En sociología
solemos hablar de grupos sociales, cuyo número puede oscilar entre la pareja y
la humanidad entera y que pueden ser divididos y matizados en primarios,
secundarios, comunidades, asociaciones o sociedades secretas. También se acostumbra
a distinguir un grupo social de una simple cola para tomar el autobús. En este
último caso la interacción es mínima –para la mayoría de los casos– y
momentánea. El grupo no llega a constituirse. En la técnica de los grupos de
discusión o focus groups podemos apreciar cómo varios desconocidos
forjan un grupo efímero pero de un funcionamiento ciertamente orgánico. Eso no
los convierte en un grupo social propiamente dicho porque, tras los minutos
establecidos, cada cual tira para su casa y probablemente no vuelvan a
encontrarse.
El problema de la temporalidad de los grupos en la sociedad actual
ocupa a gran parte de los sociólogos. La tradicional división entre comunidad y
asociación pivota, entre otros muchos aspectos, sobre la temporalidad de unas
frente a otras. A grandes rasgos, podríamos decir que a una comunidad se
pertenece tout court, en una
asociación se puede dar uno de baja y no ocupa toda la vida del individuo. Lo
que se dio en llamar neotribus
(Maffesoli) anunciaba un cambio cualitativo en la forma de socialidad, mucho
más efímera, parcial y estética. El concepto de sociedad líquida (Bauman) incidía también en la falta de
estabilidad de las relaciones humanas.
En contraposición nos
encontramos con el poder que tiene la identidad frente al mundo globalizado y
líquido. Manuel Castells avanzaba muchas pistas en este sentido y la
complicidad de los postestructuralistas con los llamados estudios culturales parece darle la razón. Incluso judicialmente.
Los distintos grupos humanos se acaban dividiendo y subdividiendo basándose en
seleccionar una característica esencial que los define: el género, la religión,
la orientación sexual, el Estado o la nación donde vieron la luz o donde viven…
Es tanta y tan grande la presión por encontrar una identidad y defenderla desde
una visión victimista que, más que miedo –sentimiento que abruma a muchos
intelectuales–, lo que me hace es crear suspicacia.
Dentro de la izquierda, ha
estado de moda el debate entre los defensores de la lucha de clases como verdadera
vertebradora de la sociedad y los partidarios del poder revolucionario de la
lucha por el reconocimiento y la identidad de los grupos marginados del
sistema. Algunas voces han reclamado cordura y advierten que no son
incompatibles la lucha contra el patriarcado con la defensa de la clase
trabajadora, rechazando tanto esa llamada izquierda
cool, encantada de abanderar a los más desfavorecidos y que se olvida del
empeoramiento de las condiciones de la clase trabajadora; como la vieja
izquierda que posponía cualquier reivindicación al logro de la sociedad sin
clases. Es cierto que, en una sociedad, hay prioridades y que muchas veces lo
urgente, como decía Mafalda, sustituye a lo importante, pero no conviene pasar
de largo de los problemas.
Es tan grande la presión por
reivindicar las luchas por la identidad que empiezo a desconfiar que algún
beneficio para los que controlan el sistema (perdóneseme la simplificación).
Sospecho que sirven a otro amo. No lo digo solo por el márquetin identitario,
las camisetas de los equipos de fútbol, o las chapas, sino porque, de una forma
perversa, acaba sirviendo como poder de explotación o de desactivación de las
luchas de la clase trabajadora.
Las nuevas identidades, o mejor,
la manera nueva de entender las identidades incluye las naciones y otros
colectivos que pocas veces tienen interacciones intensas, a menudo no son más
que agregados, estadísticamente
significativos, pero con poca socialidad interna. No convivimos los padres de
mediana edad, pero puede triunfar un monologuista o un foro en el que contemos
nuestros problemas. Es realmente difícil que compartamos la vida con otros
enfermos en nuestra misma situación, pero eso no quita para que nos sintamos
íntimamente indignados ante un comentario de un tertuliano. La segmentación
social, muy práctica para el márquetin, se aprovecha para la división política.
Vendemos identidad personalizada, indignación a medida, ediciones exclusivas.
Un agregado es un conjunto de personas con unas características
comunes, que ni siquiera tienen que conocerse entre sí. Grandes agregados
acaban por abanderar una identidad que los movilice en un sentido no
necesariamente políticos. No se escucha “obreros del mundo, uníos”, sino un
revoltijo de religiones, patrias chicas, corpúsculos políticos diseminados por
un territorio que coinciden consumiendo los mismos medios de información,
sesgados a medida como un traje, con la reconfortante sensación de que hay otros como yo. Los grandes
aglutinadores dan aún mayor miedo. Gracias al tratamiento de información del big data, los expertos en programas
políticos saben qué nos conmueve y venden los informes a quien quiera –y tenga
recursos para– comprarlos.
Estas nuevas identidades están fabricadas en el vacío social, es
decir, no se fundan en la interacción continuada de sus miembros, sino más
bien, en hacer conscientes a sus integrantes de que forman una unidad por
compartir alguna característica común. Grandes agregados como la civilización
occidental, las democracias frente a los populismos, frente al islam… me da la
impresión de que se intenta fomentar ese tipo de identidades porque tienen poca
capacidad de organización y de respuesta coordinada autónoma. La nación en
armas es gemela de la soberanía nacional, sin embargo, por mucho que se procure
cultivar el odio étnico o la autosuficiencia, se priva al sujeto, al mítico
sujeto soberano, de capacidad de acción política. Son meros títeres satisfechos
de pertenecer al pueblo elegido, delegando en su propio Moisés privado las
decisiones y los mapas para la Tierra prometida.
No olvidemos, sin embargo, que Moisés vagó durante cuarenta años por
el desierto y murió antes de llegar. Y recordemos también, con Freud, que
Moisés era egipcio.
Superándote en cada uno de tus más que magníficos e ilustrativos artículos. Gracias por ese caudal de información.
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