Decíamos
hace unos días que ningún hombre es una isla, que obstinarnos en convertirnos
en falsos eremitas era una estupidez que nos debilitaba como individuos y como
especie. No podemos, ni sabemos, ni debemos vivir solos. Tenemos la inmensa
suerte de vivir con los demás. Pero, ¿por qué los mensajes de héroes cuasi
autistas calan y los personajes huraños y aventureros solitarios resultan tan
atractivos?
Creo
que, en parte, se debe a la envidia que nos suscitan cuando nos vemos atrapados
en convencionalismos sociales, cuando nos sentimos coartados en nuestro ser por
las obligaciones con los demás, cuando no nos sentimos auténticos y pensamos en
la hipocresía de las relaciones humanas. Y, por supuesto que tenemos razón,
vivir con los demás incluye en el paquete una serie de compromisos que no se
reducen a transacciones comerciales, yo pago, yo recibo. Demasiado a menudo
damos mucho a quienes no se lo merecen, nos topamos con quienes no paran de
exigir y no ofrecen nada a cambio. Nada, o incluso peor, se convierten en
elementos tóxicos para nuestro entorno.
Por eso
olvidamos la verdadera naturaleza de nuestro corazón de erizo, nuestra
necesidad de los demás. Cuando querríamos mandarlo todo a la escombrera y
comenzar de nuevo en el medio de un desierto donde ningún ser humano osara
aventurarse. Detestamos cualquier congénere, todo se hace pesado y el juego de
dones y regalos se vuelca y derrama.
Vivimos
en una sociedad donde el intercambio generalizado se pierde y se difumina. En
parte por eso perdemos la perspectiva. Y duele. Duele que escuchemos que no se
puede esperar nada de nadie. Sobre todo porque quien lo dice nos ha tenido
amarrados a una silla escuchándole sus problemas y sus neuras durante horas y
días. Nos produce escalofríos de indignación que alguien agradezca los más
mínimos detalles de otros mientras se olvida de los sacrificios persistentes
que le hemos regalado. Y quizás nosotros, con el corazón reconcomido por la
estupefacción, perdamos de vista los regalos que muchos otros nos hacen. Y así.
Pero,
por otra parte, como individuos, que no átomos, debemos ser capaces de lograr
un camino propio. Debemos saber oponer resistencia a la presión del grupo. Por
nuestro bien y por el del resto de la sociedad. El silencio de los inocentes,
que recriminaba Martin Luther King, permitió y permite las atrocidades más
grandes de la humanidad.
A
pequeña escala tenemos que aprender a decir no a muchas cosas que el grupo nos
propone. Tenemos que ser individuos fuertes para no insultar al débil, como
hacen los demás. Tenemos la obligación de construir nuestra personalidad
imitando sólo lo justo, no poniendo nuestro ser a disposición de las modas.
Imitar nos hace humanos, imitar demasiado, nos deshumaniza.
El
grupo es necesario mientras que podamos ser uno distinto. El fenómeno de la
moda es muy llamativo al respecto. Por un lado te pide una uniformidad, y, a la
vez, paradójicamente, te exige una personalidad distintiva. Todos con zapatos
de plataforma, pero los tuyos, que sean diferentes a los demás. Todos fans del
mismo ídolo, pero con carpetas decoradas a nuestra manera.
La
diversidad es la fuente de éxito evolutivo: a costa de muchos fracasos, nos
aseguramos una respuesta correcta, al menos una. Pero no debemos olvidar que
esa lucha por mantenernos fieles a unos valores personales no tiene otra arena
que las relaciones entre los hombres. No podremos hacer una sociedad más humana
si nos apartamos y dejamos a los halcones dictar el modo correcto de ser
humanos.
Lo
curioso, lo que nos llama la atención, es que la mayoría de nuestros congéneres
acaba por imitar lo más desastroso de las modas mientras que cede en lo
fundamental. Podemos ir como locos descerebrados celebrando fiestas imposibles,
maratones extenuantes, procesiones sangrientas, pero no somos capaces de
censurar explícitamente un chiste machista, un comentario racista o una
situación injusta que nos afecta directamente.
Y es
que la sociedad no es sólo un montón de átomos rugiendo aleatoriamente,
chocando por azar unos con otros. Son correlaciones de fuerzas que quieren
imponerse, que obligan a los demás, que luchan por conseguir sus objetivos,
venciendo, convenciendo o engañando para que los más inconscientes sean sus
valedores.
Espero,
sinceramente, que no sea necesario estar siempre como un quijote luchando
contra molinos ilusorios. Que no siempre tengamos que ser el caballero en
defensa de causas perdidas. La sociedad puede funcionar, a pequeña y a gran
escala. Pero debemos reflexionar de vez en cuando, cuestionarnos hacia dónde
nos hacen dirigirnos y tener nuestro propio criterio, que unas veces confluirá
–espero que las más– y otras se enfrentará a los demás. Y debemos aprender a
enfrentarnos de la mejor manera posible, respetando a las personas y
combatiendo las ideas.
Y de
eso podemos aprender de figuras como D.H. Thoureau, que explicitó muy
valientemente la desobediencia civil. Desobedecer leyes injustas para
cambiarlas, no esconderse sino hacerlo públicamente, promoviendo un debate que
pueda replanteárselas. También es cierto que hay situaciones en las que las
resistencias cotidianas pueden ofrecer demasiado riesgo y aparecen métodos de
escaqueo, de trampas, de dejadez, pequeños sabotajes… ¿Hasta qué punto están justificados?
Pues me temo que depende, que deberemos crearnos un sistema de valores que
pueda ofrecer una garantía de justicia a lo que hagamos. Eso no nos garantiza
que consigamos nuestros objetivos, ni siquiera que los objetivos o los métodos
sean justos y adecuados. Pero es lo único que tenemos. Hablarlo con los otros,
ponerlos en entredicho, obligarnos a pensar.
Y para
pensar es difícil hacerlo en soledad, al final, siempre acabamos dialogando con
otros, cara a cara o analizando sus palabras. Discutimos con Platón o con el
vecino, con Habermas o con el policía que nos multa. Como el gran Juan de
Mairena decía, “en mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario