miércoles, 9 de agosto de 2017

Reseña de Daniel Cotta: “Alma inmortalmente enferma”. Detorres Editores. Colección de poesía Año XVII.

Después del excelente Beethoven explicado para sordos (Diputación de Córdoba, 2015) y poco antes del imponente Como si nada (Libros de Canto y Cuento, 2017) aparece este volumen, dentro de la colección de poesía Año XVII, que contará con 17 libros de 17 poetas para este año 17. Este malagueño afincado en Córdoba, profesor y poeta, nos guarda un aguijón diario en su blog Almanaque de Alacranes. Ahí, como en su única novela publicada, Videojugarse la vida (Funambulista, 2012), da rienda suelta a su enorme talento juguetón e irónico, su más mordiente sentido del humor a la par que prestidigitador del idioma.

                Podríamos considerar a Daniel Cotta como un poeta neoclásico en el sentido de su exquisita afición al verso de factura clásica, con especial predilección por el soneto, y en absoluto en el sentido de tediosa poesía sin sentimiento desbordada por los excesos de la pasión romántica. Daniel Cotta sí que es un romántico, y un poeta muy profundo filosófica y religiosamente hablando.

En esa pared blanca y encalada
veo un puntito negro, sólo un punto,
y pienso y pienso tanto en ese punto
que sólo veo punto en la fachada.

Veja y maltrata, pero ¡cuánto agrada
dejarse fornicar por ese punto,
que viole a mis cerebros hasta el punto
de serlo todo él; lo demás, nada!

Un punto, un punto negro desintegra
y vampiriza mi alegría. Un punto
que vuelve una pared de blanca en negra.

Un punto que es un universo.
Un punto se está comiendo mi existencia.
Un punto va a devorar a Dios, un punto, un punto. (X)

                Sus planteamientos poéticos son de una extremada perfección técnica para dar cobijo a una reflexión certera sobre la vida, el amor o el paso del tiempo. Le señala también, como decimos, el sentido del humor que cuela en los términos, en los juegos de palabras, en el aliento a veces travieso y a veces irónico y cáustico: “El combate está bien claro, / los dos rivales también: / Nacer se enfrenta a Morir, / y además a Fallecer, / y a Diñarla y a Finar, / a Expirar, a Perecer, /…) a Entregar el Alma a Dios, / a Palmarla, a Fenecer, / a Estirar La Pata, y…/ (VII). En el soneto IV: “Dormir es alquilarse un cementerio, / parar en un hotel de tres guadañas /.../ goza de esta pensión de mala muerte). “No olvides que vivir es aprenderte, / y que todos los años hay un día / que pasas por la fecha de tu muerte” (Lugares comunes, VI). Sigue el humor negro en VIII. EL título, precisamente, recuerda aquel dicho humorístico de que el paciente goza de una malísima salud de hierro, dándole una connotación religiosa y espiritual que abunda en la paradoja.

                Actualiza la terminología no tradicionalmente poética: descerebrados, torniquete, neurona, garaje, ADN… y eso realza aún más el grácil corsé del metro clásico. Igual utiliza metáforas taurinas (VIII, A mi cita diaria con la muerte), que el clásico Panta Rei: “Ya sabemos fluir. Somos el río” (Baños de Popea).

                Destacar algún poema es difícil en esta corta selección, los primeros sonetos que nadan entre Bécquer, de Poe (“Rendíos, que la tierra os asegura / que sobre vuestra carne abandonada / un ángel velará: vuestra locura, II) y Cernuda. El soneto III incluye ecos, quizá irónicos, de la mística, de San Juan de la Cruz.

El paso del tiempo, como diría Gil de Biedma, es el único argumento de la obra. Pero en las palabras de Daniel Cotta hay mucho más. Para paladear lentamente y volver a repetir. Para los momentos de alegría y para los de concentración y de iluminación.

lunes, 7 de agosto de 2017

¿El ocaso de los Estados nación?



