Daniel Cotta Lobato es el
merecedor del Premio Albacara – Premio Nacional de Poesía Mística San Juan de
la Cruz 2018 por un enternecedor libro de poemas en el que la conversación con
Dios se hace desde la humildad y la calidez de lo familiar. En el acertado
prólogo, Luis Bagué Quílez apunta una definición de mística como “comunicación inmediata
y directa” y el diálogo como “la evolución psíquica desde un yo descreído hasta
un sujeto que abraza la fe después de haber recorrido el camino de perfección
del dolor”. Coincido con que “el primer acierto del libro reside en plasmar la
experiencia religiosa a partir de una conversación coloquial que oscila entre
la confidencia autobiográfica y la plegaria íntima” (p. 7). También es
característica del autor el uso de vocabulario no convencionalmente poético y
menos místico, siguiendo, tal vez, el consejo de Teresa de Jesús de buscar a
Dios en los fogones y las cazuelas.
Daniel Cotta
es un poeta que domina con soltura los metros clásicos y podemos encontrar
sonetos o liras, endecasílabos magníficos. Los primeros versos de cada poema
son excepcionales, así como los cierres finales. Los poemas van dejando poco a
poco la voz, quedando en palabras, en pocas sílabas. El gran acierto es el tono
de conversación, que no de argumentación o de reproche, sino de quien habla
cotidianamente con un amigo más sabio, al que admira y le pide consejo. Tampoco
tiene la épica de cruzada de Julio Martínez Mesanza.
A diferencia
de, por ejemplo, el gran Antonio Praena, esta historia de un alma no es la
historia, un tanto épica, de una redención desde lo más profundo de la
depravación y el pecado. Es la historia con minúsculas de quien está
maravillado de que Dios se haya fijado en alguien tan humilde: “Por eso te
encandilo. Dios del Cosmos: / porque soy más pequeño que una estrella, / por lo
mal que me salen los dibujos, / por el torpe cariño con que digo Papá”. El nudo
del argumento está en la dificultad para encontrar a Dios (“¿Y cómo no lo noto?
/ ¿Cómo no te distingo?”) cuando sabes “Que Tú lo llenas todo. / …/ ¿cómo no te
distingo? / ¿Qué tiene mi estragado paladar / que no se sabe emborrachar de
Ti?”. Habla un creyente que solicita “¿Y por qué no me enseñas a ser hombre?
/…/ Enséñame a crecer / y entenderé que, por amarme tanto, / me ofreces este
cáliz, / me clavas esta espina / me alargas esta cruz”.
En
la mística del Siglo de Oro se establecía un esquema para alcanzar la plenitud
divina. Son las famosas vías purgativa, iluminativa y unitiva. No es este el
camino que emprende Daniel Cotta. En primer lugar, no hay lugar para la
privación y el rechazo de lo humano, al contrario, es el dolor un regalo, un mensaje
divino que hay que descifrar (“¿Un vaso de dolor para mis labios? / Pero ese
cáliz, no. / Señor, no quieras para mí ese cáliz”). No aparece la noche oscura
del alma, el poeta está seguro del contacto divino, y queda fuera la
problemática de la tentación: “Me has tomado, señor, has sido tú. /…/ ¿Para
qué? / ¿Qué milagro, Señor, quieres hacerme?”. El punto de partida es otro, es
la sensación de fragilidad, de debilidad humana: “Abrázame sin romperme, porque
soy de cristal /…/ Soy un fusible conectado al sol. /…/ Mis ojos necesitan un
Dios a media luz, / que brille muy bajito, / que quiera muy bajito, / un Dios
que amanezca desde lejos, / que llueva desde lejos, / que sufra desde lejos”.
“¡Si yo me conformaba con ser pájaro,
uno de esos que no saben nada,
solo cantar!
Solo cantar y revolver los árboles,
los árboles que crecen por crecer
y que no saben ni lo que es morirse,
solo dar sombra.
Solo dar sombra y columpiarse al viento,
el viento que no sigue itinerarios
ni sabe estar sentado ni callarse,
solo volar.
