Un conocidísimo
experimento psicológico consiste en mostrar a niños una nube de algodón y
prometerles que si aguantan sin comerla el tiempo en el que los
experimentadores salen de la habitación, podrán tener más chucherías. Les dicen
que pueden comerla si quieren, pero si son capaces de esperar tendrán una
recompensa mucho mayor. Es una medida bastante evidente de la capacidad que
tienen unos de demorar la gratificación frente a los impacientes que no pueden
reprimirse. La verdad es que inspiran ternura los intentos que hacen algunos
niños para aguantar sus instintos. Tararean, tocan la nube, la huelen… Muchos
no tienen remedio y se la zampan al poco tiempo.
Por lo visto han comprobado en
estudios a largo plazo que aquellos que supieron aguantar han conseguido mayor
éxito en la vida. No me he detenido a comprobar cómo han medido el éxito ni en
qué consiste. Me intriga cómo han conseguido aislar otras variables como el
grupo social de procedencia, o cualidades que pueden ir parejas a la capacidad
de demora de gratificación, como la inteligencia, la impulsividad o el hambre.
Lo que parece muy claro es que
el ascetismo mundano hace triunfar en el mundo actual. No tener espíritu de
sacrificio te condena en vida a llevar una existencia pobre y sin esperanza de
prosperidad, ni en los negocios ni en la vida emocional. Es lo que sería el ethos del protestantismo que corre
parejo al capitalismo.
Sin embargo, esta manera de
concebir la actitud correcta ante la vida es contradictoria con el viejo refrán
castellano del más vale pájaro en mano que ciento volando. Es verdad que hay
refranes para casi todo y su contrario, pero quizás sea que las exigencias de
la vida hace unos siglos eran muy volátiles para arriesgarse a una recompensa
posible pero no segura. En el caso del experimento parece que los niños sí que
estaban persuadidos de que los científicos iban a cumplir su parte del trato.
Pero, ¿y si no todos estuvieron seguros? ¿Fue una cuestión pragmática la del
toma el dinero y corre o fue inconsciencia? Esta época tampoco da para mucha
más confianza. La volatilidad del mercado es seña de identidad de estos tiempos
líquidos donde todo lo sólido se desvanece. Quizás haya que repensar el
experimento en este capitalismo tardío.
También contradice el
experimento la máxima del carpe diem,
aprovechar el momento, vivir sin pensar en el mañana. Lo curioso es que ambos
mandatos coexisten en el mundo actual. Por un lado prácticamente te exigen el
ahorro, la hipoteca, la previsión en un plan de pensiones, y por otro te
arrastran al consumo y a vivir el día a día, sin esperar al mañana. Amazon Premium, comida instantánea, lo
quiero aquí y ahora…
Realmente no sé cómo vamos a
lidiar con dos exigencias tan contradictorias y con tanto poder en el
imaginario. El ser humano tiene una realidad bastante compleja, ignoramos cuál
es su esencia y siquiera si tiene una. Decidir sobre la existencia de una
naturaleza humana es un debate que suele acabar demostrando, como casi todos
los debates, cuál es la ideología política de los contendientes antes que sacar
en claro algún aspecto de ella. Tendemos a pensar, sobre todo en una gran
tradición en sociología, que el ser humano es polivalente, que su mente es tan
plástica que cualquier bebé se adaptaría a las normas sociales del grupo humano
donde naciera. Este es un gran a priori
muy complicado de demostrar. Pero lo cierto es que tenemos una variabilidad
cultural, dentro de una misma sociedad, y sobre todo, si comparamos unas con
otras. Parece ser que ni los sentimientos más básicos son compartidos por todos
los seres humanos. Pico della Mirandola, en quizás uno de los textos más
hermosos e inspiradores, defendía que la naturaleza humana no estaba decidida
de antemano y que podíamos aspirar a ser como ángeles o reducirnos a vivir como
las bestias. ¿Hasta qué punto podemos decidir sobre nuestro destino? ¿No
estamos condicionados en un extremo por los genes y en el otro por el ambiente
en el que nos criamos? Como sociólogo y como historiador me gusta pensar que
los ambientes determinan de una manera muy clara muchos de los comportamientos
y las imaginaciones –lo que los historiadores llamaban no hace mucho, las
mentalidades– de los hombres. Digamos que mi aportación es clarificar en qué
medida lo hacen.
Por otro lado es más que
evidente que no podríamos hacer cosas que los genes no nos permitieran. Los
genes determinan si somos gusanos o humanos, el horizonte de posibilidad nos lo
marcan los cromosomas, pero un filtro nuevo, la sociedad en la que nacemos,
marca la dirección del cambio. Refuerza o reprime. Genéticamente estamos
programados para aceptar esa influencia –si no lo estuviéramos, nunca podría
ser efectiva–. Hay, desde luego elementos que permanecen estables a lo largo de
la historia de la humanidad. Lo que nos hacen entender las tragedias de Shakespeare,
y otros que hacen incomprensibles la preocupación por la honra del Barroco. Por eso unos vemos que el mundo siempre ha sido
mundo y otros vemos qué modernos eran los antiguos.
Sin embargo creo que se
comprueba que hay tendencias distintas en momentos diferentes de la historia de
la humanidad. Sociedades que premian la rapacidad y otras que conviven con la
pereza. No puede ser que todo un país esté íntimamente ligado genéticamente
unos con otros. Deben existir unos condicionantes que inclinen, aunque no
arrastren hacia la previsión o hacia el goce inmediato.
Lo que no creo es que se haya
dado en muchas ocasiones una contradicción tan evidente, no entre unos sujetos
y otros, sino entre las propias exigencias del sistema social y económico, que
necesita a la vez, el ahorro de las familias y el gasto, que proclama la
recompensa inmediata y que entrena para su demora. Que te alienta a hipotecarte
y te culpa de la crisis, que te muestra los triunfadores y sus lujos y que te
recrimina que intentes vivir por encima de tus posibilidades, que tengas
iniciativa –empresarial, por supuesto– y que vivas conforme a lo establecido…
Quizás debiéramos aprender de
los pájaros, que no están en mano, sino volando a cientos.
Perfecto planteamiento de lo que nos ofrece y nos exige la sociedad actual, con las contradicciones que nos encontramos en el día a día, para lo cual el recurso de acudir al refranero popular es muy, pero que muy bueno. De nuevo, me quito el sombrero.
ResponderEliminarRosa, me vas a hacer enrojecer.
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