miércoles, 24 de agosto de 2016

El prestigio de la soledad



El ser humano tiene una naturaleza confusa. Hay momentos históricos en los que, como recordaba Hanna Arendt, se primaba lo social como la esencia de la humanidad. Cuando estamos en casa cocinando, comiendo, durmiendo… somos igual que los animales. Lo que nos hacía humanos era la convivencia en el ágora, la política, el negocio, la filosofía… Sin embargo hemos conocido muchos filósofos solitarios, gruñones, cascarrabias como aquel que buscaba al hombre bueno con una linterna y quería más a su perro. O el contradictorio Rousseau, tan partidario de la bondad del ser humano como desconfiado con la sociedad, a la que culpaba de todos los males.
Nietzsche escupía sus frases contra la multitud aborregada y situaba la valía del hombre en la cantidad de soledad que puede soportar. La virtud de la vida exige el coraje para huir a la montaña como un caminante solitario. David Henry Thoreau, de carácter quizás más pacífico, vivía feliz en Walden, su cabaña apartada de todo rastro humano.
Aparte de algunos memes y frases memorables en libros o revistas es bastante poco probable que el común de los mortales haya leído a Thoreau o se haya familiarizado con Nietzsche, sin embargo, el prestigio de la soledad ha quedado como un lugar común, como un lema que, de tan repetido, no se cuestiona. Se asume que es así.
Como en tantas ocasiones no es casualidad, este valor de la soledad está con consonancia con el individualismo propio del liberalismo y del empirismo más cerril. Las raciones individuales salen más caras que los tamaños familiares. Y eso sin tener en cuenta la mala fama que tiene la familia. Una mala fama que se repite como un mantra en todas las series de televisión, en todas las tertulias mañaneras, en todas las películas sesudas. La pareja es una carga, los hijos son preocupaciones, madurar es sinónimo de envejecer y así no queda más remedio que acomodarse en una imagen de un Peter Pan que no deje de ser niño.
Pero todas esas incomodidades ocultan las satisfacciones intrínsecas a la vida en pareja y en grupo. Por eso aparecen mensajes de contra-inteligencia alabando el compañerismo, el trabajo en grupo, el sacrificio en aras del bien de la empresa, del país, de la humanidad.
Y entre dos aguas nos intentamos manejar.
La balanza, creo que hay pocas dudas, se inclina en este principio de siglo hacia la soledad más que hacia la comunidad. Las estrategias encuadran a los demás, a los otros en el Otro, como decía hace poco Enrique Carretero, obstáculo o competencia. La vida es así. El mundo funciona así.
Se confunde la ambición con la codicia. Se puede ser ambicioso queriendo escribir el poema que más conmueva los corazones, pero se es codicioso cuando se intenta triunfar en el mundillo dándose a conocer a toda costa, ninguneando a los colegas, peloteando a las editoriales, pidiendo favores, vanagloriándose de cualquier cosa. Y si es así en algo tan poco productivo como el mundo de los poemas, el escenario de las grandes finanzas debe ser aterrador.
Lo malo del asunto es que, como en las películas americanas de detenciones y juicios, todo lo que digas podrá ser utilizado en tu contra. Ante la avalancha de avaricia y de adoración al dinero, aparecen personas que se resisten y proponen una economía más humana, una perspectiva colaborativa, sin billetes de por medio: bancos de tiempo, intercambios desinteresados, voluntariado, organizaciones ciudadanas que puedan hacer un poco más digna la vida de los descontentos de la modernidad. Pues hasta estas buenas voluntades son doblegadas en servicio del Gran Sistema, todas son manipuladas para conseguir que todo lo que pueda ser un negocio sea un negocio. En el mejor de los casos, dan oxígeno a un mundo corrupto, en el peor, se convierten en cómplices de este sistema económico.
El individuo, ese gran invento para enfrentarse a la Doctrina de la Santa Madre Iglesia, para enfrentarse al Rey Absoluto, para edificar un mundo de derechos… se convierte en el verdugo de la felicidad a la que había prometido buscar. El individuo rompe los lazos que hacían la vida más humana, se empeña con un delirio suicida en apartarse de sus congéneres. Así seré más fuerte, más alto, más grande, más autosuficiente, más hombre…
Y así, con el orgullo con el que fue capaz de construir la Torre de Babel, el individuo atomizado destruye todas las demás aspiraciones que no sean la codicia sin límites. Una carrera hacia ningún sitio. No podemos extrañarnos de que cunda el desánimo y la apatía, que los grandes relatos se queden en tweets de 140 caracteres que cambiamos de hashtag mil veces, que no seamos capaces de mantener la ilusión.
Cualquier concesión a los demás es una debilidad que no podemos permitirnos. Cualquier detalle de amabilidad, una hipocresía. Brutalmente honestos, cruelmente sinceros. Quemando los puentes con los semejantes. Nuestro cuarto, nuestro castillo. Un cuarto propio, clamaba Virginia Woolf. Un cuarto propio conectado, pedimos ahora, nos dice Remedios Zafra, que nos una a las redes sociales virtuales cuando no sabemos mantener las corporales. Nos da pánico asumir que necesitamos a los demás. Ni siquiera como los erizos de Schopenhauer, trágicamente conscientes de que su necesidad de calor les hace unirse y sus púas, alejarse. Elevamos las púas a la categoría de emblema de la especie, desechando todo lo demás que nos define.
No somos capaces de ajustarnos a un tiempo, confundimos el mañana con el futuro, no queremos mirar al pasado aunque añoremos con fascinación las grandes batallas. Olvidamos su sufrimiento y el dolor, ensalzamos el heroísmo para ser nosotros pequeños héroes de andar por casa, cuya única hazaña sea darnos cabezazos todos los días contra un muro que no se mueve. Contra un muro que es nuestra muralla, nuestro caparazón, nuestra coraza. Ese muro que nos protege son los otros, los demás, la sociedad. Ellos, que nos permiten vivir a nuestro antojo, son nuestro enemigo.
Así de insensato es el hombre solitario.

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