Solo volar y enamorar las olas,
las olas que no entienden de corrientes
ni saben regresar ni arrepentirse,
solo morir”
El primer paso
de esta vía mística personal es la introspección, examen de conciencia,
fragilidad, sin reproches a Dios (“Por eso te protesto, de puro malcriado y
consentido”). Al contrario, son los reproches personales, de presuntuoso, de
bocazas sabihondo: “A fin de cuentas, soy un malnacido”; “Aquí estoy yo, Señor,
sentando cátedra / sobre la técnica de hacer un púlsar / … / Aquí me tienes
construyendo un hombre / que no se atreva a cuestionar a Dios”. En esta
teología personal la infinita bondad de Dios se esparce entre los hombres que
se comportan como lobos: “Me hiciste demasiado complicado / con esa mezcolanza
de alma y lodo / que era como un experimento díscolo. / Mezclemos lobos con
ángeles /…/ Yo con el alma muerta”. Una mentalidad que desconfía de los humanos
para depositar la confianza en Dios Padre que, como dijo A. Lincoln, permita
encontrar “los mejores ángeles de nuestra naturaleza”. No está el abandono de
sí de la mística del siglo de Oro. Daniel Cotta reflexiona como “Dios se quitó
la ropa para probarse al hombre / a ver qué se sentía /… / Ahora Dios ya sabe
qué es ser hombre; / es una cicatriz que no se quita”. Más que acercarse el
alma al Amado, es el Amante quien se encarna en hombre.
El dolor es
uno de los puntos básicos de este Dios a
media voz: “Dolor, es el dolor: / lo que creía que jamás vería. /…/ Y todo
aquel que pase por mi lado / y me vea, / no diga «es el dolor»,
/ sino «la
rosa»”.
La principal dificultad de la Teodicea encontrar, no sólo el sentido, sino el
agradecimiento (“En lugar de latir, agradecer”; “Pero nunca he aprendido a
darte gracias”). La espina es el símbolo del amor.
Así,
la historia comienza cuando el poeta confiesa que “en todos los idiomas del
silencio / he gritado tu nombre” para después alegrarse: “Y ahora sí te he
oído, / ahora sí te he visto, /…/ Ha habido que encender la oscuridad, /
dejarme a ciegas / como te gusta a Ti: sin microscopios, / sin lupas, sin
prismáticos”. Y por eso “Yo era una herida y nada más. Mi herida. /…/ Ya no me
quejaré de tu justicia, / que gracias a la dicha de tenerte, / mi herida ya no
duele, acaricia”. La promesa es someterse a la voluntad de Dios, no pretender
corregir la divina obra: “Que todo vuelve a estar donde quisiste, / Y que todo
vuelva a ser como pensaste. / Y que recuerde con la luz de ayer / que yo era
nadie”; “Ya no me quejaré de ser un hombre / ni envidiaré a los pájaros, ni al
árbol, / ni al viento, ni a las olas. / Ya no me quejaré de ser tu imagen, / la
probeta de barro en que vertiste / la fórmula de Dios y la agitaste /…/ Ya no
me quejaré de no ser ángel. / Ellos no tienen cromosomas. Yo / comparto mi ADN
con Jesús”.
Daniel Cotta
transmite el gozo de encontrar a Dios (“Yo sé que Tú te ríes en mi alma”) y
niega la necesidad del sufrimiento y la angustia: “Habría una razón para llorar
/ si Tú no hubieses muerto por mis lágrimas / si no lo hubieras Tú llorado
todo”. La presencia de Dios es palpable en todo el universo, pero, sobre todo,
en el interior del Hombre: “Pero Tú existes, me lo ha dicho el día. /…/ ¿No es
hora ya de que lo note yo? / Tú enséñeles el cuerpo del delito: / mi alma tiene
tus huellas digitales”.
“Tú me has tocado.
Me has rozado la túnica del alma
y has volcado el milagro en mis adentros.
Y dolía.
Dolía pero amaba.
/…/
Que sea una medalla en mi garganta,
que sea una alianza en mi anular,
que sea un corazón, un lirio abierto,
que sea una sonrisa,
que sea la mañana,
que sea una oración,
que seas Tú”
El dolor no es
como en la teología tradicional un peaje que haya que pagar para llegar al
Reino de los Cielos, al contrario, es el obstáculo del que hay que librarse:
“No te dejaba entrar / ni consentía que el dolor saliera. / ¡No te quería
abrir!”. Así más que un sinsentido que angustia la vida humana es el inicio de
la verdadera visión de lo divino: “Quiero que seas mi explosión. Estalla /…/ Y
nadie se creerá que en las raíces yacía una semilla: mi dolor”.
El Dios de
Daniel Cotta es un dios bondadoso, que se obstina en presentarse ante los
hombres, que les hace un regalo (“Ese era tu regalo: amor y gracia”) y que no
ceja en su intento de acercarse a cada uno de los humanos, hablándoles en el
idioma que necesiten: “¡Y Tú llamando! / ¡Y Tú queriéndome con todo el cosmos!
/ ¡Tú dándome la luz de las estrellas / y el 2πr de la Creación. /…/ En todas
tus heridas me querías / y en todas me encontré resucitado”. Si la oración es
hablar con Dios, no puede haber mejor oración.
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