El evangelio del triunfador, ese que transmiten sus acólitos
mediante libros de autoayuda y de emprendimiento, en las tertulias televisivas
y, como expertos, en los magazines, consiste, nada más y nada menos que en ser
el empresario de uno mismo. El empresario es esa figura mítica, a medio camino
entre el santón y el mártir, que ha sacrificado su vida en hacerse a sí mismo y
hacerse, de paso, mucho más rico. Es un santón porque a su sombra peregrinan
todos aquellos que aspiran a alcanzar el cielo en la tierra. De Steve Jobs se
copian sus frases, como salmos responsoriales, como suras, como mantras. Se
copian incluso sus jerséis de cuello de cisne. Se imita la gomina en el pelo como
alternativa a la tonsura o al rasurado de los monjes del Tíbet.
Jorge de los Santos recordaba
hace un par de semanas en Para Todos La 2, que la palabra éxito viene de “salida”. En el momento
me acordé de la definición del ínclito José Antonio Marina, al que hace veinte
años seguía con fervor y que, a partir de un momento dado, descabalgué, justo
cuando comprobé que él no entendía el papel de los conflictos de intereses
entre los grupos sociales para el desarrollo y triunfo de ciertas ideas. Marina
definía la inteligencia –creadora– no como lo que miden los tests –en lo que
coincido–, sino en la habilidad de salir bien parados de una situación. Mucho
más que matemáticas y ajedrez, un concepto inclusivo de inteligencia en el que
podía caber la insolente facilidad de Michael Jordan sobre la canasta.
En cambio, para los
angloparlantes, el término es success,
que también proviene del latín y que se relaciona con “suceder”. El éxito, el
triunfo es hacer que suceda algo, lo que te has propuesto, lo que la sociedad
valora como objetivo, el capricho de un momento o lo que has perseguido durante
toda la vida. Tiene sentido.
En realidad, tienen sentido las
dos metáforas, pero dejan entrever dos maneras distintas de entender la vida.
Si el triunfo es la salida, da la sensación de que los embrollos nos caen del
cielo, que el destino y los dioses se nos cruzan en nuestro camino, que nos
encargan misiones o nos ponen obstáculos de los que tenemos que salir como si
de un pozo se tratara (dejaremos para otra ocasión la metáfora de caer/salir
para las enfermedades y las adicciones).
Da la sensación, aunque esto es
barata psicología social de los pueblos y los idiomas, de que el éxito a la
inglesa tiene que ver con un sujeto proactivo, más que reaccionar ante los
problemas. Habla de una cultura de emprendedores en el más amplio sentido de la
palabra. Aunque hemos llegado aquí al principio del discurso, una nueva vuelta
de tuerca.
El emprendimiento como ideología
propone, más que el éxito definitivo, el continuo emprendimiento, un non-stop vital en el que nunca hay
suficiente. Este horizonte vital está, por supuesto, muy lejos de la
tranquilidad del que huye del mundanal ruido y muy lejos del aurea mediocritas. La libertad, el buen
vivir de los antiguos, de los sabios antiguos estaba en alejarse de la multitud
vociferante, de los triunfos pasajeros, de los quebraderos de cabeza. Y llegar
a las fincas rústicas, vivir sosegadamente y disfrutar de cómo el viento mece
las ramas de los árboles que nos dan sombra.
Entender el éxito como el
empecinamiento en que algo suceda puede ser utilísimo en un mundo como el que
se dibuja en nuestros días. En estos tiempos inciertos, de riesgos
incalculables, de inestabilidad y de fluidez líquida o gaseosa, realmente no
necesitaríamos crear nuevos desafíos vitales, ya se encargan los hados de los
fondos de inversión, de las instituciones supranacionales, de las grandes
corporaciones. Se encargan incluso los más allegados, con sus pegas, sus
consejos, sus imposiciones y su ensimismamiento. El mundo es un peligro del que
salir. Pero la salida es casi peor solución que enfangarse en sus
contrariedades.
Y, como decíamos antes, hay que estar un poco
desquiciado para ir de empresa en empresa –en el sentido clásico y no
economista del término–. Ludópatas del emprendimiento no salimos de una cuando
nos metemos en la siguiente. Preferimos desafiar continuamente nuestra
inteligencia ignorando lo bien que salimos de cada desafío. Reinventarse,
dicen, como si tuviéramos poco aclarándonos con nosotros mismos. Tomar nuestra
propia vida como quien dirige el departamento de Recursos Humanos de una gran
empresa. Explotarse a uno mismo como se explota al prójimo. Hay que estar un
poco desquiciado para entrar en ese juego del que no podemos salir sino para
emprender uno nuevo. Desquiciado o con ganas de convertirse en mártir, como san
Steve Jobs.
Amen.
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