En las películas de acción, para salvar al protagonista puede estallar un edificio o un camión puede provocar decenas de muertos en un accidente multitudinario en una autopista. No sentimos ningún remordimiento, la identificación con el protagonista, o con su hijo al que pretende salvar, son mucho más importantes que la masa de transeúntes anónimos. Salvando las distancias, los Estados se comportan así con los individuos. Hay algunos a los que sí presta atención mientras se sacrifican el resto. En el fondo clasifican a las personas con unos argumentos parecidos, los hay que importan y los hay sacrificables.
Son comportamientos que tenemos muy asumidos. Vemos más o menos natural que los prohombres, que cargos de gran entidad, e incluso de mediana importancia consigan que la casa invite, que las prótesis se regalen precisamente a los pocos que pueden pagarlas. Una división hasta cierto punto estamental de la población. Los privilegiados y los no privilegiados. Los sin nombre. Porque, “usted no sabe con quién está hablando”.
Se habla mucho de que los Estados nación están en decadencia, se repite que son demasiado grandes para solucionar los problemas pequeños y demasiado pequeños para solucionar los grandes. Son los argumentos para justificar la aparición de un Estado mínimo, dejando a la iniciativa privada cualquier cosa que pueda ser susceptible de convertirse en un negocio.
Se repite como un mantra peo, en cambio, vemos cómo los Estados sí que obedecen a las grandes corporaciones, son capaces de presionar a otros Estados para que cambien legislaciones o invadir siempre que se necesite ampliar negocios. Sí que tienen una utilidad real.
En no pocas ocasiones comprobamos cómo se organizan coaliciones y guerras, rondas de la Organización Mundial del Comercio para salvaguardar los intereses de ciertas grandes corporaciones. Estas son trasnacionales y consiguen fondos de inversores multitud de países, sin embargo, son los Estados los que intervienen diplomáticamente para ayudar a estos gigantes. Y si la diplomacia no funciona, todavía está disponible continuarla por otros medios.
Dentro de las propias fronteras también obedecen a los que tienen apellidos. Las grandes empresas que proporcionan puestos de trabajo son las que se benefician de las rebajas fiscales. Las legales y las que bordean la legalidad. Son las administraciones regidas en demasiadas ocasiones por quienes no sufren las consecuencias de sus decisiones. Alcaldes que prohíben tender en las terrazas a la calle porque no son conscientes de que para muchos es la única solución, que no pueden permitirse una secadora. Regidores más preocupados de que sus municipios parezcan inmaculados decorados turísticos que por los ciudadanos que sufren las consecuencias de los visitantes a escala masiva.
Sin embargo, cuando los menos favorecidos quieren que los Estados los defiendan, aparecen todas las sombras del totalitarismo, la xenofobia, el populismo. Mal que nos pese, los aparatos estatales son el último bastión entre las grandes empresas y su arbitrariedad y la justicia. Y eso que hay que consentir una clara identificación social entre los grandes gestores públicos y los privados. Aun así, es lo único que queda.
Si los ciudadanos se manifiestan pidiendo que el gobierno actúe y recorte los excesos de las empresas, salta inmediatamente la alarma. Eso es el comunismo, el peor totalitarismo del siglo XX. Se enarbola la bandera de la libertad para justificar el estatus quo. Hay libertades y libertades. Es una barbaridad obligar a los empresarios, por ejemplo, a respetar unos horarios o un convenio colectivo mientras que es asumible que a los trabajadores de esas empresas afectadas vean reducidas sus condiciones laborales, su salario o tengan que aceptar un despido selectivo.
¿Qué sería de estos grandes hombres si los poderes del Estado no estuvieran ahí para salvarles el pellejo? Pues a pesar de todo, continúan criticándolo y quejándose, desagradecidos cuando tienen que pagar los impuestos, someterse a una inspección o tomar medidas para no empeorar demasiado el medio ambiente. Ya lo decía Dickens, las fábricas parecen de cristal, cualquiera de estos avatares puede quebrarlas.
Son los principales críticos del Estado, algunos se hacen llamar anarcocapitalistas, muerte al Estado, viva el capital. Alimentan el resentimiento contra la administración, manipulan los discursos para que las masas les apoyen en su cruzada contra los impuestos. El ejemplo más llamativo es la campaña contra el impuesto de sucesiones, llena de manipulación y de desvergüenza.
Sin embargo, tendrían que aceptar que las leyes están pensadas para no perjudicarlas, que se ceban con los que no pueden pagarse un buen equipo de abogados y asesores. Los castigos que les afectan tiene mejor pronóstico que la saña con la que se puede condenar un robo en un supermercado.
Fijémonos en el caso de Cataluña, todos estos políticos que auguran el final de los Estados nación, que abogan por un estado mínimo, recurren al espíritu de la nación para oponerse a la autodeterminación de una región. Se les llena la boca de España como solo lo hacen cuando la selección de fútbol gana un mundial. Celebran los triunfos deportivos y la bandera cuando son capaces de justificar tratados comerciales que dejan la soberanía nacional obsoleta. De la soberanía nacional sólo se acuerdan para justificar la inconstitucionalidad del referéndum del primero de octubre.
Como en las películas de acción, los protagonistas tienen justificado cualquier atropello.


