Encomendada a Pizarnik: “Mañana /
me vestirán con cenizas al alba / Me llenarán la boca de flores”, Ana Martínez
Castillo nos presenta un libro que bordea la tragedia, se sumerge en ella y
sale llena de heridas. Algo que flota implícitamente. Una pérdida que son todas
las pérdidas, una muerte que somos todas las muertes. “Nichos” es su primer
poema y ya nos avanza cuando “Éramos aún seres del rumor” y “Supimos que era
indolente el mundo, que apenas había espacio para nosotros los muertos
cansados. Los muertos repletos. Los muertos arrepentidos de su vejez (…) Nos
escondimos de la piel y de todo aquello que pudiera mirarnos” (Nichos). La sensación predominante es la
de la inmediatez de la tragedia que sobrevuela la cotidianeidad y la
incertidumbre ante el pesar. La forma da igual si los renglones se cortan, se
distribuyen por las páginas o se contraen en párrafos. Ana Martínez Castillo
sabe llevar el ritmo y la poesía más allá de la imagen y el concepto. La
grandeza de este libro es trascender el motivo concreto, que puede ser real,
desconsoladamente real o tener un referente mítico, el dolor que siente, que
sentimos es tan grande que “Olvídate el tiempo que pasaste viva” (Luz).
En
la narración del sufrimiento hay un inicio (“Mira, el niño venía mal. / Era una
mentir, un absurdo entre mil”, Absurdo)
y una respuesta, un intento de respuesta de contener la desesperación, “Delirio
de aquello que se arrastra. Lo eterno” (Eternidad).
Reconocerse en la inutilidad de seguir viviendo:
“Porque era todo inmediatez y mordedura
…
Tenía que morirse un rato cada
tarde,
ser otra,
abandonar los dientes y adentrarse
sola en la ciudad,
adentrarse en la mugre que anuda el
ojo.
Tenía que saber que es garganta
imbécil la noche, tener muy claro que se quedaría allí, allí en la fosa,
muerta sencilla aguardando,
….
anhelo de droga que serene las
palabras, que bendiga las palabras, que atiborre de sentido las palabras” (Luto)
El instante en el que ya no hay
retorno, la incredulidad y la dificulta de aceptar “Que todo quede a medio por
capricho de la muerte, por capricho de la muerte mis palabras” (Consumación); “vine aquí con todas mis
promesas, con todas mis promiscuas variaciones, con el beso de la locura en la
frente / … / Y la locura está ahí, siendo un regalo, siendo una hermana más,
glamurosa nota de suicidio, alabastro”.
En este libro
Ana Martínez Castillo hace desaparecer el paisaje (“la implacable belleza del
llano, el frío que ensordece, me golpea”, Frío)
para concentrarse en la explicación, en encontrar las razones para el dolor, “Encontré
la certeza y aquello que reposa, que se enturbia dentro del velo, la savia
órfica que aventaja la tarde y enfría estos versos” (Sedimentos). La respuesta, la falta de respuesta, los ensayos
vienen envueltos en una musicalidad de himno, de letanía, de coro fúnebre y
hermoso. La imposibilidad de expresar con conceptos lógicos la desolación y la
certeza de la desolación nos lleva al grito primario, a desconcertar al Logos,
a apurar cada connotación y cada metáfora, cada sensación que asociamos a la
palabra, al gesto, al mutismo: “Que venga a mi voz que mastica el cráneo. La
voz que lame heridas tóxicas, / breves placeres tóxicos, / el genio venenoso de
lo rápido” (Voz).
Esta muerte,
todas las muertes ponen un punto temporal que no podemos atravesar. La realidad
queda de un lado y el recuerdo es atemporal: “Podía sustantivar la eternidad” (Eternidad Dos). Y perfecto: “Seremos
víctimas oscuras de la aurora, frágiles cadáveres perfectos, leves cuerpos
dañados por la luz, vapuleados por la luz, humillados por la luz. /…/ Seremos
al fin lo que no fuimos” (Perfección).
