martes, 16 de septiembre de 2014

Viva la gracia… y el talento.



En el sentido religioso, sabemos que tanto la gracia como los talentos son otorgados graciosamente por Dios. De los talentos, así, en plural, ya hablamos en otro momento cuando aseguramos que Dios era liberal escuela Hayek. Sabemos también gracias al gran sociólogo Max Weber, que el espíritu religioso alimenta o reprime las ansias de acumulación del capital. En su controvertido ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo, insistía en las afinidades electivas entre la moral protestante, principalmente calvinista, de austeridad, santificación por medio del trabajo y espíritu de triunfo económico; y el desarrollo del capitalismo en los países del norte de Europa. Mientras, el sur, católico, indolente, que consideraba el trabajo como un castigo divino, era incapaz de una acumulación de capital que permitiera el desarrollo del sistema de economía de mercado.
Estemos de acuerdo o no con sus planteamientos y con sus ejemplos, están claras las conexiones religiosas que presenta la así llamada “cultura del esfuerzo”. Más aún, los paralelismos entre religión y mentalidad economicista son más férreos.
El problema de la gracia mantuvo ocupada a la inteligentzia eclesiástica durante mucho tiempo porque se debía conjugar la noción de responsabilidad individual con la omnipotencia de Dios. La responsabilidad individual, la libertad, el libero arbitrio, era una condición indispensable para la noción de pecado o salvación. Nadie puede ser condenado si no ha tenido la capacidad de elegir. Si al ser humano se le niega esa capacidad, no tiene ningún sentido castigar algo de lo que no es responsables. Sin embargo, si muchos son los llamados y pocos los elegidos, tenemos que considerar que la gracia es un don divino. Tenemos fe y nos salvamos si Dios nos la ha otorgado. Podemos pedir al santísimo tener fe, pero no podemos desarrollarla nosotros mismos motu proprio. Pero, si Dios nos regala la gracia y la fe, ¿cuál es nuestro mérito? Y si no las tenemos, ¿no deberíamos culpar a Dios de nuestros desmanes puesto que nos ha negado la capacidad de obrar correctamente? Si pecamos no estamos con la gracia de Dios, pero es Dios quien nos niega la fe y la fortaleza, ¿cómo puede castigarme si a él corresponde el mérito?
Si el pecado original fue el gran invento para ponernos a todos en el mismo punto de partida, necesitados de redención, antes incluso de tener conciencia, la gracia interfiere en la voluntad humana dirigiendo hacia el cielo o hacia el infierno como una disposición de fábrica, por defecto –nunca mejor dicho–.
¿Qué tiene esto que ver con la ética del esfuerzo? La retahíla neo-con insiste en que cada cual alcanza en la sociedad el puesto que merece según su esfuerzo y su talento. Y nos regala muchísimo material ideológico para insistir en esa variabilidad de sensibilidades, esa flexibilidad de aptitudes –necesaria, por otra parte para estos tiempos inciertos de precarización laboral–. Pongamos un ejemplo del consumo de masas. La serie de películas de Disney, High School Musical. En ellas asistimos al triunfo de unos muchachos y muchachas que gracias a su dedicación y esfuerzo consiguen escapar de un encasillamiento heredado. Troy es el capitán del equipo de baloncesto, pero tiene otra vocación, el canto. Chad es su lugarteniente en la cancha, pero ansía dedicarse a la cocina. Gabriela es un as en ciencias, pero también desea con toda su alma dedicarse a la música. ¿Qué aprendemos de la película? Que cualquiera, con su tesón y esfuerzo puede llegar a donde quiera en la vida. Error.
En realidad el argumento distingue claramente dos tipos de muchachos, los líderes y los seguidores. Los líderes tienen condiciones innatas para el deporte, las ciencias, la música o la repostería. Ellos tienen talento. Parece como si el esfuerzo diera la clave para alcanzar las metas, pero en realidad las metas sólo las consiguen quienes innatamente tienen esas cualidades.
