“Qué quieres que le
haga / si mis ojos son tristes” (Milonga)
Ana Martínez Castillo pertenece a
la enorme cantera albaceteña. Es profesora, poeta y narradora. Este es la
segunda versión del poemario, tras aparecer en diversas antologías y ‘Bajo la
sombrea del árbol’ también en La Isla de Siltolá. Prologa el volumen Antonio
Rodríguez Jiménez, y según él, el libro ha rejuvenecido con los años. En este proyecto
poético el hilo conductor es la danza, conectado con Mantras para bailar de Álvaro Hernando, pero sobre todo con el
espíritu de Nietzsche, quizás el filósofo que más importancia le ha dado a la
danza. No sólo es este el punto en común con el pensador, en cierta manera, el
desdoblamiento entre la vieja y la niña no es más que un trasunto del eterno
retorno del que hablaba Nietzsche.
Se compone de
poemas en prosa y verso organizados en una serie de compases que se hacen
corresponder con los momentos de la danza, metáfora indudable de la vida. En el
Introito: “Nace la vieja ya vieja /…/
gira y sabe del sabor. Sabe del pan y de los dientes. Sabe de aquello que sabe.
De las horas que pasan”. El impulso lo toma de la mano de Panero y Aleixandre,
de Ray Bradbury, Rafael Alberti y Labordeta. Explora en este primer momento las
connotaciones de la danza, que ahora solemos asociar con las noches, por poner
un ejemplo. Presta muchísima atención a los detalles que resultan más
sugerentes (envejecido el cuerpo, las manos) con gran capacidad para la
descripción de imágenes: “La trampa es tener / arañas en los ojos /…/ Ya no
distingo / Si la noche amenaza / O soy yo / que ando desnuda / y me abrazo / a
todo aquello / que sea musgo o plata”; “Grumos de viento / en los dientes / el
frío” (El frío), como Aleixandre,
Gamoneda o el Lorca menos tópico: “Desmigaja el día su espalda / con languidez
de doncella, / giran las voces miles / en el aire peinado como agua” (Verbena). Importan más las sensaciones
que el significado literal de las palabras
Los poemas se
desarrollan armónicamente, orgánicos, en un todo. A veces son sólo una frase (Y yo que creía tener) que se desgranan
entre los versos para pautar su música: “Pero a veces hay que darle cuerda a la
mente y que no chirríe, como si fuera caja de música o muñeca mecánica” (El titiritero); “Voy a esperar / sin
prisas / los golpes / de aire / guadaña / en los pies” [El juicio (Carta nº XX)].
“La vida es un parpadeo bajo la
sombra donde desmadejamos el tiempo poco a poco, ovillo tras ovillo, sin
prisas, con la memoria alrededor de geranios y ventanas quietas, inmóviles, por
las que entran las moscas y vuelven a salir una vez convencidas de que todos
duermen, arropados por el tenue transcurrir de las horas” (Siesta)
A veces el tiempo
pasa como una música que suena: “Ahora / voy a sentarme en el regazo / del
tiempo que respira, / ennegrecido tiempo / del que se tiñen las enaguas, /
recuerdo que acaricio / con mis manos de tierra / en la tarde amarilla como
ojos de gato” (Ahora que la tarde).
Otra veces, el tiempo se va deteniendo por los salones, por los tejados: “No
son campanas / lo que se escucha a lo lejos, / es solo esta vida / que ya
bosteza” (Madrugada). Aunque el
motivo de la vieja y la niña pueda inducir a un ambiente rural ancestral, los
poemas se desarrollan dentro de lo urbano: “La ciudad / inocente, turbada /…/
para que merezca la pena / morir de puro cotidiano” (La ciudad, inocente, turbada). Ante el paisaje, Ana Martínez
Castillo se recrea en una preciosa descripción (Atardecer), digna del cuidadoso Juan Ramón, como en el lirismo de (Todos los santos).
“Y lleva a los labios la certeza
de ser esta niña sin alas que fingía ciudades, que fingía sus pechos y sus
muslos de plata, pero si la cintura negra como negros encajes, pero si la
garganta sujeta con papel y con cintas” (Lisboa)
El territorio
de la danza, sin embargo, es la ensoñación, el espacio liminar entre el arte y
la vida “Y qué si hay Macondos / en todas partes /… / al fin y al cabo, / los
gusanos nos ganan en intenciones y número” (Y
qué si hay Macondos).
No es solo las
cualidades musicales de la poesía de Ana Martínez Castillo, es también el
hallazgo de imágenes de una intensidad poética profunda: “Paseo, / y los nudillos
de la luna / suenan huecos en mi espalda” (Paseo).
Puesto al servicio, claro está, de un argumento sobre el tiempo cíclico de la
vida, de cómo la niña ve cómo se acerca la muerte y cómo la vieja danza para
seguir sintiendo la vida fluir:
“Mientras no señale con su dedo mi
frente,
poco importa si la muerte se alisa
una arruga
o bosteza,
si enseña sus dientes de pan duro a
las niñas descalzas,
si acaricia sus pechos con manos de
amante
o canturrea” (Mientras me señales con su dedo mi frente)
Trasposición
niña / vieja está llena de matices, como llena de matices está la conciencia
del envejecimiento, la desgana que se sucede a los restos de ilusión: “Ya nada
es lo mismo / y añoro el frío. /… / Y vivo / a la espera del invierno / a la
espera / de que pronto no haya nadie / que prenda el fuego” (Invierno). Aprendamos a seguir danzando
sin importarnos, como diría Catulo, los que digan los viejos censores: “Por ahí
va girando /…/ Decimos ‘qué vergüenza’ / y señalamos con el dedo. / La vieja se
marcha a bocanadas / cojeando rincones” (La
danza de la vieja). En mi cabeza resuena el final de la canción de Radio
Futura El Canto del gallo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario