La
capacidad de los seres humanos para imaginar un futuro, más o menos deseable,
más o menos terrible es menos variada de lo que podríamos sospechar. Los
paisajes del futuro lejano, en realidad, nos parecen demasiado cercanos,
demasiado familiares. Quizás sea por esta razón por la que nos entusiasman los
relatos del futuro y la utopía, porque reconocemos en ellos a la humanidad, sus
paisajes y sus pasiones, sus retos y sus decepciones. Las transformaciones que
los autores (literarios, cinematográficos) introducen en la vida de los hombres
futuros no sólo están limitadas por las posibilidades técnicas, están también
marcados por la imitación. La creatividad, que en estas ocasiones podría partir
de cero, no tener ninguna referencia reconocible, está muy pegada a la realidad
concreta, a las condiciones materiales concretas de la vida del momento que da
a luz las criaturas. Los viajes de Gulliver nos sirven casi más para entender
la sociedad de Jonathan Swift que un país de enanos o gigantes. La utopía de
Tomás Moro no parece sino una Inglaterra vuelta del revés donde las ovejas se
comen a los hombres.
Con
un poco más de detalle, los diseñadores de producción de las películas de
ciencia ficción –o para la imaginación de los escritores que las soñaron– se
acaban circunscribiendo a una serie de estereotipos espaciales, de paisajes
humanizados muy concretos y reconocibles, pero, a la vez, cambiantes con cada
momento histórico concreto.
En
la selva, húmeda, densa, incómoda por el calor y amenazante por sus criaturas,
se sitúa el futuro que H. G. Wells escribió en La máquina del tiempo. Dos razas, una de humanos y otra de
subhumanos conviven una a costa de la otra. Unos en la superficie densa de
vegetación tropical; otros en las cuevas, lejos de la luz del sol. Es también
el escenario elegido para la inquietante saga de El planeta de los simios.
La
desolación es el paisaje elegido para Mad
Max y tantas otras distopías del futuro. Las amenazas del cambio climático,
del fin de los combustibles fósiles cumplen su profecía y sólo quedan en pie
las ruinas y las carreteras. Elysium,
interesante film sobre una humanidad dividida entre una élite que vive en un
satélite toroidal pleno de salud y bienestar, de medio ambiente cuidado y
técnicas médicas infalibles; mientras que el resto vive en vertederos
(literalmente ya existentes en la realidad) desérticos, sin apenas vegetación y
cegados por el sol.
Las
colonias espaciales se parecen muchísimos a las atmósferas artificiales que los
Centros Comerciales se empeñan en construir. Los ejemplos de Qatar en la
realidad o Mallrats en el cine son
sospechosamente parecidos a las muchedumbres que pululan en Desafío total. La larguísima tradición
de naves espaciales recuerda tanto a los pasillos de un hospital o una
institución despersonalizada, como a los deshechos industriales de las fábricas
con tuberías a la vista y grasa.
Star Wars
ha sabido combinar en sus diferentes episodios todos estos paisajes, con
excepción quizás del universo asfixiante y terrible de Blade Runner. Uno de los ejemplos de cómo se puede determinar un
cambio en la concepción visual del futuro. Ciudades post-industriales oscuras,
húmedas, sin luz del sol, llenas de basura y ruinas. Luego llegaron otros
títulos que tomaban esa ambientación como la más probable para el futuro del
planeta Tierra como Dark Rain, o Ghost in the Shell.
Es
curioso cómo el imaginario de las narraciones de ciencia ficción se parece
tanto a la distopía, y que estas tengan las apariencias de un no-lugar. Sin
historia, donde la despersonalización y la masificación se alternan con los
parajes desolados del desierto y la vuelta al reino de la naturaleza que
reclama lo que es suyo. El espacio exterior, vacío, es la mayor expresión del
no-lugar.
Vito
Fumagalli describió con gran maestría el paisaje de ruinas para la mentalidad
medieval. Pocas ruinas vemos en los paisajes apocalípticos, restos de
arqueología industrial, la Estatua de la Libertad semihundida… Muy pocos
paisajes que contengan la historia en el mundo tras el fin de la historia.
De
todas formas, no podemos obviar las historias que suceden en escenarios casi
idénticos a los actuales. Principalmente ofrecen un viso de verosimilitud y de
identificación al espectador. Añaden una dosis de inquietud al ver que el
futuro no es tan diferente y no está tan lejos, aunque se disfracen un poco
camp como en la adaptación de Fahrenheit
451 de Truffaut, o las novelas de J.G. Ballard.
Mención
aparte merece la corriente del steampunk
y el retrofuturismo, que recrean de una manera muy posmoderna elementos
tradicionales, incluso del siglo XIX con la tecnología artificial que se supone
al futuro. La pérdida del horizonte espacial, además del temporal, puede jugar
con mezclar el imaginario del salvaje oeste (rudimentario, duro y varonil) con
las sofisticaciones tecnológicas. El futuro ya no es lo que era, pero podría
volver a serlo. Barbarella como
referente. Mucho más inquietante es la vuelta a la estética puritana del siglo
XVII que planea en El cuento de la criada.
Independientemente
de apocalíptica o salvífico, las visiones de la utopía del futuro incluyen las
grandes urbes, bien en forma de ruina (Yo
soy leyenda, 33 días después. El último hombre en la tierra) o de
amenazante conglomerado de multitudes heterodirigidas (Blade Runner, Minority Report).
En ellas la pugna con la naturaleza alcanza resultados dispares. A veces
desaparece por completo entre el asfalto. En otras ocasiones va avanzando para
recuperar lo que fue suyo a través de una vegetación exuberante (El planeta de los simios) o con la
desolación del desierto que todo lo cubre. en muchos aspectos, la clásica
ciencia ficción de ambientes asépticos, líneas claras, luz se ha ido
oscureciendo, quizás Alien pudo ser
un indicio. Sin embargo, mirando hacia el pasado o incluso al presente, la
sensación es mucho más terrorífica. Black
Mirror transmite su desasosiego por su inquietante parecido con el mundo
actual. Actual, demasiado actual.
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