De una manera metafórica, el esfuerzo sería paralelo a la responsabilidad individual en el pecado y la salvación (el libero arbitrio), y el talento sería la gracia otorgada por los genes. Nos intentan convencer de que somos responsables de nuestro éxito para cargarnos con el fardo de nuestro pecado. Tienes oportunidades en la sociedad de mercado, si no alcanzas el éxito es por tu falta de esfuerzo. Y a la vez, cambia el discurso para justificar que haya una élite –una casta– que acapara todos los puestos esenciales en las distintas ramas de la sociedad. Es que tienen talento. En realidad ambos discursos son incompatibles. No se puede decir que se premia el esfuerzo cuando el éxito se alcanza con el talento. Y se condena al infierno diciendo que la gracia es divina.
Además, como en el pecado original, todos estamos en situación de deficiencia. Es lo que se denomina la necesidad de la miseria. Los teóricos del siglo XVIII y XIX aseguraban con pasmosa indecencia que era imprescindible mantener los sueldos lo más bajos posible para obligar a esa chusma indolente a trabajar sin descanso –con las humillantes condiciones que Dickens nos dibujó en tantas ocasiones–. Todos somos seres inferiores en espíritu, débiles de voluntad y sin objetivos en la vida, es nuestro pecado –económico– original. Si esto es así, no cabe más que obligarnos a esforzarnos por nuestro bien mediante un sistema económico que nos mantenga en la miseria material y nos impida cualquier tipo de ocio que sólo dedicaríamos a la contemplación de nubes.
El esfuerzo que hagamos nunca nos permitirá alcanzar una posición estable, que por otra parte, seguro que derrocharíamos. Ese cielo en la tierra está reservado a los que, con su talento, han sabido emprender proyectos empresariales triunfadores, gracias, eso sí, a un capital cultural, social y, sobre todo, económico de partida que la gracia del buen Dios ha tenido a bien otorgarles. Una nueva gracia de dios, que todo lo sabe y que discierne con claridad a quién bendecir con las oportunidades para desarrollar su talento. Menuda gracia.

domingo, 7 de septiembre de 2014

La intimidad del WhatsApp



Uno de los problemas que tengo personalmente es que soy capaz de interesarme por casi cualquier cosa –el fútbol es quizás la excepción más llamativa–. Tengo una libreta donde voy apuntando las ideas para reflexionar, para investigar, las ocurrencias y alguna chaladura. Creo que el nombre técnico es el síndrome de maestro-liendre. A partir de mi tesis doctoral sobre la sociología del secreto, me surgieron muchos temas colaterales que merecía la pena investigar, así como otros completamente distintos. Supongo que por saturación.
En mi tesis uno de los puntales es la concepción que José Luis Pardo tiene de la intimidad. Para este gran filósofo –y mejor persona– nos manejamos con una serie de contradicciones acerca de la intimidad. Parecería como si la máxima intimidad es la que mantenemos con nosotros mismos en soledad, y que, en las relaciones, las personas fueran como un aguacate: un exterior brillante pero no comestible, una pulpa jugosa y un núcleo duro incomible. Ese núcleo duro de la semilla encarnaría nuestra intimidad en esta paradójica teoría frutal de la intimidad. En realidad, nos dice José Luis Pardo, la intimidad no es la soledad, es hija de la comunicación, un derivado del lenguaje. Porque las palabras transportan más de lo que significan. En teoría lingüística se habla de connotación frente a denotación (lo que “oficialmente” las palabras dicen según el diccionario). Está el tono, cierta cadencia en el hablar, cierta historia en común que hace que comprendamos cosas sin casi decirlas. Esta vida secreta de las palabras demuestra la intimidad compartida. Son esas palabras pronunciadas entre dos amantes que les provocan una sonrisa y una ensoñación mientras que para los demás es simplemente incomprensible. O más fácil, los chistes privados. Uno dice “toxinas” y el otro se troncha.