lunes, 10 de julio de 2017

La compulsión a confesar



El psicoanalista austríaco Theodor Reik tituló uno de sus estudios La compulsión a confesar. Siguiendo las teorías de Freud, consideraba que el tartamudeo o el ponerse colorado son signos de neurosis porque entran en conflicto el deseo de confesar y el castigo que se autoinfringe el paciente para evitarlo. Lo que me pregunto es de dónde viene esa necesidad que tienen –tenemos– algunos para confesar, para decir que nos impide callarnos a pesar de que nos jugamos mucho y estamos escarmentados la mayoría de las veces.
                Ese deseo impaciente por soltar las cosas a la cara, como si nos estallara una bomba en las manos y tuviéramos que enviarla al enemigo porque nos va la vida en ello. Curiosamente nos urge decir una crítica, una apostilla, un detalle que afea. Consideramos nuestra obligación poner a la gente en su sitio y, por el contrario, no nos pellizca la misma urgencia un comentario positivo. Entonces ponemos todos los filtros sociales. No vayan a pensar que se coquetea, que se hace la pelota… La hipocresía como una carga social insoportable. Nos callamos entonces.
                Y más allá de estas impertinencias, ¿por qué hablamos? ¿Para qué tenemos que escribir, decir lo que se nos pasa por la mente? Perdemos un tiempo precioso sentados, dándole vueltas a las palabras para que nos obedezcan y expresen ese sentimiento tan matizado que nos sobrevuela. Comentamos cualquier programa de televisión con el interés que, a menudo, no merecen. Aportamos nuestro punto de vista, aunque nadie nos lo haya pedido. Y así nos manejamos en la vida social.
                Las conversaciones llegan a convertirse en pequeñas batallas por el tiempo de parlamento. Más que atender a lo que se está discutiendo, prestamos toda la atención a percibir las pausas que nos permitan introducir nuestro discurso. No es necesaria una situación de conflicto agrio, puede pasar entre amigos, con la familia, entre íntimos. Como se decía antiguamente, un diálogo de besugos.
                Con los medios digitales es aún más fácil satisfacer nuestra compulsión. Los tuits, relámpagos inmediatos de nuestra indignación, las entradas a Facebook, los subtítulos en Instagram, los comentarios en los muros ajenos. Y los blogs, ese gran invento en el que muchos podemos escribir y escribir parrafadas sin que nos podamos asegurar de ninguna forma que alguien nos presta atención. A veces, ni nos importa. Solo se trata de volcar lo que tenemos que decir, con la ventaja de que así nadie nos interrumpe. Los videobloggers, los youtubers aún lo tienen más sencillo, ni siquiera tienen que pararse a teclear coordinando sujetos y predicados, eliminando términos repetitivos, cuidando las formas. Ellos pueden ser naturales, improvisando, groseros, campechanos…
                Pero la necesidad es la misma, hablar aunque nadie nos escuche.
                La reacción a algo que nos indigna, las ocurrencias, estar enamorado… Entonces llega esa sensación, el impulso de encontrar un entorno donde poder expresarnos. Aunque sea un muro con un espray. Más allá del deseo de reconocimiento, de la autoría, del orgullo por decir lo que queremos. Pesa más la inquietud por no quedar callados. El amor no puede ocultarse, y lo que callan las palabras lo delatan los ojos y las mejillas.
                Lo más llamativo es la necesidad de confesar algo que nos deja en mal lugar. Quizás sea por justificarnos, por conseguir la absolución religiosa o social, por resarcir el crimen. Otras veces será el orgullo del ángel rebelde, la vanagloria de ser malvado. La iglesia católica y el psicoanálisis han labrado un modo de vida de ello. Ofrecen la redención a cambio de la explicitación del pecado, examen de conciencia y dolor de corazón. El trabajo psicoanalítico para hacer brotar lo que el Superyó mantiene en la sombra. Largas sesiones de acceso a la verdad oculta en el inconsciente.
                Y, sin embargo, sin mediar tanta parafernalia ni tanta teatralización, con sus escenarios codificados, el confesionario y el diván, continuamente las personas tendemos a confesar nuestros pecados y pecadillos, nuestras miserias y vilezas. Y si no lo hacemos, en muchas ocasiones, es porque ponemos el filtro racional ante las consecuencias y el castigo.
                Mucho se ha hablado de que no existe el crimen perfecto y que los asesinos tienen la debilidad de dejar pistas a la policía porque, en el fondo, desean ser descubiertos. Un descuido, una colilla, unas huellas, una llamada incluso. Como si el equilibrio del universo dependiera de ser castigado.
                Por supuesto la confesión va por barrios. Y seguro que hay personas que no tienen  necesidad ni de comentar los resultados de la liga y otras que están deseando una cola esperando al autobús para iniciar el relato de sus aventuras y desventuras. Con un poco de paciencia y un mínimo de atención estaremos al día de infamias propias y ajenas, de bajezas morales y de arrepentimientos. Y no faltarán los maravillosos seres angelicales que nunca han roto un plato y no paran de justificar cualquier rendija que cuestione su integridad. Y ya se sabe, excusatio non petita
                El silencio en una conversación puede ser algo tenso, pero, a poco que nos demos cuenta, no es necesario el danzar en un diálogo. Es casi más agradecido dejar que nuestro interlocutor cuente, explique y dé detalles mientras nos limitamos a asentir con la cabeza y mostrar un rostro acorde a las circunstancias. Nos ganaremos la fama de buenos conversadores, atentos compañeros y mejores amigos.

