Juan Antonio González es de
profesión abogado y esta es su segunda incursión en el territorio impreso,
después de haberse llevado toda la vida escribiendo –y ocasionalmente quemando
sus escritos en las hogueras de san Juan–. Publica opiniones y textos de
creación en su blog Tarayuela.
‘Recovecos’ es un proyecto más ambicioso que su opera prima, ‘Historias de una
casapuerta’ donde se recopilaban pequeños relatos, poemas y artículos de
opinión. Esta es una obra más ambiciosa porque parte de una estructura más
compleja y posee un diseño más laborado. El libro se compone de una serie de
poemas y de una historia que se desarrolla como una bitácora a través de los
capítulos y que, en cierta forma, otorga sentido a los poemas. El volumen se
divide en dos partes. La primera es la del pecado, o mejor, de los pecados. De
ahí la manzana de la portada. Cada capítulo, además, está ilustrado con una
imagen alegórica a cargo de la artista plástica Deva. La segunda parte es la
dedicada a la redención.
La
historia, narrada en prosa con la forma de un diario, nos adentra en el mar,
escenario real y metafórico de nuestros miedos y espejo de lo que somos en
realidad. No caben velos sino velas. El viaje del marino atraviesa escalas en
cada uno de los pecados capitales como un recorrido vital: “A veces pienso que
no existe tanta diferencia entre el hombre y el mar”. Los poemas, por su parte,
también están organizados. Unos son más generales, dedicados a la práctica del
pecado, pero también aparecen conectados a otros más personales, más íntimos,
podríamos decir. Entre estos brilla con luz propia la presencia de Charo.
Los
pecados son síntomas de la fragilidad humana, los secretos son de la flaqueza
de voluntad, siempre que mantengamos una visión cínica de los secretos,
considerándolos a la vez necesarios, vergonzosos y perjudiciales. Este es un
“viaje interior donde las mentiras son las únicas verdades”, nos aclara en el
prólogo, entrelazándose el amor y el desamor, la soledad y la ausencia, los
miedos y la muerte, el paso del tiempo… “Nos postramos a los pies de los
pecados. Arrodillados, suplicamos clemencia por la fe perdida”. Así se encabeza
la lista de pecados. El primer poema habla de la idea de “despoetizar”, e inmediatamente
comienza la bitácora del viaje: “La humedad de la mar vive en mi interior desde
hace ya muchos años y son inevitables las huellas que está dejando en mi
cuerpo”.
La manera de
abordar cada uno de los pecados consigue aportar matices distintos, desde
diferentes enfoques, desde la vivencia en primera persona (“Desde mi sofá, /
desde el trono de piel de caricias finas, / el día lo veo pasar”, Tronos de indiferencia; “En el pretil de
la oscuridad, / el insomnio regresa a mi lado”, En el pretil de la oscuridad) a miradas más generales: Levante en calma es la pereza del viento;
“Disfrazados de normalidad, recorren calles desiertas, / se sienten observados
en la soledad. / El levante tiene sus propios cantautores” (Los barruntadores). Para la ira (“la
alambrada invisible que todo lo ve”, La
alambrada invisible) se reflexiona sobre el rencor como motor de la
historia (Sangre contra Sangre), y
del desamor: “hemos convertido las caricias en navajas” (El envoltorio del desamor). Érase
una vez, para la envidia, imagina el final realista y desmitificado de los
cuentos.
Se denominan
pecados capitales no porque sean los más graves, sino porque son los que
provocan que se cometan otros pecados. No es de extrañar, pues, que se
intercalen reflexiones más personales entre los poemas que tienen como leitmotiv el pecado y la salvación. La
incertidumbre ante la propia identidad se cuela de vez en cuando: “No me
reconozco, me digo en voz baja, / ese no soy yo / el que está al otro lado del
cristal” (Laberintos de hormigón); “Rodeado
de la única certeza de mis dudas, / compruebo que el origen de todo / se
encuentra en mi caligrafía descuidada” (Caligrafía
descuidada); “Las historias de amor / no se escriben en cuentos de hadas” (Historias de amor no contadas).
En el apartado
sobre la avaricia (“La avaricia nos lleva a querer ser dueños del viento”)
encontramos este poema:
“La nostalgia es
un espejo roto del tiempo,
un cristal
empañado del vaho de los anhelos.
Es un péndulo
incesante entre los recuerdos,
cuando la lluvia,
en el interior de la tormenta,
golpea las
ventanas de las casas deshabitadas.
La melancolía es
una mirada de reojo,
es echar la vista
atrás
a tiempos pasados
que pensamos mejores.
Es desempolvar los
trapos viejos
para llenar el
aire de oxígeno irrespirable.
Somos un antes y
un después,
relojes que
atrasamos las horas
para jugar con el
tiempo a nuestro antojo,
para que sea
él el que lo haga con nosotros.
Somos un tiempo
verbal,
somos un
pretérito imperfecto.” (Pretéritos
imperfectos)
Podemos
perseguir los bienes materiales, pero siempre se nos escapará el tiempo, objeto
de avaricia por excelencia: “Desde el retrovisor convexo de los recuerdos / el
nosotros se escribe en pasado /… / Desde el espejo cóncavo del olvido, / el
pecado fue la avaricia de nuestros deseos” (La
mesa de un quirófano). Y el pecado por excelencia, la lujuria, se muestra
desde diferentes perspectivas: “Los peluches cierran los ojos sobre las sábanas
blancas” (Voces inocentes), la
historia de Lola o de La mujer de la mesa
de al lado. Además, es el momento para la sensualidad, “Quiero sumergirme,
/ emerger mi cuerpo de tu interior” (Sumergirme)
“Es la tierra
yerma de caricias
que busco saciar
con mis labios,
humedecidos
por las ansias del hambriento.
Es el abismo del
deseo,
el insomnio de la
madrugada,
la lujuria del
amanecer.
Es tu piel.” La piel (A Charo)
Si la soberbia
aprovecha un título de Felipe Benítez Reyes, Vidas improbables: “Somos millones de vidas improbables. / Millones
de muertes seguras”, en la gula se muestra mucho más combativo y social Comida a domicilio o La última cena.
La conclusión
de esta primera parte es agridulce, el relato finaliza con un “Mañana será otro
día. Mañana no habrá más días”. La siguiente sección tampoco mejora la falta de
fe porque llega la redención y vuelta a empezar: “Redimirnos es la única manera
de volver a pecar”.
En esta segunda sección los
paisajes se abren a lo urbano, aunque con una mirada melancólica y triste: “Ya
no sólo quedan ermitaños por las ciudades” (Ermitaños
del asfalto); “Sobre el plateado mar de acero / reposa / un corazón de
sangre / que espera / a ser abierto al mundo” (Autopsia a un corazón); “En el andén de nuestra última estación, /
somos un invisible cruce de caminos”. El otro tema que aparece de forma mucho
más explícita es la muerte Si vuelvo a
verte es un buen ejemplo. Sin embargo, no deja Juan Antonio González de
llevarlo a su terreno, con ironía (“Después de cincuenta años a tu lado / a
cualquier cosa llamas amor”, A cualquier
cosa llamas amor) o con lúcida ternura
“Anoche descubrí,
que tu cuello era el lugar perfecto para morir” El lugar perfecto para morir
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