No todo se puede explicitar, continúa Pardo, no todo se puede poner por escrito en un contrato entre dos personas. Lo que decimos en intimidad no sólo son los trapos sucios, aquello que no queremos que los demás sepan porque así no serían nuestros socios ni amantes. Lo que decimos en intimidad no son nuestros secretos más oscuros, ni las bajezas que hacen suspirar a los programas del corazón. Eso es una intimidad echada a perder. Porque la explicitación echa a perder la intimidad como una oscuridad rota por una lámpara. Explicar un chiste es destrozar también el propio chiste.
Me contó José Luis Pardo que en la investigación que llevó a cabo pensó en las personas sordas para comprobar si esta teoría se podría aplicar también más allá del canal sonoro. Yo pensé también en las parejas con idiomas maternos distintos. ¿Cómo llegan a esa intimidad compartida si el lenguaje es una lucha continua?
Una línea de investigación que me llama poderosamente la atención en este sentido es el papel que están teniendo los medios de comunicación digitales en el proceso de creación de intimidad. Me refiero a los medios que utilizan el signo escrito, desde el prehistórico Messenger, al Facebook, Twitter, o el WhatsApp, Line, etcétera. Y me refiero al proceso de enamoramiento en concreto, que creo que puede ser dónde más abiertamente se pueda mostrar la intimidad compartida.
El amor puede ser muchas cosas así que es conveniente simplificar y acotar lo que queremos estudiar. Me interesa muchísimo el trabajo que Niklas Luhmann hizo sobre la codificación del amor como pasión. A pesar de todos los reparos que una obra de esta envergadura puede suscitar, parece claro que diferentes sociedades a lo largo del tiempo tienden a entender conceptos complejos y emociones concretas de una manera diferente. Luhmann sostiene que entender el amor como pasión compartida entraña en sí mismo una serie de problemas difícilmente compatibles con nuestra sociedad de la libertad individual. Pongamos por caso las comedias románticas. Chico conoce a chica, no se caen bien hasta que al final quedan juntos. Una estructura tan trillada como comprensible, pero se sostiene sobre una contradicción difícil de soslayar. Si el chico, por ejemplo, se enamora de la chica y ésta también en el momento del flechazo, el amor surge sin problema –el problema en estas películas suele ser que uno de los dos muere de una enfermedad, accidente, crimen…–. Pero, ¿qué sucede si el flechazo lo sufre uno mientras que a la otra le resulta repelente la mera presencia del chico? En el amor cortés medieval, el enamorado debía “conquistar” a la dama, en cierta forma, doblegar su voluntad. Este es un argumento impensable en nuestra sociedad de la libertad individual, por lo que Hollywood ha descubierto un mecanismo sublime para dar consistencia a los argumentos de las películas chico-conoce-chica. Ella, la que rechaza, al final de la cinta, descubre que siempre ha estado enamorada y que su cabeza intentaba negar a su corazón, que ya estaba enganchado apasionadamente desde la primera escena. Este artilugio del descubrimiento consigue armonizar la libertad con la descompensación de tiempo entre los dos enamoramientos.
Me temo que en la vida real esto no es así, y que las relaciones se van comportando como roces que hacen el cariño, que decían los antiguos. La intimidad, filosófica y sexual, consiste en una especie de juego, una apuesta por un lado y un baile, una coreografía por otra. Uno dice, la otra entiende y responde. El primero amaga dándole vueltas a lo que ha dicho y propone. Y viceversa. Sería interesante investigar cómo los candidatos a pareja van sobrellevando los mensajes escritos cuando sabemos que los problemas de los mensajes tradicionales han sido también conflictivos. Los gestos y las palabras cara a cara han sido siempre interpretadas, pensadas y repensadas y puestas en común con amigos íntimos y conocidos. ¿Por qué me ha hecho esto, qué quería decir con esto otro?
