Un peligro de
tener maestros es que no sepamos distinguir cuál es la enseñanza y cuáles son
los accesorios. El personaje de Sheldon Cooper en The Big Bang Theory intenta aprender mandarín de su amigo Howard Wolowitz
quien, para acentuar la pronunciación realiza un gesto con la mano. Sheldon
imita el gesto pensando que forma parte de la expresión. Así, me temo, muchos
devotos lectores de los grandes pensadores se distraen por las ramas del gesto
perdiendo la pronunciación esencial de las enseñanzas de sus maestros.
También existe, por supuesto, la
mala fe, la visión parcial de las enseñanzas, la perversión de los lenguajes
apoyándose en la literalidad de ciertos pasajes, omitiendo otros igualmente
claros. La imagen del ojo y la aguja de Jesús nunca ha desaminado a la Iglesia
de adular a las grandes fortunas de la historia. El estalinismo demostró cómo
se puede llegar a la más absoluta abyección, al crimen más atroz basándose en
las enseñanzas liberadoras del manifiesto comunista.
A esta visión sesgada pertenece
una versión muy habitual del liberalismo económico. Todos estos defensores a
ultranza de la libertad de mercado que depositan su fe en la mano invisible que
lleva desde el egoísmo individual, esos vicios privados, a las virtudes
públicas y el bienestar común. Pocos recuerdan que Adam Smith desarrolló su
proyecto en dos partes, y La riqueza de
las naciones es sólo una de ellas. La otra está expuesta en una obra
conocida, pero que no goza de tanta fama, La
teoría de los sentimientos morales. Sostiene en este voluminoso volumen
Adam Smith que los seres humanos estamos dotados de manera innata de empatía
(él la denomina simpatía, pero el
término en la actualidad adquiere unas connotaciones diferentes) hacia el que
sufre una injusticia, nos indignamos cuando percibimos una situación injusta,
es decir, que nos sentimos indignos cuando vemos que a alguien se le despoja de
la dignidad.
Los sentimientos morales que
acompañan al ser humano lo conforman con una voluntad que pone freno a la
excesiva avaricia, a la codicia. Por lo que se deduce de estos textos, los
primeros teóricos del liberalismo suponían un freno moral a la codicia en la
acumulación de riquezas. Un freno moral que difícilmente podría estar plasmado
en leyes, que vulnerarían, por otra parte, todo el espíritu liberal en su
esencia.
En lo que se ha dado en llamar
neoliberalismo ese freno moral no existe. Se proclama la codicia como una
motivación intrínseca en la búsqueda de la riqueza, más aún, se la considera
necesaria para el desarrollo económico. Por supuesto, los que no pertenecen a
la élite económica tienen muy pocas posibilidades de pecar, por lo que son
descalificados como poco emprendedores, comodones, vagos, poco merecedores de
la compasión y la ayuda. Cuanto mayor sea el riesgo de perderlo todo, cuanto
más esté en juego, más valía tiene el emprendedor, mayor cualidad de héroe.
Sin embargo, todos ellos
consideran imprescindible un rearme moral de la sociedad, todos reclaman un
papel fundamental de la religión en la vida social y política. Por supuesto,
una religión que les permita y bendiga la acumulación. Por eso triunfan ciertas
versiones del judaísmo, del protestantismo puritano y del catolicismo
neocatecumenal. Son muy llamativas las diatribas contra familias “no
naturales”, contra la libertad sexual y en contra del divorcio, contra el
aborto y a favor de la castidad entre los jóvenes. La asistencia a los oficios
religiosos se contempla dependiendo del credo, pero todos, sin excepción, se
proclaman defensores de las tradiciones religiosas, o supuestamente religiosas,
que son la esencia de la identidad de la comunidad. Una comunidad nacional o de
toda la civilización occidental.
Parece contradictorio que los
partidarios de la libertad en el terreno económico sean tan estrictos en las
costumbres privadas, pero tiene sentido. Saben, como sabía Adam Smith, que la
cohesión social se tiene que basar en algún elemento supra-social ya que las
relaciones económicas en el liberalismo acaban atomizando la sociedad. Y, como
olvidaron los lectores de Marx, aunque sean las prácticas y las relaciones
sociales las que determinan la conciencia, no sólo de relaciones de producción
vive el hombre.
Para conseguir una conformidad
social, una cohesión de la sociedad, el liberalismo termina por olvidar uno de
sus presupuestos, que es el fin de las fronteras. El comercio necesita de la
importación y la exportación, lo que se ha dado en llamar librecambismo y que
tantas veces ha chocado con las necesidades de las naciones, incluso de las
élites. Nada debería extrañarnos, por otra parte, la insistencia en la nación,
en la idea de imperio, que convirtió a Gran Bretaña en dueña y señora de los
mares, que asiste a los estadounidenses a pesar, o precisamente por ello, del America first de su actual presidente.
El repetido fin de los Estados-nación contradice la necesidad que tienen muchas
de las empresas del apoyo estatal en forma, no sólo de ayudas y subvenciones,
también de presión sobre otros gobiernos de otras naciones.
Esta contradicción se traduce en
el plano simbólico en la sublimación de los símbolos nacionales, de las
tradiciones y la identidad. Por mucho que se olviden en los usos y costumbres
cotidianas, en las prácticas sociales, en el vestido, en los gustos en el
consumo, en el aspecto de las ciudades. Las fiestas y las banderas son, si
acaso, lo único que queda de la identidad nacional frente a la globalización imprescindible
para el liberalismo como doctrina económica y como ideología. Asistimos, en mi
caso, con mucha estupefacción, a la supuesta recuperación de tradiciones que no
son sino un invento que se repite con el consentimiento y la ayuda de las
administraciones locales, regionales o nacionales.
La grandeza de una comunidad, lo
memorable a través de los siglos debería ser más que unos ruedos o unos
colores, mucho más que unas prácticas crueles e inútiles. No es que defienda
que se sustituyan por las de otras sociedades, sino que deberían ser avances
científicos o las obras de arte lo que nos haga sentirnos orgullosos de la
patria. Arte y ciencia requieren inversión y no están las arcas públicas para
lo superficial que no ofrezca rédito político. Es preferible identificar la
cultura con los festivales y el espectáculo, con la industria cultural y el
beneficio económico.
Muy triste es, sobre todo, que
lo español se reduzca a la bandera, los toros y la caza.
Me encanta tu análisis. Llevas más razón que un santo, de cuando los santos tenían razón. Completamente de acuerdo contigo. Un abrazote.
ResponderEliminarUn más que detenido y claro examen válido para toda etapa histórica o tiempo, porque no cabe la menor duda de que lo que nos engrandece, lo que nos ennoblece es la capacidad de crear belleza o conseguir avances científicos tal y como bien dices. Un artículo que necesita más de una lectura.
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