Tampoco nos es
ajena la necesidad de atravesar ese umbral: “Y vas a la muerte y escribes la
muerte y deliras la muerte y deseas la muerte que no moriste, la que no te
dieron, la muerte afilada en la noche turbia, la muerte de vidrio que nombras
en metáforas, la muerte de mentira que habita ridículamente estos versos” (Metamorfosis); “Cuando nos alcance la
noche, / sabremos al fin que hemos muerto. / Que hemos muerto” (Tormenta); “Consumió terribles venenos
metafóricos, sustancias poéticas de la prisa, líquidas sustancias afiladas como
perros moribundos” (Ceniza); “El
mundo es un odioso numen blanco /…/ Celebremos la aurora que no llega /…/
Celebremos el pecado, el salvaje lecho, el bautizo de cianuro y escarcha. Y
dijimos: /…/ voy a morir aquí, entre tanta belleza. Entre tanta carne abierta.
Entre la dulzura de las amapolas voy a morir. En la arquitectura desquiciada
del silencio” (Alucinaciones);
“Despreciar la ayuda, cualquier ayuda y desaparecer. Quitarse de en medio.
Atesorar trazos de pureza, espaciar las visiones para que no sean costumbre” (Regreso).
Da igual que
sea real o metafórica, como en 37’5
de Tulia Guisado: “Había muerto siendo diminuta, siendo breve indicio,
conjetura, tan pequeña que era enorme la fosa en sus huesos, que era ingente la
fosa en su lengua” (Niña); “Ellos
mencionaron la costura paladar, la nombraron racimo. Dijeron que se caen las
cornisas en armónico derrumbe, / en sincronía perfecta” (Ellos).
“Nació la autómata. Se formó de metales,
fibras, ranuras. Amaneció desnuda, pura, sin mácula. Vino a morir al mundo.
Soñó nítida su calavera. Soñó como sueñan las bestias, con la respiración
fuerte, con el latido, con el olor a sudor en las articulaciones” (Autómata)
La sensación
del páramo desolado se va filtrando en la sangre, “Estábamos muertos y nos
supimos cómo” (Estábamos) y en las
otras, “Las otras niñas cansadas estuvieron también muertas un poco. Solo un
poco. / Decidieron morir quedamente /…/Las otras niñas cansadas tuvieron
muertes suaves. / Desearon los rincones, los márgenes, las esquinas, construyeron
delicados pretextos, razones, y fueron a la muerte como quien respira, como
quien fuma, como quien recibe un regalo” (Eternidad
cinco). Imposible buscar un refugio firme: “Tuvimos que guardarnos pequeñas
mutaciones de fe, breves retales de locura, caída y vuelo, como si fueran las
venas de otro, como si fueran de otro” (Fe).
La otra salida
pasa por revolverse, como en Eternidad
Tres, con el sexo y la muerte: “Caminos por los rincones hacia la muerte
blanca, / hacia los muros de frío y encaje /…/ y sabes que todo es blanco de la
muerte, / que todo es frío, / que sólo eres huésped de nieve y escarcha, / que
solo te queda la frialdad del lecho / el abrigo de las cenizas” (Blanco). Consuela, y lo sabe bien Ana
Martínez Castillo, la necesidad de conjurar el olvido: “Para quedarnos y
olvidar arrepentidos nuestro cielo, / olvidar / el día de difuntos, / olvidar
la muerte inflexible que nos pesa” (Limbo). Así sabremos que “Vendrán desastres, /
lluvia, / vendrá la piadosa / sustancia de la noche. / Seremos / el ciervo
atropellado / junto a la carretera” (Vendrán).
Al fin y al cabo, “da igual lo que fuiste. Da igual. / Ya nadie lo recuerda” (Eternidad Seis)
El volumen termina con un sublime
y tristísimo el poema final:
“me pondrán el velo, sublime mortaja
de luz, manto que enfría mis pómulos.
…
Y sellarán el hueco con mi cuerpo
dentro.
Vendrá mi hija.
Vendrá mi esposo
…
Vendrán
y se marcharán hasta que sus
nombren reposen junto al mío” (También)
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