El proceso de enamoramiento, pienso, es en cierta forma un proceso hermenéutico en el que los amantes deciden interpretar –desde su propia individualidad, su propia historia, su capacidad, sus aspiraciones– los mensajes del otro, cribando hacia un lado (el amor verdadero), o hacia otro (sexo, desdén, tonteo, por ejemplo) las acciones y palabras que luego conformarán la narrativa de su relación. En estos tiempos inciertos del WhatsApp, ¿qué desmanes se estarán cometiendo a través de los mensajitos?

domingo, 31 de agosto de 2014

El animal que llevamos dentro



Observar cómo los hinchas de los deportes corean, gritan, se exaltan, insultan todos juntos es una experiencia inquietante. Enrique Carretero sostiene con mucho acierto que el deporte asume, podríamos decir, el lugar que la religión tenía en sociedades históricas. La religión como re-ligio, re-ligar, como la comunión de cuerpos además del dogma, los ritos, la sensación de estar juntos. Si Max Weber habló del desencantamiento del mundo como fenómeno que sucedía en las sociedades industriales, donde el racionalismo se imponía a una visión mágica, ahora habría que hablar, como hacen Michel Maffesoli y muchos otros, de un re-encantamiento. Nuevos fenómenos actúan como religión, y no sólo el nacionalismo en su vertiente más fundamentalista. Tenemos el ejemplo del deporte, también el de la música. En el deporte la identidad grupal es mostrada en el exterior mediante camisetas, bufandas, colores, signos más o menos conocidos entre los integrantes, que les sirven de unión entre ellos y de diferencia con los otros. Los conciertos también se convierten en un rito colectivo, coreando, gritando, saltando ante un sacerdote que oficia una ceremonia sin duda catárquica. La prueba de que no se trata de oír arte la tenemos en los dj’s. Ellos ni siquiera componen la música que suena, pero son adorados como la reencarnación de la sustancia sagrada. Los administradores del nous sagrado.
¿Por qué sucede esto? Decía el gran Chesterton que lo malo de dejar de creer en Dios, es que se acaba creyendo en cualquier cosa. ¿Es que hay necesidad de creer? Así lo piensa el científico Dean Hammer, quien creyó identificar un gen ''divino'' en la variante genética VMAT2. Quienes poseen esa variante tienen mayor tendencia a tener fe, independientemente de la religión que profesen. Dean Hammer es un genetista, director del Centro Nacional del Cáncer de los EEUU y lo propuso en 2005 (The God Gene: How Faith is Hardwired into our Genes). Su hipótesis está basada en estudios psicológicos, neurobiológicos y conductuales y sostiene que la espiritualidad se puede cuantificar y es parcialmente hereditaria, la referente a dicho gen. Por último añade que la espiritualidad favorece a los individuos en la selección natural porque les dota de un optimismo necesario para afrontar las dificultades de la vida.
Evidentemente no voy a entrar a discutir este despropósito. Me resulta fascinante la necesidad que existe de encontrar en los genes la respuesta para todo. Se basa, creo, en un prejuicio bastante extendido que identifica lo natural (en este caso, los genes) con lo bueno, y de paso asocia lo artificial (en este caso, la cultura) con lo forzado, contra-natura, reprobable y perjudicial. En el caso del que comenzamos hablando, simplemente podríamos decir que gritar al árbitro o festejar un gol como si fuera el segundo advenimiento no es más que desfogarse, dejar sacar la fiera que llevamos dormida dentro. Y eso es bueno.
En la sociedad bien entendida, hay que ocultar lo que de animal tenemos. Norbert Elias hacía un relato de la civilización como la ocultación progresiva de los comportamientos animales. Toser, sonarse, comer… todo necesidades naturales se regulan y ocultan en la sociedad en un recorrido que dura siglos. El éxito de las hamburguesas y los nuggets de pollo frente al rechazo a la lengua de toro no sería tanto de textura o sabor, sino porque esta última recuerda más al animal.
En contraposición, y de una manera cíclica, aparecen movimientos y sensibilidades que pretenden devolver al hombre a sus instintos, a sentir la the call of the wild. Pedagogías que pretenden respetar los ritmos naturales de los niños; psicoterapias para que aflore nuestro animal interior; frases new age para que nos sintamos como lobos aullando a la luna.
