Esto de los idiomas tiene mucho de
azaroso y de poético. Bucear en las expresiones proporciona las pistas, ovillos
de hilo para ir saltando de concepto en concepto como si de la unión de todos
pudiéramos sacar algo en claro de la verdadera naturaleza de las cosas. Estos
ejercicios mentales, que adquieren categoría en manos de un filósofo, suelen
llevarnos a cierta decepción cuando nos percatamos de que esas conexiones son
más fonéticas que reales y que, por contra, a la gente le dan igual esas
cuestiones.
Precisamente la palabra decepción
tiene un falso amigo en el inglés. Aquello que fonéticamente emparentamos
significa, realmente, engaño. Lo que no deja de ser interesante lo que de
engaño tiene la decepción. Decepción propiamente sería disappointment,
que nos suena a haber perdido el punto, fallar en la puntada. Es la decepción
un sentimiento que conjuga el choque de bruces con la realidad cuando estábamos
ilusionados en algo o en alguien, en un proyecto o en una persona. Muchas veces
la culpa es nuestra, porque nos hemos labrado una imagen idealizada, con el
filtro belleza, de ese lugar paradisíaco, de ese joven tan apuesto, de ese
grupo tan prometedor en sus primeros discos… Nos habíamos engañado a nosotros
mismos, nos habíamos querido engañar. Luego llega la triste realidad –la
realidad siempre es triste o dura–, las sombras sobre las personas y la lluvia
sobre los paraísos, la ramplona cotidianeidad. Un disgusto en el alma que
dirigimos al sujeto de nuestra decepción.
Nos empeñamos entonces en probar
que realmente ha cambiado en el último momento, que las lealtades que
admirábamos eran falsa fachada, que había un insano empeño en mantenernos
ilusionados con cantos de sirena. Partidos que sólo buscaban rentabilizar
votos, amigos que estaban sólo por el interés, películas comerciales, amores de
verano… Todos tenían ánimo dolente, intención de hacer daño. Podemos entonces
quitarnos la venda y comprobar que en ese momento de traición se demuestra la
máscara que siempre tuvo, que en esa debilidad estaba la falta de amor, que en
esas palabras duras no había sino la verdadera realidad, la esencia de alguien
malvado que se había creado una pantalla secreta que enviaba una imagen
exquisitamente perfecta, pero hueca.
Tan grande puede llegar a ser que devolvemos
el dolor convertido en rencor y cicatrices. La primera víctima siempre es el
amor.
Es un juego de autoseducciones y
autoengaños del que salimos con la piel muy fina, escarmentados para la próxima
relación… O no y nos convencemos de que fue un desliz, que hemos sido nosotros
que teníamos el listón demasiado alto, que esas cosas pasan y no hay que darles
mayor importancia. Con algo de precaución volvemos a estar ilusionados. Así hay
quienes permanecen toda su vida en una montaña rusa de entusiasmos y tragedias,
tropezando una y otra vez con las mismas fantasmagorías.
Pocas veces, sin embargo, nos
miramos como seres decepcionantes. Y es posible que nos hayamos decepcionado
propiamente en múltiples ocasiones. Solemos tender a perdonarnos, a ver como
excepciones sin importancia en la imagen idealizada que nos gusta tener en el
espejo. Sí, es cierto, nosotros podemos ser la decepción para otras personas. Y
no sólo para esos padres que nunca están satisfechos con los logros de sus
hijos porque aspiraban a la realización vicaria, a través de sus vástagos.
Quizás el ser consciente de que nuestros pequeños gestos o nuestros importantes
actos, nuestras erradas decisiones puedan provocar la caída del velo y la
desilusión en los demás. Sin condenarnos a los trabajos forzados de estar
cumpliendo las expectativas de los demás, seamos conscientes de que si sabemos
que hemos tenido razones para ello, que no hemos sido responsables más que en
parte de la imagen idealizada que otros quieran ver en nosotros, el mismo
proceso puede haber sufrido el otro. El que esté libre de desilusiones que tire
la primera piedra.
Necesitamos esas mentiras para
vivir, esos placeres del engaño. Por eso nos advertía Mark Twain que a la gente
no le disgusta estar engañada, sino saber que estaba engañada. Y por eso la
segunda víctima suele ser el mensajero. El real, ese amigo fiel que nos pone
sobre la pista, o el metafórico. Somos capaces de enfadarnos con nuestros ojos
por descorrer el velo de la duda, maldecimos el momento en el que volvimos
temprano a casa o emprendimos el viaje de nuestra vida.
Ficciones para vivir en unas
ficciones, creer en la magia y en los Reyes Magos, confiar en el destino que
nos tiene preparados un final de cuento, sueños dentro de un sueño… Peligrosas
ficciones que entusiasman a bandadas de banderas, paraísos terrenales con
derecho de admisión y peaje, burbujas de intimidad rellenas de aire tóxico…
Bienvenidos los desengaños de esas ficciones si no nos dejan caer en la
depresión en el cinismo. Recibir la fresca brisa de la realidad nos despeja,
ayuda a despertar la conciencia y a tomar los caminos sabiendo de sus
pedregosas inconveniencias.
El nuestro es un mundo de
imágenes, de máscaras, de dobleces, de trampantojos. La duda no nos puede
llevar a una habitación sombría, al calor de una pequeña estufa, pensando sobre
nosotros mismos y temiendo la tormenta que espera acechante afuera. No podemos
cerrar las ventanas, la puerta del patinillo y mirar con suspicacia las manchas
de la piedra pensando que son señales de brujería. Debemos dejar entrar el aire
frío de la noche, sentir, de vez en cuando, cómo sopla el viento helado sobre
las mejillas, incluso como las manos se quedan frías en la nieve. Porque
también está el olor a recién llovido, y los gritos pueden ser cantos, y las
palabras, bendiciones.
Si sabemos mirar el desengaño como
quien quita el polvo de un viejo mapa en el que se confunden las líneas con las
motas, sufriremos decepciones como vacunas que nos librarán de males mayores.
Si nos complacemos en la maldad de un mundo de apariencias, iremos destilando
veneno directamente a nuestras venas y seremos incapaces de ver la bondad del
mundo. No sólo será el daño de la herida del mal, sino la condena a no ver los
amaneceres tras las tormentas.
Quizás así nos libremos de tener
el espíritu revenío. Mientras tanto, voy a mudarme a la Huerta del
Desengaño, que, por cierto, está en Sanlúcar de Barrameda.
Decepción, me encanta tu punto de vista....nos decepcionamos a nosotros mismos , erramos en lo básico
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