Vivimos, sin duda, en los tiempos del desconcierto. Hermosa palabra que uno hubiese querido que significara algo así como una orquesta desafinada, en la que cada instrumento se dedicara a seguir aleatoriamente una partitura distinta, donde algunos salieran corriendo y otros lanzaran alaridos mientras que el director bostezara en un rincón dando por imposible poner algo de orden (y concierto) a la multitud de señores y señoras vestidos de elegantes trajes negros. En el murmullo atronador de todos los instrumentos sin medida es imposible distinguir una sola melodía. Se escuchan muchas voces, que actúan como solista. No hay un concertino que se haga cargo de representar a la orquesta. Quizás, entre los espectadores enjoyados desde sus palcos, se encuentre más de uno que atine a identificar alguna de las melodías interpretadas por el flautín o la trompeta, otros reconocerán los compases del violín y el chelo. Dirán entonces que sólo el flautín o la trompeta estaban en lo cierto, que todos los demás eran insensatos incompetentes que no seguían las pautas esperadas. Y, sordos a los instrumentos de viento, los que siguieron con el pie levemente la música de las cuerdas tachará de desconsiderados desafinados al resto. El desconcierto acabará en las noticias de cultura de los periódicos, con reseñas enconadamente rivales, todas quejosas del desorden incomprensible de la orquesta. En las tertulias acusarán al director de no cumplir con su papel de liderazgo, otros apreciarán la falta de partituras y la desigualdad en la jerarquía de las voces del coro. Y el desconcierto del foso se trasladará a los foros. ¡Hay que ver qué ocurrente me ha salido la alegoría!
En el desconcierto real en el que estamos sumidos, sólo podemos estar de acuerdo en que existe el desconcierto. Y lo más llamativo es la similitud de descalificaciones entre unos y otros. Cambiamos los vocativos, y lo mismo sirven para los de arriba que para los de abajo, para los de la derecha que para los de la izquierda, para los de aquí o los de allí. Lo que me llama la atención es la manía por aferrarse a una sola melodía. Entre los sociólogos, aunque siempre se hable de multicausalidad y de matices a la hora de valorar los factores implicados, hay una tendencia clara en rondar una idea clave y hacer girar todo a su alrededor. Por ejemplo, mi admirado Bauman y su descubrimiento de la modernidad líquida. A partir de ahí, todo era líquido, el amor, el miedo… Quizás sea solo reflejo editorial y ganas de explotar una mina, una idea feliz. Comparto con Bauman su interés en desentrañar los aspectos más encorsetadores de las formas sociales y admiro cómo describe el concepto fluido de la sociedad y la manera en que son construidos los perdedores de la modernidad. Algo menos sensible soy a su espectacular disección del holocausto como hijo de la modernidad. Sin embargo, lo que me da más sensación de desasosiego es la proliferación de pequeños libros, de apenas cien páginas en las que sistemáticamente –y algo a la ligera– aplica lo líquido.
Algo parecido me pasa con otros pensadores con cierto éxito, como Maffesoli, Augé, Lipovetsky, Zizek por no hablar de la profusa multitud de cursos, conferencias y entrevistas que mantienen vivo el –moderado– éxito editorial de pensadores modernos, posmodernos y conservadores. Me siento algo timado y mucho más pobre. Y eso que admiro profundamente a estos autores. Pero me da la sensación de que se malgasta mucha energía individual y colectiva en rentabilizar los descubrimientos en lugar de aspirar a mayores cotas de comprensión, que siempre deben ser empresas colectivas. Los congresos y simposios no son más que la oportunidad de acreditar que la comunidad científica es inquieta y mantiene una producción creciente. Se solapan las aportaciones y no sirven, como suponía Weber, para mostrar ese espíritu del científico, sacrificado en aras del conocimiento general.
A estas dinámicas no ayuda la creciente burocratización de las universidades, la necesidad de aportar beneficios constatables, como un CEO ante la junta de accionistas. En lugar de aspirar a un conocimiento más coordinado, se favorece la competencia entre las universidades y los institutos, se potencia la lucha por los recursos y la vida universitaria acaba por consistir en una carrera de obstáculos donde los integrantes –profesores, alumnos, gestores– terminan siendo empresarios de sí mismos, autónomos autoexplotados, robando tiempo a las familias y a la vida personal en una alocada carrera hacia la estabilidad que nunca llega.
Y así andamos todos, haciendo la guerra por nuestra cuenta, a merced de las influencias de quienes pueden ejercerla. De los potentes grupos editoriales, a las grandes cadenas de medios, a los poderos lobbies. Necesitamos cierta calma para analizar el mundo –el grande y el pequeño– en el que vivimos, y no paran de suceder acontecimientos. Las metáforas bélicas están claras, nos bombardean con noticias, con opiniones, con datos y tenemos que defender nuestras posiciones. Contraatacar porque casi siempre tienen un sesgo intencionado, y muchas veces son una burda manipulación. Lo que es más grave en los momentos en los que los ciudadanos tienen que estar activos a la hora de contrastar datos y opiniones para formarse una idea personal, acorde a sus intereses y su posición.
En esta ceremonia de la confusión todos tenemos algo de responsabilidad y las culpas están muy repartidas. Evidentemente no estamos al mismo nivel el ciudadano que despreocupadamente ofrece sus opiniones en la barra de un bar que un presidente de gobierno que no toma las medidas oportunas, que los consejeros delegados que presionan para que alguien tome determinada decisión o deje de publicar una noticia. No es el mismo grado de responsabilidad el activista de a pie que el intelectual con cierto apoyo mediático. Por supuesto que estamos en nuestro derecho a defender nuestras opiniones, nuestra desidia o nuestro huequecito editorial. Y nada más lejos de volver a los conceptos de intelectual orgánico y todo lo que estuvo de moda en los tiempos de Foucault y Chomsky.
Sólo una constatación de la perplejidad en la que vivo –vivimos–, en unos momentos en los que urge tomar decisiones y actuar o aguantar la marea y tomar la estrategia del junco.
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