Muchas de estas tendencias se hicieron visibles en los años 70 del siglo XX, cuando parecía que el sistema económico y social había saciado al hombre medio, que el Estado del Bienestar había calmado las ansias ancestrales de quienes tenían una casita, con sus electrodomésticos y sus vacaciones. ¿Cómo podía ser que a medida que se iban alcanzando los objetivos de bienestar material, de comodidad doméstica –en aquellos momentos, se planteaba incluso la mejora de las condiciones laborales-, de fin del trabajo y la sociedad del ocio, cómo podía ser que aumentaran la tristeza, la desilusión y la depresión? Habíamos sido domesticados, habíamos enterrado nuestro ser natural. Terapias como el Grito Primario de Arthur Janov o chifladuras como las de Wilhelm Reich y su orgón tenían el terreno abonado. El verano del amor de beatniks y de los hippies, también hundió sus cimientos en recuperar la franqueza, entendida como animalidad, en las relaciones y el amor.
Se ha convertido también en un tópico de novelas y del cine señalar que el ser humano necesita su dosis de sufrimiento, de riesgo, de violencia, de lo salvaje. J.G. Ballard, en Super-Cannes imaginaba una urbanización de lujo específicamente pensada para que los grandes ejecutivos tuvieran a su disposición todas las cosas a su alcance, drogas, sexo, comodidades, relax para que volvieran al trabajo con ansias renovadas de ganar dinero. Pero lo que constataba el psicólogo del complejo era que no conseguían salir de un tedio y un abatimiento casi patológicos. Ni excesos, ni lujos conseguían tranquilizar sus almas, hasta que por accidente se ven envueltos en un robo y los ejecutivos reducen al ladrón utilizando la violencia. El subidón de adrenalina fue tal que el psicólogo probó a ir realizando salidas, como razzias para apalear a pequeños delincuentes, proxenetas, o inmigrantes… La sed de sangre calmaba sus espíritus.
El club de la lucha, novela de Chuck Palahniuk y película de David Fincher, inciden en la necesidad de la violencia para equilibrar la psique. Jack London viene rápidamente a la mente, pero incluso en una serie de televisión tan buenrrollista como Doctor en Alaska (que, por cierto, estoy revisando estas noches de verano) propugnan también la necesidad de enfrentarse cara a cara con la muerte, con el dolor, con la naturaleza.
Convivir en sociedad modifica las funciones animales del ser humano. La cuestión es a qué precio. Es curioso que seamos capaces de regular instintos animales tan elementales como la comida o la defecación y nos sintamos tan incapaces de regular instintos asesinos en ciertos humanos. En el fondo, regular nuestros instintos tiene también aspectos biológicamente positivos. El uso del retrete nos aleja del peligro en el que podríamos estar realizando unos actos que nos dejan indefensos, aleja también el peligro de malos olores y de bacterias e infecciones. Natura y cultura pueden ir de la mano.
De hecho, creo que la cultura es capaz de realzar aspectos naturales en el hombre y ensombrecer otros. ¿Cuántas veces hemos escuchado que los hombres son infieles por naturaleza y que las mujeres tienen instinto maternal de serie? En los años 60 y 70 lo natural venía caracterizado por ir contracorriente, por ser antiburgués y defender el amor libre. En los 80, por la codicia de Wall Street (Oliver Stone, 1987 y 2010). La terapia de soltarse, de hacer el ganso, de perder la vergüenza, de expresión corporal, tan necesaria para los actores, se traspasa a la sociedad como si fuéramos conscientes, trágicamente conscientes, de que la vida en sociedad es el gran teatro del mundo.
En estos tiempos inciertos, lo que está de moda es la risoterapia, ya no se estila la terapia del grito, ya gritamos bastante de dolor por las necesidades, en las manifestaciones, por la pérdida del trabajo, por la crisis, por los recortes.