / y humano, / porque la noche de la brasa / se te olvidó ponerme tu anillo protector” (III). Aquí la épica se descascara, y en lugar de dioses indestructibles encontramos amantes desnudos ante la condena del tiempo: “Resultaron humanos nuestros dioses, / bellísimos sus cuerpos, inmunes a la peste parecían, / pero sufrieron y fueron derrotados por la muerte” (I).

El Walhalla de Hilario Barrero no es un Olimpo marmóreo ni el castillo de luz del subtítulo: es un palacio efímero, un espacio donde la memoria persiste aunque los cuerpos se apaguen. La gloria de los cuerpos caídos como guerreros valientes del deseo libre. Las imágenes del libro se aferran a lo cotidiano (“Vuelvo al jardín / y al remover la tierra / se rompe en mis manos / los hueso del tomillo, el frágil esqueleto del geranio, / la momia quebradiza de la rosa / que el invierno quemó”, IX), y desde esas ruinas mínimas surge la verdad más punzante: la muerte se hospeda en los rincones de lo doméstico, en los jardines abandonados, en los altares de los amores que se fueron.

Esta poesía se escucha también como contrapunto a canciones que nombraron la misma herida. Pienso en Halloween Parade, del álbum New York de Lou Reed, con su cortejo fúnebre que atraviesa las calles de Nueva York, recordando uno por uno a los amigos que ya no están. En ese canto urbano, los cuerpos ausentes desfilan con máscaras de carne perdida; en Hilario Barrero, la procesión se vuelve íntima, privada, un desfile de recuerdos que arden como brasas en la voz del que escribe. Ambos coinciden en esa imposibilidad de clausurar el duelo: la memoria insiste, el palacio permanece aunque se desmorone. Por mucho que los dioses veneren los guerreros caídos, el fuego eterno seguirá ardiendo en los corazones. Estos versos servirán de memoria.

Hay una tensión constante en el libro entre el amor y la condena, entre el deseo y la cicatriz. El poeta se dirige a un tú múltiple —amante, padre, muerte— en un diálogo donde la identidad del interlocutor se desplaza como la sombra de una figura imposible de asir. “Como llevas oculta la cabeza / con la cabeza / con la mitra del tiempo / no sé si eres mi padre / si eres tú o es la muerte, / pero acepto el castigo que recibo” (IV), escribe Barrero, y en esos versos se condensa la mezcla de resignación y deseo que atraviesa el poemario: aceptar que el amor lleva en sí su pérdida, que todo abrazo guarda la forma de la ausencia futura.

El tiempo, cruel juez, aparece una y otra vez como verdugo. “Qué cruel es el tiempo / que te pone delante de tu rostro / su espejo cada día / y te niega la luz cuando es de noche” (VIII). La belleza, fugaz como una rosa bajo la nieve, se convierte en condena: cuanto más intensa, más rápida su extinción. El poeta pide: “Así estamos nosotros, amor, / cada vez más invierno, / una rosa fugaz e inalcanzable / que mancha con su nieve nuestras noches /…/ No diseques la rosa, / déjala en el rosal / que el polvo funeral que en su belleza crece / nos tizne y nos prepare / para sentir su espina que al clavarse / salte un charco de sangre y nos condene” (XI). La imagen concentra la estética de la entrega, no salvar lo efímero, sino abrazarlo en su fulgor y en su herida.

Toledo, Barcelona, Nueva York: las geografías que atraviesan estos poemas construyen un mapa de exilios y pertenencias. Nueva York se vuelve escenario del duelo, ciudad que late con las pérdidas acumuladas. Pero también está el arraigo de la tierra natal, la memoria de los jardines familiares, las hierbas quebradizas entre los dedos: fragmentos de un pasado que se preserva aun cuando la modernidad y la enfermedad dictan su sentencia. Leer Walhalla es entrar en un territorio donde el amor se sabe mortal y, precisamente por eso, se celebra con más urgencia: “Los que sabéis de amor / no preguntéis detalles, / el fuego que seca vuestro pecho / y el cuchillo que rasga la túnica nupcial / responda vuestras dudas” (II). Cada verso está atravesado por esa tensión entre la pasión y el duelo, entre la vitalidad y la ceniza. La voz de HB no busca redención ni consuelo fácil: se instala en la paradoja de amar con plena conciencia de la pérdida. “Desde entonces perdido en tu palacio / oigo al caer el ruido del membrillo / que maduro perfuma mi garganta” (VI). De ahí la belleza punzante de sus imágenes, la sensación de que cada metáfora es al mismo tiempo celebración y elegía: “Y sin embargo, / en esta hora difícil de la tarde, / la vida se acelera / y miles de navajas / aclaran sus gargantas. / Va a comenzar la lucha”.

Los poemas se sostienen en esa memoria de los años devastados, los ochenta como década de esplendor y ruina, el amor construía palacios de deseo sobre arenas movedizas, mientras el virus avanzaba con su sentencia silenciosa. Hilario Barrero, desde su lengua poética, lo transfigura en mitología personal, en canto desgarrado que sigue preguntándose cómo amar entre ruinas. Pero no es solo la voz colectiva, es también lo universal del amor que desgarra, que es deseo y muerte en el mismo cuchillo, la batalla del amor arrastra sus heridas y sus cadáveres. En ellas uno no sabe si ansía ser el vencedor o el vencido: “En el vaho de la sombra te escondías, / después de haber buscado / en las ramblas mojadas del deseo, / encontré tu coraza / entre las catacumbas de la noche / y fui paganizado” (VIII).

Al final, Walhalla no es un mausoleo sino un espacio de resistencia. La poesía ilumina lo que la enfermedad, también como metáfora, y el tiempo intentaron borrar: los cuerpos amados, los instantes ardientes, las rosas efímeras que todavía sangran en la memoria. Leerlo hoy es comprender que, aunque el palacio esté hecho de arena, su resplandor persiste, como persisten los nombres en el desfile infinito de Lou Reed. No hay victoria posible contra el tiempo, pero sí la obstinación de la palabra que se aferra, que recuerda, que celebra incluso entre cenizas. En ese fulgor contradictorio —palacio y ruina, amor y muerte, rosa y espina— se cifra la fuerza de Walhalla: un volumen que nos recuerda que toda belleza es transitoria, y que precisamente ahí, en esa fragilidad, reside su verdad más honda. Ante ella, concluimos, “Si solo puedo ir yo / me quedo con lo que tengo y amo: / ignorante, vestido y abrazado” (V).