domingo, 2 de junio de 2019

La luchas contra la naturaleza


En uno de los memorables episodios de Los Simpsons, el señor Burns replica cuando se le pide que cuide a la madre naturaleza: “ella inició la lucha por sobrevivir y ahora quiere renunciar porque está perdiendo”. Lo irónico y trágico de la afirmación es que no dejamos de ser parte de la naturaleza. Y que pereciendo lo natural pereceremos los humanos. La división radical entre lo natural y lo artificial es fundamental para entender muchos de los prejuicios y los imaginarios que se asocian a la idea del Bien y la Felicidad.
                Pensamos que la naturaleza representa el bien y que la actuación del ser humano lo deteriora y pervierte. Como bien resumió Heidegger, somos destierro, lanzados ahí. La fábula que mejor ejemplifica esta postura es la del Paraíso Terrenal y el pecado. Una nostalgia hacia un mundo en el que no fuésemos sino animales, sin más preocupaciones, sin mayores cuestionamientos morales. Porque la supuesta manzana no fue sino la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal. No es la ciencia –y su corolario, la tecnología– la que motivó la expulsión del útero natural. Fue la conciencia moral la que nos hizo pecar. La expulsión del paraíso es la manera más asentada de la cultura occidental para contar, para recordar la conciencia de que no somos naturaleza y que nos enfrentamos a ella.
                Sin embargo, y sin despegarse totalmente del mito primigenio religioso, la Ilustración pretendió retornar a lo esencial y lo volvió a identificar con la naturaleza. Incluso pretendió alcanzar la santidad mediante una religión natural que huyera de jerarquías y costumbres. Un back to basis que Daniel Defoe no supo expresar con rotundidad y, sin embargo, fue tan expresivo. El hombre que vuelve a la naturaleza debe hacerlo con sus conocimientos y con sus prejuicios y su moralidad y sus modales. Viernes, el hombre natural, bueno, sencillo, inocente, estará siempre a sus órdenes.
                Sólo nos quedó del sueño de la Ilustración que la Razón produce monstruos. De los ideales del progreso solo nos ha quedado la mitificación de la Naturaleza. Un ejemplo, el yogur natural, como si los yogures crecieran en los árboles.
                La radical diferenciación entre naturaleza y humanidad se basa en la necesidad de la técnica. La techné, el hábito, la herramienta que nos hace despegar del horizonte de la sabana. Las manos hicieron el cerebro. La capacidad de transmitir esa cultura y repetir las soluciones tecnológicas otorgaron a los primeros grupos humanos la posibilidad de sobrevivir, de ser más aptos. Comenzó la batalla contra la naturaleza. Percibida dicha batalla desde fuera de la naturaleza, en lugar de hacerlo como una afección autoinmune.
Cultura versus natura ha sido la arena de combate de filósofos, sociólogos, pedagogos. Como si tuviera mayor influencia la altura o la base de un rectángulo para el cálculo de su área. Sin embargo, el problema de la técnica otorga al ser humano una perspectiva de poder que ha sido revelada con el paso de los siglos. Somos capaces de dominar la naturaleza, desde el conocimiento de cuáles eran las rutas de los animales y los prados de los frutos hasta la domesticación del ganado y la siembra. La espera paciente de la semilla y el cuidado hacia las reses proporcionaron alimento y seguridad a tan gran escala que la población humana se duplicó.
El lenguaje será la tecnología que más nos ha distanciado de la naturaleza, la que posibilita la conciencia y la transmisión de la cultural, la que nos une como grupo y como especie, la que acelera la evolución de las técnicas y la sucesión trepidante de soluciones ante los problemas que plantea el sobrevivir. El lenguaje nos hace sujetos –y, por lo tanto, nos sujeta–, y, paradójicamente también nos sirve para recordar que seguimos siendo naturaleza y añorar lo que nunca fuimos: seres conscientes dentro de la naturaleza. O fuimos seres naturales o somos seres conscientes.
Ambas posibilidades, la añoranza de la naturaleza y la soberbia de la tecnología y la Razón son plenamente ideológicas. Soñar con el estado de naturaleza es el inicio de cualquier desarrollo político, entendido como esencial al animal humano, sin contaminaciones por parte de ninguna tradición o cultura. Confiar en la tecnología no es más que dotar a quienes ponen en circulación dispositivos, aparatos y métodos de organización del poder aséptico de la tecnocracia. Ambos son burdos escondites para los intereses de quienes ya dominan el mundo y aspiran a no tener que justificar ni sus actos ni la injusta división de la sociedad.
                Decía Sloterdijk, y lo recordaba Jorge de los Santos, que somos un fracaso como animales. Necesitamos ayuda de la tecnología para desarrollarnos. Solo podemos sobrevivir gracias a la tecnología. Pero esa minusvalía frente al ciervo que en pocos minutos se alza sobre sus patitas, nos ha obligado a desarrollar –y después a depender– de unas ortopedias que, a la postre, no sólo nos dan independencia, también el poder para dominar a la naturaleza que nos parecía hostil. Hasta tal punto que nos da el poder de acabar con el mundo y a nosotros con él.
A Gaia no importa. Al universo no le importa. Pero a nosotros sí que nos debe importar la naturaleza, porque vivimos en ella. En la lucha contra la naturaleza sólo podemos perder. Si ella gana, perdemos. Y si la vencemos, habremos perdido nuestro hábitat. Es tan perversa nuestra capacidad de reacción que nos vemos a la vez dentro y fuera, viviendo con nuestro enemigo, desarrollando antibióticos que se vuelven en nuestra contra, aparecen las superbacterias resistentes a las que no seremos capaces de hacer frente. Modificamos la tierra con presas, carreteras, fracking… y la naturaleza se revuelve contaminada por nuestros propios desechos. La conciencia está despertando, vacilante, débil, inconexa. Tendremos que poner nuestra tecnología a su servicio y ayudar a la Madre Naturaleza, a la Pacha Mama a recuperar lo que le arrancamos. Y quizás así, poseeremos la tierra y cuanto contiene, y, lo más importante, seremos hombres.

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