jueves, 29 de junio de 2017

Reseña de Emily Dickinson: “La esperanza es una cosa con alas”. Ravenswood Books Editorial, 2017. Edición, traducción e ilustraciones de Hilario Barrero


«Emily Dickinson. La esperanza es una cosa con alas». Edición Hilario Barrero. Ravenswood Books Editorial, 2017da asdEsta no es una selección convencional de la poesía de Emily Dickinson puesto que recopila solo poemas cortos. Es sabida la afición de Hilario Barrero por este tipo de poesía breve en lengua inglesa que recogió en la preciosa edición de Lengua de Madera (Isla de Siltolá, 2011). Poeta, diarista, traductor, profesor emérito por la CUNY, edita con sumo cuidado los Cuadernos de Humo.

También se encarga de realizar el prólogo y de ilustrar, con su particular y reconocible estilo, la edición. Estos dibujos encajan perfectamente aun cuando no todos estén realizadas ex profeso y son, sin duda, otro de los atractivos del volumen. Además de las dificultades esenciales de traspasar de una lengua a otra para, en palabras de Umberto Eco, “decir casi lo mismo”, la poesía de Emily Dickinson, tiene sus peculiaridades, su particular sintaxis, puntuación y ortografía, sus “errores” de los que hablan algunos críticos. Y por supuesto, el desafío de hacer brillar en una lengua extraña las pequeñas gemas en las que no se puede permitir ni una sílaba que desentone. A Hilario Barrero le gustan los poemas cortos, aparentemente descriptivos, no los moralizantes o filosóficos con términos abstractos, sino los que saben llegar a esas honduras mediante la aparente simplicidad del detalle, del paisaje, del momento: “Sollozar es algo tan pequeño, / suspirar algo tan breve; / y, sin embargo, por cosas de ese tamaño / hombres y mujeres morimos” (189)

No ha querido el editor entrar en las polémicas que rodean la obra de la poeta estadounidense, sus relaciones con el mundo literario, familiar o afectivo, su aislamiento buscado, sus amores prohibidos, o su relación con la religión. Ha preferido que las palabras abran ese mundo porque, como recoge en el prólogo, Emily Dickinson también sabía que “No hay fragata como un libro / para llevarnos a tierras lejanas, / ni corceles como una página / de saltarina poesía” (1263). También ha preferido dejar el orden numérico de los poemas antes que agruparlos temáticamente, según la edición de Thomas H Johnson.

La labor de traducción de Hilario Barrero prefiere, con elegancia, dejar lo más cercano posible el término original, para que brille con luz propia el talento poético, antes que forzar la lengua para camuflar un falso eco en el otro idioma. Antes que fingir que habla un escritor castellano contemporáneo, permitir que la sensibilidad de esta poeta americana del siglo XIX sea quien tome la palabra. El aura de los poemas debe quedar lo más intacta posible, sin falsas actualizaciones o modismos.

El mundo de Emily Dickinson incluye los fenómenos meteorológicos, los detalles de la flor y la fauna del paisaje, los afectos y los eventos se trasladan, aunque de manera oblicua en su poesía. La biografía se traduce en su poética. Temas como el amor, la moral, el sexo, las emociones, la esperanza, la vida, la muerte, la belleza. Uno de los temas que subyacen es ese deseo de escapar, las múltiples referencias a las alas, para volar de la prisión a la que hace referencia Hilario Barrero en el Prólogo. “Nunca oigo la palabra “escape” / sin que se me acelere la sangre, / sin una repentina expectativa, / sin una disposición al vuelo. / / Nunca oigo de anchas prisiones / derruidas por soldados, / pero tiro infantilmente de los barrotes / sólo para volver a fracasar” (77). Teme Emily Dickinson no ser digna del amor, teme a la muerte, al dolor: “¡Los cirujanos han de ser muy cuidadosos / cuando empuñan un bisturí! / ¡Debajo de sus finas incisiones / se revuelve el culpable; la vida!” (108). Exibe su necesidad de ocultarse: “No soy nadie. ¿Quién eres tú?” (288), “Mozo de Atenas, sé fiel / a ti mismo / y el Misterio, / todo lo demás es perjuicio” (1768). O, brillantemente, nos aconseja: “Di la verdad pero dila oblicuamente. / El éxito radica en el circunloquio / … / La verdad debe deslumbrar poco a poco / o todo el mundo quedaría ciego.” (1129). Teme asimismo a la noche (347):

Todas las cartas que pueda escribir
no son tan hermosas como esto:
sílabas de terciopelo,
oraciones de felpa,
profundidades de rubí, intactas,
labio escondido para ti.
Juega con él como si fueras un colibrí
y bebieras de mí” (334)

Otra de las preocupaciones básicas para la poeta de Amhers es el tiempo: “Dicen que el tiempo alivia, el tiempo nunca alivia; / un sufrimiento real se fortalece, / como los tendones, con la edad. / El tiempo es una prueba de las dificultades, / pero no una cura. / Si se probara que lo era, también se probaría / que no había enfermedad” (686); más allá del tópico del carpe diem: “El tiempo demasiado feliz se evapora / y no deja residuos, / es la angustia la que no tiene una sola pluma / ni demasiado peso para volar” (1774).

Como en su propia vida, la poética de Emily Dickinson es algo austera, cada pequeño suceso es un símbolo y se hace símbolo de cada suceso, la joya que se escapa entre los dedos. Podemos apreciar una cierta tradición “objetual” dentro de la poesía anglosajona en la que, a partir de un objeto, la esperanza es una “cosa con alas”, prestando atención al detalle, un poco como los bodegones, trasciende su belleza. El “pequeño mundo” donde habita, ese que “puede que pase desapercibido para un hombre rico” (181), dice con cierto aliento naif. A veces parece ser solo un apunte (1034), los animales y las cosas de la naturaleza son más de lo que parecen (1627, 1755): “Yours, Fly” (1030).

Muy importante es el tema de la belleza (1654) y no está exenta de humor, de sonrisa pícara, como Emerson, y de sensualidad (249): “Mi río fluye hacia ti. / Mar azul, ¿me recibirás con placer? / Mi río espera respuesta. / … / Dime, mar, ¡Tómame!” (162). Esta importante carga sensual contrasta con su educación religiosa: “Por encima de la cerca / crecen las fresas /… / Pero si manchara mi delantal / Dios ciertamente me regañaría, / oh, querida, pienso que si él fuera un muchacho / subiría si pudiese” (251). Los problemas de fe, las dudas ocupan bastantes versos de esta antología: “La fe, el experimento de Nuestro Señor” (300), “La pérdida de la fe es peor / que la pérdida de una herencia” (337); “Fe es un buen invento / para caballeros que ven, / pero los microscopios son prudentes / en una emergencia” (185); “Amas al Señor que no puedes ver, / le escribes cada mañana /… / Echas de menos una larga carta / que estarías encantada de recibir / pero es que su casa está sólo a un paso, / y la mía está en el cielo, ¿comprendes?” (487). “Nunca hablé con Dios, / no lo visité en el cielo / pero estoy segura de estar en lo cierto” (1052)

Sorprenden las metáforas del intercambio comercial: 402, 337 sobre el dinero o productos (334), cartas (334, 487)… porque, sobre todo, abundan los elementos de la naturaleza, colibríes, semillas, narcisos... Dickinson habla el lenguaje de la naturaleza, las abejas, el día, son el idioma que usa para transmitir su personalidad poética: “El agua se enseña con la sed” (135). Las imágenes parecen familiares, fácilmente comprensibles, pero siempre hay algo que se escapa en su poesía, lo inasible, lo incognoscible... A menudo encuentra imágenes muy poderosas: “No puedes doblar una inundación / y ponerla en un cajón” (You cannot fold a Flood - / And put it in a Drawer”, 530). Mientras que otras veces juega al escondite: “¡Ah, Tenerife! / ¡Montaña que retrocede!” (666) cuando no ha visitado nunca el Teide. El universo de Dickinson es reducido y profundo, intenso, oscuro y lleno de símbolos que no acertamos del todo a comprender como cuando nos asomamos al abismo. Ahí reside su grandeza.